domingo, 14 de enero de 2001

El bar de Lola


Hoy van a permitir ustedes que vuelva a tomar unas cervezas con un amigo, esta vez en el bar de Lola. Ese bar es imaginario sólo hasta cierto punto. Tiene antiguos azulejos en las paredes, un par de barricas de roble que huelen a vino añejo, y dos viejos carteles: anís del Mono y Fundador. Hay otro anuncio en la fachada, también de azulejos, que dice: Nitrato de Chile. En cuanto a Lola, es una belleza morena, cuarentona, ajada pero reteniendo mucho poderío, con esa callada lucidez que dan la vida y los años en la barra de un bar. La clientela es fundamental: borrachines que desayunan vasos de vino o carajillos de Magno a las nueve de la mañana, alcohólicos anónimos sin complejos, trabajadores del puerto, albañiles y fontaneros con bocatas y botellines, y tipos así. Hasta el Piloto asoma de vez en cuando, enciende un pitillo y se toma su caña, silencioso, en un rincón. Por las noches, los fines de semana, el sitio se anima con jóvenes que van de vinos y coexisten pacíficamente con la parroquia de diario. Ese es el bar de Lola.

La cerveza de hoy la paga Antonio, Toni para los amigos. Y yo soy su amigo. Antonio tiene veintisiete tacos, y es un pegahierros, o sea, un soldador sin más estudios que los justos, con todas las pasiones oportunas, y todavía capaz de soltar la lágrima, cuatro copas por encima de la línea de flotación, con el Canto a la libertad de su paisano Labordeta. Aunque conviene precisar que, por lo general, las lágrimas de Antonio son lágrimas de rabia. Porque hay lloros y lloros, y cada cual llora según como es y se siente. Antonio es y se siente lancero del cuadro de Velázquez, pero de los del fondo. De los que sólo se ve la lanza. Antonio le mira las tetas a Lola entre tiento y tiento a las cañas.

Las tetas de Lola, dicho sea de paso, son espléndidas, y según los escotes de sus blusas, morenas y sabias. Todos se las miramos ya ella no le importa porque lo hacemos con respeto, de forma objetiva, igual que contemplas una hermosa puesta de solo a un crío jugando en un parque. El caso es que Antonio mira lo que mira, pide otras dos cañas, y me dice: fíjate, colega, el problema es que ni yo ni mis alrededores existimos en este puto país. Llevo currando desde los dieciséis como un cabrón. He leído encuestas, estudios demográficos y otras murgas, y la verdad es que no sé de qué país de Walt Disney hablan cuando nos hablan. Cada vez que llego a casa reventado y pongo la tele, me salen niñatos guapos, listos, con buen rollito, o sea, unos pijos de diseño que te cagas. Y al loro cantimploro, tío, nunca se les ve trabajar –mucho menos como yo, con mono-, porque eso sí, estudian siempre aunque tengan treinta tacos, y con unos problemas trascendentales que te descojonas de risa. Y la gente va y se lo cree y encima termina pareciéndose a ellos, fíjate. Se lo tragan todo con patatas y España va bien, y somos europeos y la pera limonera, porque luego te encuentras a sus clones como ovejas Dolly, guapitos de cara que salen en las encuestas y en los telediarios, todos super-realizados, con curros súper-súper, que resulta que ahora todos los que veo en el metro a las siete de la mañana con cara de zombis, camino del andamio o del taller, son alucinaciones mías. Así que cuéntame qué coño pasa, tú que tienes estudios.

Porque o la gente no es gente y son marcianos, o yo soy gilipollas, o el marciano y gilipollas soy yo, y lo que veo todos los días es mentira. Lola nos ha puesto otras dos cervezas, y por un momento he pensado en pedirle que ponga también algo de lñaki Askunze, que me gusta tenerlo de fondo cuando me las tomo con los amigos; pero al fin medito y decido que Antonio no está para músicas. Así que me calzo media caña, asintiendo de vez en cuando porque comprendo que mi amigo no busca respuestas sino desahogo. Y así lo sigo oyendo decir, colega, que en este país tan europeo y que va tan de puta madre, hasta los principitos y las principitas tienen dieciséis carreras y la del galgo, y les gusta esquiar y montar a caballo e ir en yate de lujo, no te jode, y a mi mujer y a mí también -Antonio está casado con una morenita de pelo que le quita el sentido-; pero ella y yo tenemos la mala costumbre de comer todos los días y pagar el piso. Ya ves. De manera que, bueno, quizás lo mejor es manifestarse pacíficamente cuando hay ocasión, reclamar por los cauces legales y demás, ya sabes. Pero siempre te pegas con el muro de los golfos y los aprovechados y los mangantes, y lloras de rabia y de impotencia ante las perrerías que te hacen, y encima acojonado por si te echan del curro y te quedas mojama, mirándote la parienta. ¿Cómo lo ves?... Y yo, en lugar de decirle cómo lo veo, que maldito lo que necesita que lo diga, le pido a Lola otras dos cañas. Y Antonio termina así: «Hay días en que oyes eso de que España va bien, y te dan ganas de hacerte maquis, echarte al monte, y el que más chifle, capador». Eso es lo que me dice Antonio mientras tomamos cañas en el bar de Lola.

14 de enero de 2001

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo del cartel de Nitrato de Chile me trae viejos recuerdos. Tienes apenas unos años más que yo pero quizá estemos equiparados en una cierta misantropía sobre el imbécil que es puré humano.
Lo del cartel en mi caso fue una intentona de dar el cambiazo a un señor de Villarcayo, en las Merindades de Burgos, de dicho cartel (yo lo desmontaba) por dinero u otro trueque.
El cartel sigue en la fachada de la casa y reclama mi mirada triste por saberlo de otro...