Conozco a una niña, pequeña y despiadada guerrera del arco iris, que, viendo en la tele una película donde un francotirador apuntaba a un pastor que caminaba con una cabra, preguntó alarmada “¿No irán a matar a la cabra?". Y debo confesar que comprendo perfectamente a la niña. A mí me pasa lo mismo, aunque me gusten las corridas de toros, el chuletón de ternera y el mero a la plancha. Pese a lo cual, si hace falta, puedo pasarme sin corridas, sin chuletón y sin mero. Y en cuanto al francotirador, si no es posible volarle los huevos a él antes de que apriete el gatillo, puesto a elegir —y me incluyo en el sitio del pastor—, la mayor parte de las veces prefiero que viva la cabra. Una vez dije en esta misma página que la humanidad entera podría desaparecer y no tendría más que lo que merece, pero a cambio el planeta ganaría en tranquilidad y en futuro. Sin embargo, cada vez que muere un bosque o un mar, cada vez que desaparece un animal o se extingue una especie amenazada, el mundo se hace más sombrío y más siniestro. A fin de cuentas al animal nadie le pregunta su opinión. No vota ni dispara en la nuca. Nosotros, en cambio, tenemos el mundo de mierda que nos ganamos a pulso.
Todo este prólogo algo melodramático viene a cuento porque acabo de enterarme de que un grupo de gente joven acaba de crear una cosa que se llama SEC, o sea, Sociedad Española de Cetáceos. Que, como su propio nombre indica, pretende coordinar los esfuerzos para el estudio y la protección de ballenas, delfines y otras especies marinas de nuestras aguas. Tienen su página web en Internet, y por sus futuras obras los conoceremos. De momento ahí están; y es bueno que estén, porque hacen falta moscas cojoneras que libren desde el lado no gubernamental la batalla que la Administración, lenta, insensible y viciada —líbreme Dios de decir también a veces sobornada—, no quiere encarar.
Les juro a ustedes que hay pocos espectáculos tan hermosos como un rorcual de veinte metros que nada majestuoso junto a su cría; o una manada de delfines en la noche del mar de Alborán, cientos de ejemplares cazando a la luz de la luna, o nadando de día bajo una proa en las aguas limpias de Baleares mientras se vuelven boca arriba para mirarte. Deseo de todo corazón que sigan existiendo esos bichos inteligentes de enigmática sonrisa; tan inteligentes que se trata de los únicos mamíferos, aparte del ser humano, que mantienen jugueteos y relaciones sexuales sólo por pasárselo bien, sin tener siempre la piadosa intención de procrear. De momento, la SEC que acaba de advertir que de las veintisiete especies de cetáceos que todavía nadan en aguas españolas, dos de ellas, los delfines común y mular, corren gravísimo peligro de extinción, igual que las ballenas rorcuales y las marsopas; que la contaminación incontrolada los está liquidando, y que flotas piratas de pesqueros con palangres y redes ilegales van y vienen fuera de las doce millas como Pedro por su casa o, si lo prefieren, como ruso por Chechenia. Por eso, la SEC propone la creación de cinco enclaves marítimos protegidos que los preserven, y pide colaboración para una red de control y vigilancia. Yo añadiría a la propuesta una flotilla de lanchas torpederas para hundir a tanto cabrón impune que va por ahí llevándose hasta las lapas de las piedras, incluso convirtiendo delfines en harina para perros. Pero algo es algo.
No es una mala guerra, ésa. Quizá es una de las pocas que de verdad merecen la pena, a librar contra unos despachos y una burocracia pasiva —a veces muy sospechosamente pasiva— frente a los desmanes de los canallas que devastan los mares. Y no se trata sólo de cetáceos. Si yo les contara lo que están haciendo con el atún rojo en aguas españolas, donde empresas supuestamente ejemplares y aplaudidas por la Administración, con el concurso de pesqueros franceses, exterminan sin escrúpulos esa especie para que los japoneses coman sushi fresco en Osaka, y encima sin que los pescadores españoles vean un cochino duro, se les abrirían las carnes. Es más: igual un día me levanto con ganas de pajarraca y voy y les aclaro a ustedes el misterio de cómo un atleta de aguas libres como el atún rojo, ale hop, resulta que ahora se cría supuestamente, dicen, en supuestos viveros; y de paso les explico la diferencia entre un vivero y un campo de concentración a modo de despensa fresca. Algo que sabe cualquier marino o pescador, pese a lo cual las autoridades marítimas y pesqueras —que se lo cuente a su tía— dicen estar en la inopia. Venga ya, señor ministro. No me joda Su Excelencia.
16 de enero de 2000
Todo este prólogo algo melodramático viene a cuento porque acabo de enterarme de que un grupo de gente joven acaba de crear una cosa que se llama SEC, o sea, Sociedad Española de Cetáceos. Que, como su propio nombre indica, pretende coordinar los esfuerzos para el estudio y la protección de ballenas, delfines y otras especies marinas de nuestras aguas. Tienen su página web en Internet, y por sus futuras obras los conoceremos. De momento ahí están; y es bueno que estén, porque hacen falta moscas cojoneras que libren desde el lado no gubernamental la batalla que la Administración, lenta, insensible y viciada —líbreme Dios de decir también a veces sobornada—, no quiere encarar.
Les juro a ustedes que hay pocos espectáculos tan hermosos como un rorcual de veinte metros que nada majestuoso junto a su cría; o una manada de delfines en la noche del mar de Alborán, cientos de ejemplares cazando a la luz de la luna, o nadando de día bajo una proa en las aguas limpias de Baleares mientras se vuelven boca arriba para mirarte. Deseo de todo corazón que sigan existiendo esos bichos inteligentes de enigmática sonrisa; tan inteligentes que se trata de los únicos mamíferos, aparte del ser humano, que mantienen jugueteos y relaciones sexuales sólo por pasárselo bien, sin tener siempre la piadosa intención de procrear. De momento, la SEC que acaba de advertir que de las veintisiete especies de cetáceos que todavía nadan en aguas españolas, dos de ellas, los delfines común y mular, corren gravísimo peligro de extinción, igual que las ballenas rorcuales y las marsopas; que la contaminación incontrolada los está liquidando, y que flotas piratas de pesqueros con palangres y redes ilegales van y vienen fuera de las doce millas como Pedro por su casa o, si lo prefieren, como ruso por Chechenia. Por eso, la SEC propone la creación de cinco enclaves marítimos protegidos que los preserven, y pide colaboración para una red de control y vigilancia. Yo añadiría a la propuesta una flotilla de lanchas torpederas para hundir a tanto cabrón impune que va por ahí llevándose hasta las lapas de las piedras, incluso convirtiendo delfines en harina para perros. Pero algo es algo.
No es una mala guerra, ésa. Quizá es una de las pocas que de verdad merecen la pena, a librar contra unos despachos y una burocracia pasiva —a veces muy sospechosamente pasiva— frente a los desmanes de los canallas que devastan los mares. Y no se trata sólo de cetáceos. Si yo les contara lo que están haciendo con el atún rojo en aguas españolas, donde empresas supuestamente ejemplares y aplaudidas por la Administración, con el concurso de pesqueros franceses, exterminan sin escrúpulos esa especie para que los japoneses coman sushi fresco en Osaka, y encima sin que los pescadores españoles vean un cochino duro, se les abrirían las carnes. Es más: igual un día me levanto con ganas de pajarraca y voy y les aclaro a ustedes el misterio de cómo un atleta de aguas libres como el atún rojo, ale hop, resulta que ahora se cría supuestamente, dicen, en supuestos viveros; y de paso les explico la diferencia entre un vivero y un campo de concentración a modo de despensa fresca. Algo que sabe cualquier marino o pescador, pese a lo cual las autoridades marítimas y pesqueras —que se lo cuente a su tía— dicen estar en la inopia. Venga ya, señor ministro. No me joda Su Excelencia.
16 de enero de 2000
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