domingo, 25 de noviembre de 2001

El afgano, el ránger y la cabra


Primeros de noviembre. Estoy tomándome una copa en el bar de un hotel de Los Ángeles, California, mientras miro alrededor y pienso: tiene huevos la guerra esta que se han montado los gringos. Porque la verdad es que uno esperaba que, después del hostiazo que encajaron el 11 de septiembre, fueran a despertarse un poco. A espabilarse lo suficiente para comprender que las cosas ya no ocurren sólo en las fronteras del imperio, que el horror ha estado ahí afuera desde hace muchísimo tiempo, que los Estados Unidos de América tuvieron parte -y no poca- de responsabilidad en la existencia de ese horror, y que ahora, con esto de la globalización y la tecnología y toda la parafernalia, a la hora de repartir leña hay de sobra para todos, con el cobrador del frac diciendo de pronto hola, buenas, gudmorning, mientras pasa de golpe la factura con los intereses. Pumba.

Pero me temo que no. Que los cinco mil palmados de las torres, y la guerra, y todo lo demás, no han servido para hacer a mis primos más solidarios con nadie ni conscientes de nada; sino que, aparte las banderas y los ramitos de flores y las velitas de homenaje al bombero -nuevo héroe americano- y recordar Pearl Harbor y fabricar papel higiénico con el careto de Bin Laden, todo sigue como estaba. Dentro, con la gente mirándose el ombligo sin el menor esfuerzo por entender ni razonar nada de lo que ha pasado. Fuera, sembrando más horror y más mierda para la siguiente cosecha, mientras emplean la tecnología más avanzada del mundo en la venganza de don Mendo. En convertir a infelices con babuchas -pero ojo: con dos cojones- en nuevas generaciones de kamikazes que, en su momento, agradecerán cumplidamente el servicio. Y, como de costumbre, que Dios bendiga a América. God bless, dicen aquí. Me parece.

Menuda guerra. Se empeñan en presentársela a sí mismos desnatada y descafeinada, como si se tratara de un ejercicio aséptico de los que no se notan, ni se mueven, ni traspasan. Una guerra políticamente correcta, en la misma línea del no fumar y del que los niños no se toquen en las guarderías por lo del acoso sexual, y de que las guerras americanas deban ser ahora limpias e higiénicas. Y para conseguirlo se difumina tanto la cosa que a todos, al final, les importa un huevo de pato. Tendrían ustedes que echar un vistazo al bar de mi hotel: hay una convención anual de jefes de policía, y en todas las mesas hay cenutrios tripones y grandes como armarios, con gorras y camisetas y brazos como jamones, y unas caras de intelectuales que te vas de vareta, cada uno con su cerveza en la mano. En la sala hay dos pantallas de televisión: una gigante, al fondo, que es la que miran todos, con la liga de béisbol; la otra, que sólo miramos el camarero, que se llama Custodio y es mejicano, y yo, tiene puesto el telediario, donde una Barbie y un fulano con peluquín, después de veinte minutos hablando del ántrax -cualquiera diría que es la peste negra, con lo a pecho que se lo toman aquí-, se aplican ahora a la difícil tarea de informar sobre una guerra que deben contar como si no lo fuera, virtual, sin muertos, sin sangre y sin nada, satisfaciendo el orgullo patrio pero sin acojonar, con la justificación detallada de cada arañazo que sufre el enemigo y cada tropezón con las piedras que da un marine. De manera que mientras la Barbie cuenta que en el eficacísimo bombardeo masivo de ayer sobre Kabul sólo resultó muerta una cabra y herido un afgano que pasaba inoportunamente por allí -lo del afgano lo dice en tono de daño colateral, como disculpándose-, el del peluquín explica que un ranger que se hizo pupa en el dedito fue evacuado sin novedad; y que, pese a lo que afirma la malvada propaganda talibana, en el leñazo que se pegó el último helicóptero no hubo víctimas norteamericanas, entre otras cosas porque las tropas norteamericanas tienen terminantemente prohibido sufrir bajas bajo ningún concepto, no sea que empiece a pronunciarse la palabra Vietnam y otra vez la jodamos. Y todo así, en ese plan de guerra sin guerra, con las televisiones mostrando cosas de lejos en verde y a un fulano con turbante que señala agujeros en el suelo -Uaja Bismillah, dice el tiñalpa, sin que lo traduzcan ni puta falta que hace, y lo mismo está contando que por las tardes le gusta ver Betty la Fea-. De manera que, como aquello ni parece guerra ni parece nada, resulta lógico que a los telediarios les importe más el ántrax, que perturba el correo e impide que llegue puntual la suscripción de la revista de la Asociación del Rifle. Y así se explica que con esa guerra aburridísima, hecha y contada cogiéndosela con papel de fumar, donde pese a las toneladas de machaca no muere ningún bueno y al parecer casi ninguno de los malos, los jefes de policía de la convención que llenan el bar del hotel prefieran mirar el béisbol. Y uno -o sea, yo- llega a la conclusión de que ni siquiera la cruel infamia del 11 de septiembre logró despertar a este país de su egoísmo, su ignorancia y su letargo. Ni con torres, ni sin torres.

25 de noviembre de 2001

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