domingo, 23 de mayo de 1999

Leo y el Teniente Castillo


Leo me ha dado un disgusto. Leo es tranquilo, de modales impecables. Las clientas maduras y las que no lo son tanto suelen mirarlo de reojo, y le sonríen al dejar propina. Leo vino la otra noche a traerme una Bols con hielo y un poco de tónica, y luego se demoró un poco junto a mí, bajo la cúpula del bar de mi hotel de Buenos Aires. Siempre charlamos un poco: le regalo libros y él se niega a cobrarme el último café. Tal vez la próxima vez que usted venga yo no siga aquí, dijo. Después se encogió de hombros. Quizá intente otra cosa, añadió. Otro trabajo. No quiero ser camarero toda la vida. Respondí que nada tiene de malo ser camarero cuando eres un buen camarero. Sonrió. A mi edad todavía puedo intentar algo mejor y equivocarme, dijo. Nunca le había preguntado su edad, y esta vez lo hice. Veinticuatro años. Le deseé buena suerte, tripliqué la propina habitual y le di la mano. El bar no será el mismo, dije.

Bares y camareros. Resulta curioso, pensaba al despedirme de Leo, hasta qué punto uno asocia los unos con los otros, al extremo de que nada es lo mismo cuando faltan. En la vida nómada que llevé durante años, cuando los bares se convertían en refugio, oficina y vivienda, eran los camareros quienes terminaban decidiéndome a adoptar éste o aquel. O quizás eran ellos, los camareros, quienes decidían adoptarme a mí. No conocí nunca a un camarero profesional que no estableciera sutiles lazos y barreras con unos clientes y otros, o que no practicase un silencioso juego crítico con la fauna variopinta que desfila al otro lado de la barra; sacando conclusiones que sólo se confían, a veces, a unos pocos iniciados tras larga y rigurosa selección. A veces, con una simple palabra dicha en voz baja, con la imperturbabilidad de un croupier flemático.

De cualquier modo, ni los lugares ni los recuerdos serian los mismos sin ellos. Sin Mustafá, el bar del Holiday Inn de Sarajevo sólo habría sido un bar más de una ciudad en guerra más; y dudo encontrar nunca a otro capaz de quitarle el polvo a una botella, después de que una bomba estalle encima del hotel llenándolo todo de tierra y escombros, para servir una copa con la misma elegancia y sangre fría que él. Sin Silvia, mi bar favorito de contrabandistas de Gibraltar sería más aburrido que un chiste de leperos contado por Abel Matutes. Sin Pepe Bárcena, el camarero poeta contagiado del virus de la literatura, el Café Gijón seria infinitamente menos literario de lo que todavía es. Sin Claudio, el tiro que pegó Pancho Villa en el techo de la cantina de la Ópera el día que entró a caballo y borracho, pasaría inadvertido para quien entra a beber un tequila en el corazón de Méjico D.F. Incluso bares o cafés que ya no existen, como el Fuyma de Callao o el Mastia de Cartagena, quedaron en mi memoria vinculados a camareros como Antonio, alto, bigotudo, solemne con su chaqueta blanca y su pajarita, que convertía el acto de servir un café en algo trascendente por lo que valía la pena pagar, y disfrutarlo. En Beirut, en Luanda, en Sevilla, siempre deseé tenerlos de mi parte. Quería leer en sus ojos su aprobación, y escuchar sus confidencias. Intuía que tras su calma profesional, tras su mirada atenta a los deseos y caprichos de los clientes, latía a veces una especial lucidez; un conocimiento profundo de los hombres y de la vida. Recuerdo al teniente Castillo —no era su nombre auténtico, por supuesto, sino un apodo que yo le puse—, camarero de cierto club náutico mediterráneo, que albergaba un profundo rencor social hacia sus clientes: un odio republicano, profundo, brutal, absolutamente revolucionario, que sólo dejaba traslucir en nuestras conversaciones en voz baja, acodados en la barra. Para el teniente Castillo, el lugar natural donde había que conducir a todos aquellos propietarios de yates y a todas aquellas damas del pijerío local, era el paredón del cementerio, al amanecer, ante los faros de un camión y con un piquete de buenos máuser apuntando. Luego lo veía servir un coñac, una cocacola, y mirar a sus clientes en silencio, con ojos de venganza; como si estuviera contando para sus adentros el tiempo que le quedaba a cada uno. Disfruta, mala zorra —debía de pensar— que te quedan tres días. Un día desapareció, y supongo que lo echaron, porque la verdad es que al final se le notaba mucho. Lo imagino en alguna parte, con su pitillo humeante en la boca, afilando un machete en una piedra mientras cuenta impaciente los días del calendario. Espero que, llegado el momento, todavía me reconozca.

23 de mayo de 1999

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