Anda tú. Ahora resulta que, en eso que se ha dado por llamar deportes de riesgo, a la gente que los practica le molesta morirse de vez en cuando. Pretenden tirarse por un barranco, o ir al Polo Norte, o hacer el pino en el asiento de una moto a doscientos por hora, y luego, pasado el subidón de adrenalina, contárselo a los amiguetes, tan campantes, y aquí no ha pasado nada. Luego, cuando por casualidad sale su número, ponen mala cara. No fastidies, hombre, dicen. Que esto es un deporte de alto riesgo, pero un deporte. Que para eso me visto de lycra y uso cuerdas con naylon poliesterilizado, y llevo chichonera de PVC y chaleco antibalas, y además me grabo en vídeo. Los fulanos y fulanas que practican el asunto quieren aventuras espantosas pero que transcurran, ojo, dentro de un orden. Arriesgar la vida con seguridad de que no la van a perder. Que una cosa es ser aventurero, dicen, y otra ser lelo.
Lo que pasa es que no. Que a veces fallan la cuerda o el mosquetón, o por el barranco viene una crecida de agua de la que no avisó Maldonado en el Telediario, o al barril con el que te tiran rodando por el monte se le sale una duela, y entonces vas y te mueres o te quedas tetrapléjico; y pides, si te queda con qué pedirlo, que te devuelvan el dinero. Que por lo general se le pide a una agencia, porque ahora estas capulleces se hacen con agencias y con organizaciones y con presuntos especialistas, que lo mismo te llevan a hacer footing a Kosovo que cobran por colgarte de los huevos en una encina manchega mientras la novia hace fotos. Porque, y ésa es otra, sin fotos no hay aventura que valga. Uno hace eso para contárselo a los amigos y para poner cara de aventurero intrépido mientras les pasa el vídeo y les pone unas cervezas, sintiéndose Indiana Jones.
En otro tiempo había hombres y mujeres que se preparaban a conciencia, años y años, antes de enfrentarse a la aventura con la que soñaban. Viajeros que durante toda una vida estudiaban, investigaban, se aprendían de memoria los mapas del desafío en el que alguna vez se adentrarían. Gente silenciosa que pasaba meses observando la cara norte del pico donde tal vez iba a perder la vida. En todo ese periodo de estudio, de reflexión, de preparación intensa, esa gente tenía tiempo de calcular y asumir los azares y los riesgos, el dolor y la muerte. Eso formaba parte de un todo armónico, valiente, razonable, que iba en el mismo paquete. De algo consustancial al ser humano, que desde que existe memoria ha estado yéndose a la caza de la ballena, como en el primer capítulo de Moby Dick, cuando no tiene dinero en el bolsillo o cuando su corazón es un húmedo y goteante noviembre.
Pero eso era antes. Ahora, cualquier retrasado mental está viendo Expediente X y decide que él también quiere emociones fuertes y adrenalina, y coge un folleto publicitario, y al día siguiente, previo pago de su importe, se encuentra con un arnés oscilando a cinco mil metros de altura, o nadando entre pirañas con una cocacola fría en la mano, sin tener ni remota idea de lo que está haciendo allí. A veces hasta ignora geográficamente en dónde está. Y lo que es peor, sin asumir ni por el forro su propia responsabilidad. Exigiendo por contrato que no le pase nada. Que lo metan y lo saquen intacto de las cataratas del Niágara. Y luego, cuando se rompe la crisma, porque en esos sitios lo normal es romperse la crisma, monta un cirio, o lo montan sus familiares enlutados, argumentando que a él le habían garantizado que hacer tiburoning en los cayos de Florida con un calamar en el culo era como una película de Walt Disney.
Así que por mí, como si se despeñan todos. Prefiero reservar mis lágrimas para otras cosas que merezcan la pena. No para quienes convierten el riesgo en un espectáculo estúpido e irresponsable, olvidando que la vida real no es como las películas de la tele. La vida real es muy perra y mata de verdad; y cuando uno está muerto o tiene la columna vertebral hecha un sonajero, cling, cling, ya no hay modo de darle al mando a distancia y ver qué ponen en otra cadena. Y además, el mundo está lleno de gente que palma cada día en aventuras obligatorias que maldita la gana tienen de protagonizar. Profesionales del riesgo voluntarios o forzosos. Gente que muere entre enfermedades, guerras y barbarie. Mujeres violadas y hombres macheteados como filetes, que con mucho gusto cederían su puesto en el espectáculo a toda esa panda de gilipollas que buscan adrenalina, arriesgando estúpidamente una vida preciosa cuyo manual de uso ignoran.
22 de agosto de 1999
Lo que pasa es que no. Que a veces fallan la cuerda o el mosquetón, o por el barranco viene una crecida de agua de la que no avisó Maldonado en el Telediario, o al barril con el que te tiran rodando por el monte se le sale una duela, y entonces vas y te mueres o te quedas tetrapléjico; y pides, si te queda con qué pedirlo, que te devuelvan el dinero. Que por lo general se le pide a una agencia, porque ahora estas capulleces se hacen con agencias y con organizaciones y con presuntos especialistas, que lo mismo te llevan a hacer footing a Kosovo que cobran por colgarte de los huevos en una encina manchega mientras la novia hace fotos. Porque, y ésa es otra, sin fotos no hay aventura que valga. Uno hace eso para contárselo a los amigos y para poner cara de aventurero intrépido mientras les pasa el vídeo y les pone unas cervezas, sintiéndose Indiana Jones.
En otro tiempo había hombres y mujeres que se preparaban a conciencia, años y años, antes de enfrentarse a la aventura con la que soñaban. Viajeros que durante toda una vida estudiaban, investigaban, se aprendían de memoria los mapas del desafío en el que alguna vez se adentrarían. Gente silenciosa que pasaba meses observando la cara norte del pico donde tal vez iba a perder la vida. En todo ese periodo de estudio, de reflexión, de preparación intensa, esa gente tenía tiempo de calcular y asumir los azares y los riesgos, el dolor y la muerte. Eso formaba parte de un todo armónico, valiente, razonable, que iba en el mismo paquete. De algo consustancial al ser humano, que desde que existe memoria ha estado yéndose a la caza de la ballena, como en el primer capítulo de Moby Dick, cuando no tiene dinero en el bolsillo o cuando su corazón es un húmedo y goteante noviembre.
Pero eso era antes. Ahora, cualquier retrasado mental está viendo Expediente X y decide que él también quiere emociones fuertes y adrenalina, y coge un folleto publicitario, y al día siguiente, previo pago de su importe, se encuentra con un arnés oscilando a cinco mil metros de altura, o nadando entre pirañas con una cocacola fría en la mano, sin tener ni remota idea de lo que está haciendo allí. A veces hasta ignora geográficamente en dónde está. Y lo que es peor, sin asumir ni por el forro su propia responsabilidad. Exigiendo por contrato que no le pase nada. Que lo metan y lo saquen intacto de las cataratas del Niágara. Y luego, cuando se rompe la crisma, porque en esos sitios lo normal es romperse la crisma, monta un cirio, o lo montan sus familiares enlutados, argumentando que a él le habían garantizado que hacer tiburoning en los cayos de Florida con un calamar en el culo era como una película de Walt Disney.
Así que por mí, como si se despeñan todos. Prefiero reservar mis lágrimas para otras cosas que merezcan la pena. No para quienes convierten el riesgo en un espectáculo estúpido e irresponsable, olvidando que la vida real no es como las películas de la tele. La vida real es muy perra y mata de verdad; y cuando uno está muerto o tiene la columna vertebral hecha un sonajero, cling, cling, ya no hay modo de darle al mando a distancia y ver qué ponen en otra cadena. Y además, el mundo está lleno de gente que palma cada día en aventuras obligatorias que maldita la gana tienen de protagonizar. Profesionales del riesgo voluntarios o forzosos. Gente que muere entre enfermedades, guerras y barbarie. Mujeres violadas y hombres macheteados como filetes, que con mucho gusto cederían su puesto en el espectáculo a toda esa panda de gilipollas que buscan adrenalina, arriesgando estúpidamente una vida preciosa cuyo manual de uso ignoran.
22 de agosto de 1999
6 comentarios:
No olvidaré jamás la lectura de este artículo en voz alta en la clase de Lengua Castellana de COU. Y la carcajada que profirié en la parte del tiburoning, donde ni tan siquiera el profesor pudo contenerse ante tanto sarcasmo y mordacidad socarrona. Bravo.
Preclaro artículo, siempre vigente, y que he recordado a ton de los inconscientes q han palmao en el marruecos profundo haciendo espelología y el gilipollas también.Ya lo siento. Grande Pérez-Reverte!
Anonimo, no eres mas tonto porque no entrenas. Que pena que haya gente como tu.
Toma lo que ta dicho
Cuidado que hace tiempo que leí este artículo y todavía me sigo partiendo de risa y cabreándome algo también, la verdad, cuando lo leo. ¡Qué bueno es! ¡Qué grande el señor Perez Reverte!
Hoy me he acordado de él al preparar una lectura de un libro de texto en inglés para una clase: "I'm John, I'm a Speedaholic" Un artículo que forma parte de una lección sobre "risk takers". Como es un libro británico a estos individuos - por lo general hombres (nosotras, bien por educación o por sabiduría ancestral, somos más sensatas en general) - se les tiende a considerar más como enfermos que como imbéciles integrales.
Durante mi infancia y parte de mi adolescencia pasaba mis veranos en el campo. Recuerdo que a los críos nos encantaba hacer el burro: nadar en un río contracorriente, subirnos a un silo y hacer carreras lo más cerca posible del borde, trepar árboles difíciles (sobre todo a la hora de bajar)... pero, efectivamente, no hacíamos vídeos ni selfies de nuestras hazañas. Simplemente disfrutábamos como enanos.
Ahora cualquier crío que va en bici entre el casco, las coderas y las rodilleras parece un visitante del espacio exterior. Los tienen entre algodones, y claro, como no "adrenalizan" cuando lo tienen que hacer algunos acaban apuntándose al tiburoning en Cayo Coco de mayores... Y no sé quien son más imbéciles, si ellos o sus padres.
En fin...me hago vieja.
Musho gilipollash temerario. El otro día fui con mi hija menor por un sendero calificado como de dificultad media, y bien que lo era, con sus millones de piedras sueltas y peligrosas cárcavas resbaladizas, y no vi casi nadie que caminara. Todos corriendo o en bicicleta de montañas a toda leche y en tertulia. Yo le enseñaba a mi hija qué era una cárcava, un enebro, un lentisco, o cómo las abejas se iban al romero o al brezo. Mientras, los futuros descalabrados de las bicicletas pasaban zumbando y charlando a gritos.
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