Pocos podrán tachar esta página de proclive a la perífrasis, ni tampoco a la ambigüedad. Sin embargo, siempre llega la carta de quien lee las cosas a su manera. Frecuentes son las de tipo gremial, que confunden la parte con el todo; o las carentes de sentido del humor, que acusan de decir lo contrario de lo que has dicho. O las que Iberia encarga a sus 150 espontáneos —no me tiren de la lengua— cuando los responsables no se atreven a dar la cara. Otras son más serias; y en ese sentido, en cuanto tocas nacionalismos o agua bendita, la jiñaste, Burlancaster. Cosa, por demás, muy esclarecedora sobre los graves asuntos que preocupan a la gente. Por lo general uno va y pasa de esas cartas, después de haberlas leído con atención. Pero resulta que a veces vienen escritas por lectores inteligentes, respetuosos y doloridos. Y si gente de bien discrepa, o no entiende, cabe la posibilidad de que uno mismo esté equivocado o se haya explicado mal. En cualquier caso, merecen una respuesta.
Es el caso de don Gonzalo, mi amigo de La Coruña, y de Doloritas, la amable pensionista de Valencia, entre otros. El primero me tira de las orejas con cristiana y amable generosidad; y la segunda, que me escribe hace años pese a que no contesto casi nunca, me pregunta —es como una de mis viejas tías— por qué soy tan gamberro, y un día hablo bien del cura de mi pueblo y de los misioneros, y otro me meto con el papa de Roma, con lo bueno y viejecito que es. Así que a ellos me gustaría decirles que una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Que a mí, de la iglesia católica y del resto de iglesias me interesan dos aspectos concretos: la lucha del humilde, la del peón que libra su batalla con dignidad y con vergüenza torera, y también mi propia pertenencia a un hecho histórico llamado civilización occidental, donde la Biblia, el cristianismo y la iglesia católica tuvieron papel decisivo. Pero el reconocimiento de esa realidad, de esa memoria incuestionable, no implica la aprobación de cómo ésta se ha desarrollado, o estancado, a lo largo de los siglos. Tampoco supone aprobación el que yo sostenga la necesidad de estudiar Religión en el cole y conocer todo eso a fondo. Dicho en corto: el arriba firmante defiende una iglesia gótica o una Purísima de Murillo no por su carácter sagrado, que me importa un carajo, sino por su carácter histórico y porque son parte de mi patrimonio cultural. En cuanto al cura de mi pueblo y los misioneros y demás elementos de infantería —permítanme recordar que escribí una novela bien gorda sobre eso—, los respeto sinceramente porque, entre otras cosas, la vieja y sufrida piel del tambor sobre la que redobla la gloria de otros, siempre gozó de las simpatías de alguien que, como el arriba firmante, detesta a los generales sin excepción, lleven estrellas, sable, escaño parlamentario, sotana filetata, anillo piscatorio o lo que sea. Tal vez porque pasé toda mi juventud viviendo las consecuencias de lo que hicieron papas, obispos, políticos y generales cuyos polvos todavía hoy traen ensangrentados Iodos. Así que por lo que a mí respecta pueden irse todos a tomar por saco.
De cualquier modo, espero que esta puntualización le sirva también a mi viejo amigo Octavio Pernas Sueiras, o al mallorquín Albert, o a los otros que me honran con su correspondencia a veces sorprendida y nunca correspondida. Cómo es compatible, me pregunta Albert, atacar los nacionalismos y los militarismos, y al mismo tiempo escribir novelas sobre los tercios o defender un museo naval, o hablar del cabo Vladimiro o bromear matando ingleses. Y la respuesta sigue siendo igual de simple: la Historia es el más precioso patrimonio, porque está construida con nuestro pasado y con la sangre de nuestros abuelos; y nos hizo como somos, independientemente de que esa memoria sea hermosa o sea terrible. Pero una cosa es conocer y conservar la memoria para comprender nuestro presente, y otra cosa es manipularla para ganar votos, hacer con ella banderas anacrónicas sin sentido, o cruzar esa línea sutil que en demasiados imbéciles separa la memoria legítima de la estupidez y el fanatismo. Y en cuanto a las contradicciones, por supuesto que las hay. Un vuelo agradable en lberia, por ejemplo, es compatible con otros vuelos infames, y viceversa. También existen otras contradicciones internas mucho más complejas. Odi et amo. A ver quién medianamente lúcido no las tiene. En cuanto a eso, lo que nos salva es el humor —aunque sea negro—, como bien sabe mi vecino Marías. Ese maldito perro inglés.
9 de enero de 2000
Es el caso de don Gonzalo, mi amigo de La Coruña, y de Doloritas, la amable pensionista de Valencia, entre otros. El primero me tira de las orejas con cristiana y amable generosidad; y la segunda, que me escribe hace años pese a que no contesto casi nunca, me pregunta —es como una de mis viejas tías— por qué soy tan gamberro, y un día hablo bien del cura de mi pueblo y de los misioneros, y otro me meto con el papa de Roma, con lo bueno y viejecito que es. Así que a ellos me gustaría decirles que una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Que a mí, de la iglesia católica y del resto de iglesias me interesan dos aspectos concretos: la lucha del humilde, la del peón que libra su batalla con dignidad y con vergüenza torera, y también mi propia pertenencia a un hecho histórico llamado civilización occidental, donde la Biblia, el cristianismo y la iglesia católica tuvieron papel decisivo. Pero el reconocimiento de esa realidad, de esa memoria incuestionable, no implica la aprobación de cómo ésta se ha desarrollado, o estancado, a lo largo de los siglos. Tampoco supone aprobación el que yo sostenga la necesidad de estudiar Religión en el cole y conocer todo eso a fondo. Dicho en corto: el arriba firmante defiende una iglesia gótica o una Purísima de Murillo no por su carácter sagrado, que me importa un carajo, sino por su carácter histórico y porque son parte de mi patrimonio cultural. En cuanto al cura de mi pueblo y los misioneros y demás elementos de infantería —permítanme recordar que escribí una novela bien gorda sobre eso—, los respeto sinceramente porque, entre otras cosas, la vieja y sufrida piel del tambor sobre la que redobla la gloria de otros, siempre gozó de las simpatías de alguien que, como el arriba firmante, detesta a los generales sin excepción, lleven estrellas, sable, escaño parlamentario, sotana filetata, anillo piscatorio o lo que sea. Tal vez porque pasé toda mi juventud viviendo las consecuencias de lo que hicieron papas, obispos, políticos y generales cuyos polvos todavía hoy traen ensangrentados Iodos. Así que por lo que a mí respecta pueden irse todos a tomar por saco.
De cualquier modo, espero que esta puntualización le sirva también a mi viejo amigo Octavio Pernas Sueiras, o al mallorquín Albert, o a los otros que me honran con su correspondencia a veces sorprendida y nunca correspondida. Cómo es compatible, me pregunta Albert, atacar los nacionalismos y los militarismos, y al mismo tiempo escribir novelas sobre los tercios o defender un museo naval, o hablar del cabo Vladimiro o bromear matando ingleses. Y la respuesta sigue siendo igual de simple: la Historia es el más precioso patrimonio, porque está construida con nuestro pasado y con la sangre de nuestros abuelos; y nos hizo como somos, independientemente de que esa memoria sea hermosa o sea terrible. Pero una cosa es conocer y conservar la memoria para comprender nuestro presente, y otra cosa es manipularla para ganar votos, hacer con ella banderas anacrónicas sin sentido, o cruzar esa línea sutil que en demasiados imbéciles separa la memoria legítima de la estupidez y el fanatismo. Y en cuanto a las contradicciones, por supuesto que las hay. Un vuelo agradable en lberia, por ejemplo, es compatible con otros vuelos infames, y viceversa. También existen otras contradicciones internas mucho más complejas. Odi et amo. A ver quién medianamente lúcido no las tiene. En cuanto a eso, lo que nos salva es el humor —aunque sea negro—, como bien sabe mi vecino Marías. Ese maldito perro inglés.
9 de enero de 2000
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