lunes, 9 de octubre de 2000

El expreso de Milán


Hay una película de Joseph von Sternberg, protagonizada por Marlene Dietrich, que siempre me sedujo de modo extraordinario. Se llama El expreso de Shanghai, y con algunas novelas de Agatha Christie, Graham Greene, el poema de Campoamor —Habiéndome robado el albedrío / un amor tan infausto como mío— y cosas de Paul Morand o Valery Larbaud, contribuyó desde niño a alimentar en mi imaginación un mito fascinante: el de la dama misteriosa a bordo de un tren. La belleza enigmática, viajera con origen y destino desconocidos, que mi abuelo, viejo caballero hábil en el eufemismo y sus matices, definía como una mujer con un pasado. Supongo que antes ocurría también a bordo de los barcos, con extrañas pasajeras que miraban el mar; y en las diligencias, como Amparo Rivelles en El clavo, esa magnífica película de Rafael Gil basada en el relato de Pedro Antonio de Alarcón. Los viajes eran más largos y daban de sí: uno veía a la dama y se disponía a vivir con la imaginación El tren expreso. Ahora todo queda resuelto en unas prosaicas horas, y con los aviones ya ni eso. El caso, les decía, es que cada vez que me crucé a bordo de un tren con una mujer hermosa y elegante que viajaba sola, no pude evitar encajarla en esos esquemas literarios, cinematográficos y casi sentimentales. Confieso que las más seductoras me parecieron las que leían, porque podía observarlas sin el molesto tropiezo accidental con sus ojos —siempre me aterrorizó que me confundieran con un imbécil de los que se creen a punto de ponerle el hierro a una yegua—, y porque además añadían al misterio personal el del libro que estaban leyendo. Tampoco eran desdeñables las que miraban todo el rato por la ventanilla, con su reflejo en el cristal y la mirada ausente en vaya usted a saber qué. Tal vez porque ni les gustaba el lugar de donde venían, ni les interesaba el lugar a donde iban. Recuerdo a esas mujeres inolvidables, con ninguna de las cuales cambié nunca una palabra: la del expreso de Lisboa que se parecía a Silvana Mangano, la que bebía coñac una noche en la estación de Burdeos cuando yo tenía dieciséis años, el pelo largo y una mochila al hombro, o la elegante sudanesa acompañada por una sirvienta que me ofreció un insólito cigarrillo en el tren desvencijado que nos llevaba de Jartum a Kassala, y que ni siquiera respondió a mi "thank you”. Durante toda mi vida las coleccioné una por una como un álbum de fotos bello y enigmático. Y el otro día, en un vagón del tren rápido Roma-Milan, me creí a punto de añadir una imagen a todas las otras.

Subió en Florencia. Treinta años largos, calculé a ojo mientras la veía sentarse. Italiana en el espléndido sentido de la palabra: morena, ojos grandes, ropa sofisticada, zapatos de calidad. Pequeñas estridencias de moda, pero dentro de lo que puede tolerársele a una mujer hermosa que sabe llevar con el mismo gusto la ropa y los excesos. Había, observé, unos leves cercos oscuros bajo sus ojos, de insomnio o de pesar, o tal vez de simple fatiga; y eso bastaba para dar calidez y densidad al conjunto. Con diez años menos no habría sido tan atractiva. Es la vida lo que le da encanto, me dije. Lo que ella sabe de sí misma y de los demás, y lo que tú ignoras.

Entonces abrió el bolso y extrajo de él un teléfono móvil. "Pronto”, dijo en italiano. Hola. Estaré ahí dentro de un par de horas. Y a continuación, durante casi todo ese tiempo, estuvo hablando con media Italia pese a que la voz de la azafata recordaba por megafonía que los teléfonos sólo debían usarse en las plataformas de los vagones. Pero lo cierto es que a mí me daba igual. Asistía, fascinado, a la demolición ante mis ojos de todo un mito. La dama misteriosa, bella y elegante, la belle dame sans merci, la mujer que durante cuarenta años de mi vida lectora, espectadora e imaginativa, había poblado sueños viajeros, trenes y barcos que pasaban en la noche, tenía una charla ordinaria y frívola a más no poder. Aquella en concreto era, para que me entiendan, absolutamente tonta del culo; y el misterio más apasionante que pude desvelarle fue que Grazia —que debía de ser otra importante gilipollas— estaba harta de un tal Marco, y que ella —mi ex dama misteriosa— dudaba entre comprar un Fiat diesel o uno de gasolina. Estuve un rato mirando el vacío, me temo que con un apunte de sonrisa tonta en la boca. Y luego abrí el libro que tenía sobre las rodillas. Por fin averigüé, pensaba al pasar las páginas, lo que, en el mejor de los casos, la seductora dama del expreso de Shanghai tenía en la cabeza cuando entornaba los ojos lánguidos entre el humo de su cigarrillo egipcio: la hora del colegio de sus hijos y una cita con la esteticista para depilarse las piernas. Y me sentí extrañamente ligero, como quien se divorcia después de cuarenta años de matrimonio con un fantasma.

8 de octubre de 2000

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Le agradezco mucho la publicación de mis artículos y el afecto que demuestra, pero en su transcripción del texto se le ha colado una errata laísta que no figura en el original. En vez de "puede tolerársela a una mujer hermosa" estaba escrito "puede tolerársele a una mujer hermosa". Muchas gracias y un abrazo.
Arturo Pérez-Reverte

Migmun dijo...

Muchísimas gracias por la corrección. Un abrazo.
Miguel Muñoz.