No hablo de pateras e inmigrantes, aunque algo tengan que ver. Hoy me van a permitir que, por la cara, les hable de un libro. En realidad son dos, porque consta de dos volúmenes, y aunque tiene que ver mucho con la Historia, es también un libro de viajes y una guía turística. Se llama La ruta de los corsarios, y algunos convendrán conmigo en que sólo por el título ya merece la pena. Vaya por delante que no conozco al autor -Ramiro Feijoo- ni a los editores; aunque mientras tecleo acabo de comprobar que una de mis posesiones favoritas, la edición de 1977 de La Línea de sombra de Joseph Conrad, es del mismo sello editorial -Laertes-. Eso le da solera al asunto. El caso es que La ruta de los corsarios me sedujo por su título cuando lo vi en el catálogo de mi amigo Matías, el dueño de la librería náutica Cal Matías de Tarragona. Se lo pedí por teléfono, cuando llegó lo puse en la camareta del velero, y me calcé una tras otra sus casi seiscientas páginas durante un viaje tranquilo en el que el Mediterráneo -que, pese a lo que cuentan las agencias turísticas, es un hijo de la gran puta-, me dejó sentarme a leer sin agobios. Lo bueno fue que tuve la suerte de hacerlo navegando frente a las costas que el libro describe. Y disfruté como un cochino en un maizal. Les cuento. La idea de los dos volúmenes Cataluña y Valencia el primero, Murcia y Andalucía el segundo- es proporcionar al lector un recorrido detallado con mapas, fotografías e información sobre hoteles, restaurantes, posibles excursiones y curiosidades locales, por las costas españolas que en los siglos XVI y XVII, cuando las repúblicas corsarias de Argel y Túnez eran la pesadilla del Mediterráneo, fueron escenario de episodios trágicos y apasionantes, lances bárbaros, rasgos heroicos, desembarcos, rapiñas, combates y aventuras. Y paralela a esa descripción de nuestra costa y su relación con el pasado, el libro incluye unos magníficos textos sobre los episodios históricos del corso berberisco que se registraron en cada lugar, además del censo riguroso de los vestigios que se conservan, y que pueden ser visitados, e imaginados.
Y es que, por ejemplo, los veraneantes que ahora toman el sol junto a antiguas atalayas costeras que todavía se tienen en pie, suelen ignorar que esas torres formaban parte de un extenso sistema de vigilancia para prevenir incursiones piratas, motivo por el que también la mayor parte de las antiguas poblaciones del litoral están construidas en alto y apartadas del mar. Son muy escasos los municipios que han sabido sacar partido a tan interesante herencia, creando pequeños museos explicativos, restaurando las antiguas torres para abrirlas a la curiosidad pública con alguna clase de explicación histórica complementaria, y aprovechando ese modesto patrimonio para que sus playas ofrezcan también un trocito de memoria y de cultura, y no sólo tiendas, restaurantes con sangría y discotecas de chundachunda. Y precisamente esa ausencia de información -a menudo paralela a la imbecilidad de autoridades municipales ricas en ingresos turísticos y escasas en cultura y en vergüenza- es la que el lector curioso puede compensar con el libro que comento: pueblos que sufrieron las incursiones de las fustas y galeotas moras, playas donde se libraron escaramuzas o auténticas batallas, ajustes de cuentas de los moriscos expulsados, calas ocultas donde los corsarios acechaban el paso de sus presas. De Cadaqués a Cádiz -el lector, enganchado sin remedio, echa en falta un tercer volumen sobre el litoral balear-, uno asiste, mientras pasa páginas, a un espectáculo histórico apasionante, que si en vez de ocurrir aquí hubiese ocurrido en tierras gringas, habría saturado las pantallas del mundo con películas y teleseries, con saqueos, renegados, mujeres cautivas, audacias, rescates, héroes, villanos, muertes y venganzas.
Así que ustedes mismos. Porque tomar el sol en la playa, cenar una paella, darse un garbeo en patín acuático, está muy bien. Pero si a eso añadimos saber que en esa misma playa desembarcaron Morato Arráez o Barbarroja, que gracias a esa torre en ruinas se salvaron de la esclavitud las mujeres y los niños del pueblo cercano, que en la cala próxima hacía aguada Dragut, o que el temible Cachidiablo acechaba escondido tras aquella punta el paso de incautas embarcaciones costeras, ese lugar se volverá, de pronto, más intenso, y más fascinante, y más hermoso. Y todos seremos un poco menos estúpidos y un poco más lúcidos; y más conscientes de que, para bien y para mal, somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Así que si les apetece algo más que embadurnarse de bronceador y estar a remojo, y quieren sentir un escalofrío cada vez que vean una vela blanca acercarse a la costa, hojeen La ruta de los corsarios y entérense lo que hace unos cuantos siglos valía un peine. Cuando te echabas una siesta en la playa y te despertabas en Argel.
22 de julio de 2001
Y es que, por ejemplo, los veraneantes que ahora toman el sol junto a antiguas atalayas costeras que todavía se tienen en pie, suelen ignorar que esas torres formaban parte de un extenso sistema de vigilancia para prevenir incursiones piratas, motivo por el que también la mayor parte de las antiguas poblaciones del litoral están construidas en alto y apartadas del mar. Son muy escasos los municipios que han sabido sacar partido a tan interesante herencia, creando pequeños museos explicativos, restaurando las antiguas torres para abrirlas a la curiosidad pública con alguna clase de explicación histórica complementaria, y aprovechando ese modesto patrimonio para que sus playas ofrezcan también un trocito de memoria y de cultura, y no sólo tiendas, restaurantes con sangría y discotecas de chundachunda. Y precisamente esa ausencia de información -a menudo paralela a la imbecilidad de autoridades municipales ricas en ingresos turísticos y escasas en cultura y en vergüenza- es la que el lector curioso puede compensar con el libro que comento: pueblos que sufrieron las incursiones de las fustas y galeotas moras, playas donde se libraron escaramuzas o auténticas batallas, ajustes de cuentas de los moriscos expulsados, calas ocultas donde los corsarios acechaban el paso de sus presas. De Cadaqués a Cádiz -el lector, enganchado sin remedio, echa en falta un tercer volumen sobre el litoral balear-, uno asiste, mientras pasa páginas, a un espectáculo histórico apasionante, que si en vez de ocurrir aquí hubiese ocurrido en tierras gringas, habría saturado las pantallas del mundo con películas y teleseries, con saqueos, renegados, mujeres cautivas, audacias, rescates, héroes, villanos, muertes y venganzas.
Así que ustedes mismos. Porque tomar el sol en la playa, cenar una paella, darse un garbeo en patín acuático, está muy bien. Pero si a eso añadimos saber que en esa misma playa desembarcaron Morato Arráez o Barbarroja, que gracias a esa torre en ruinas se salvaron de la esclavitud las mujeres y los niños del pueblo cercano, que en la cala próxima hacía aguada Dragut, o que el temible Cachidiablo acechaba escondido tras aquella punta el paso de incautas embarcaciones costeras, ese lugar se volverá, de pronto, más intenso, y más fascinante, y más hermoso. Y todos seremos un poco menos estúpidos y un poco más lúcidos; y más conscientes de que, para bien y para mal, somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Así que si les apetece algo más que embadurnarse de bronceador y estar a remojo, y quieren sentir un escalofrío cada vez que vean una vela blanca acercarse a la costa, hojeen La ruta de los corsarios y entérense lo que hace unos cuantos siglos valía un peine. Cuando te echabas una siesta en la playa y te despertabas en Argel.
22 de julio de 2001
1 comentario:
Me recuerda a la emoción con que mire el mar desde los Caños de la Meca despues de leer sobre la batalla de trafalgar, imaginando en esa misma arena los restos del combate... O cuando paseo por Cádiz, mientras veo acercarse una flota inglesa dispuesta a saquear la ciudad, mientras milicia y habitantes se preparan para defenderla.
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