Date prisa, Elenita -sé que él te llama Elenita-, porque mañana o pasado ya no estará ahí. Ahora lo miras y te da pena, y a veces te cabrea, o te es indiferente, o qué sé yo. Cada cual es cada cual. Hay días en los que estás harta de ese viejo coñazo que se queda dormido y ronca durante el videoclip de Madonna, o se lo hace fuera de la taza porque le tiembla el pulso, o fuma a escondidas cigarrillos que roba del paquete que tienes en un cajón de tu cuarto. A lo mejor te preguntas por qué sigue en casa y no lo han llevado a una residencia, donde los ancianitos, dicen, están estupendamente. Y la verdad es que a veces se pone pesado, o no se entera, o se le va la olla como si estuviera en otro siglo y en otro mundo. Y a ti te parece un zombi. Sí. Eso es lo que parece tu abuelo. No voy a decirte cómo sé todas esas cosas de ti, aunque a lo mejor te lo imaginas. Yo nunca me berreo, como dice mi colega Ángel Ejarque, alias -sé lo que me digo- El Potro del Mantelete, que por cierto acaba de ser abuelo por segunda vez. El caso es que lo sé; y estaba la otra noche comentándoselo en el bar de Lola a mi amigo Octavio Pernas Sueiras, el gallego irreductible, que a estas alturas -cómo pasa el tiempo- aprobó lo que le quedaba y ya es veterinario. Y Octavio apartó un momento los ojos del espléndido escote de la dueña del bar, le pegó otro viaje al gintonic de ginebra azul y me dijo pues cuéntaselo a esa hijaputa, oye. A tu manera. Y ya ves. Aquí me tienes, Elenita. Contándotelo.
Ese viejo estorbo que tienes sentado en el salón está ahí porque sobrevivió a una terrible epidemia de gripe que asoló España cuando él nacía. Creció oyendo los nombres de Joselito y de Belmonte, y lo sobrecogieron las palabras Annual y Monte Aruit. Después, con diecipocos años, formaba parte de la dotación del destructor Lepanto cuando el Gobierno de la República mandó a ese barco a combatir a las tropas rebeldes que cruzaban el Estrecho. Vivió así los bombardeos de los Junkers de la legión Cóndor, estuvo en el hundimiento del crucero Baleares, y en la sublevación de Cartagena fue de los que aquella mañana lograron incorporarse a sus buques esquivando a las patrullas sublevadas del cuartel de Artillería. Luego, con la derrota, se refugió en Túnez, donde fue internado. De allí pasó a Francia justo a tiempo para darse de boca con la Segunda Guerra Mundial, cuando miles de exiliados españoles no tenían otro camino que dejarse exterminar o pelear por su pellejo, el fue de los que pelearon. Apresado por los alemanes, enviado a un campo de exterminio en Austria, se fugó, regresó a Francia y -de perdidos al río- pudo enrolarse en el maquis. Mató alemanes y enterró a camaradas españoles muy lejos de la tierra en que habían nacido. Liberó ciudades que le eran ajenas con banderas que no eran la suya. Cruzó el Rhin bajo el fuego, y en las montañas del Tirol, en el Nido del Águila de Adolfo Hitler, se calzó una botella de vino blanco en memoria de todos los que se fueron quedando en el camino. Luego trabajó para ganarse el pan, y al cabo de veinte años de exilio regresó a España. Hubo mujeres que lo amaron, hombres que le confiaron la vida, amigos que apreciaron su amistad. Tuvo momentos de gloria y de fracaso, como todos. Humillaciones y victorias. Se equivocó y acertó miles de veces. Tuvo hijos y nietos. Fue como somos todos: ni completamente bueno, ni completamente malo. Ahora, cuando ve a una pareja que se besa en la puerta de un bar, o un hombre joven que camina dispuesto a comerse el mundo, piensa: yo también fui así. Y a veces, cuando te escucha, o te observa él sabe y tú no, y daría lo que fuera por poder enseñártelas y que te sirvieran de algo, y evitarte aunque fuera una mínima parte del dolor, del error, de la soledad, de los muchos finales inevitables que tarde o temprano, en mayor o menor medida, a todos nos aguardan agazapados en el camino. A veces, cuando va clandestinamente, de puntillas, en busca del tabaco que los médicos y tus padres le niegan, se queda un rato registrándote los cajones. No por curiosidad entrometida, sino porque allí, tocando tus cosas, te comprende y te reconoce. Se reconoce a sí mismo. Y se recuerda. Hay una foto que te dio hace tiempo y que tú relegaste al fondo de un cajón, y que tal vez le gustaría encontrar en un marco, en algún lugar visible de ese cuarto: él en blanco y negro, con veinticinco años -era guapo tu abuelo entonces-, un fusil al hombro y uniforme militar, junto a un camión oruga norteamericano, en un bosque que estaba lleno de minas y en el que peleó durante tres días y cinco noches.
Ese viejo inútil que se queda dormido frente al televisor en el salón de tu casa. O a lo mejor no es exactamente él, sino otro cualquiera; y aunque su historia sea distinta, en realidad se trata de la misma historia, que también es y será la tuya. Quién sabe Elenita. Quién sabe.
4 de noviembre de 2001
Ese viejo estorbo que tienes sentado en el salón está ahí porque sobrevivió a una terrible epidemia de gripe que asoló España cuando él nacía. Creció oyendo los nombres de Joselito y de Belmonte, y lo sobrecogieron las palabras Annual y Monte Aruit. Después, con diecipocos años, formaba parte de la dotación del destructor Lepanto cuando el Gobierno de la República mandó a ese barco a combatir a las tropas rebeldes que cruzaban el Estrecho. Vivió así los bombardeos de los Junkers de la legión Cóndor, estuvo en el hundimiento del crucero Baleares, y en la sublevación de Cartagena fue de los que aquella mañana lograron incorporarse a sus buques esquivando a las patrullas sublevadas del cuartel de Artillería. Luego, con la derrota, se refugió en Túnez, donde fue internado. De allí pasó a Francia justo a tiempo para darse de boca con la Segunda Guerra Mundial, cuando miles de exiliados españoles no tenían otro camino que dejarse exterminar o pelear por su pellejo, el fue de los que pelearon. Apresado por los alemanes, enviado a un campo de exterminio en Austria, se fugó, regresó a Francia y -de perdidos al río- pudo enrolarse en el maquis. Mató alemanes y enterró a camaradas españoles muy lejos de la tierra en que habían nacido. Liberó ciudades que le eran ajenas con banderas que no eran la suya. Cruzó el Rhin bajo el fuego, y en las montañas del Tirol, en el Nido del Águila de Adolfo Hitler, se calzó una botella de vino blanco en memoria de todos los que se fueron quedando en el camino. Luego trabajó para ganarse el pan, y al cabo de veinte años de exilio regresó a España. Hubo mujeres que lo amaron, hombres que le confiaron la vida, amigos que apreciaron su amistad. Tuvo momentos de gloria y de fracaso, como todos. Humillaciones y victorias. Se equivocó y acertó miles de veces. Tuvo hijos y nietos. Fue como somos todos: ni completamente bueno, ni completamente malo. Ahora, cuando ve a una pareja que se besa en la puerta de un bar, o un hombre joven que camina dispuesto a comerse el mundo, piensa: yo también fui así. Y a veces, cuando te escucha, o te observa él sabe y tú no, y daría lo que fuera por poder enseñártelas y que te sirvieran de algo, y evitarte aunque fuera una mínima parte del dolor, del error, de la soledad, de los muchos finales inevitables que tarde o temprano, en mayor o menor medida, a todos nos aguardan agazapados en el camino. A veces, cuando va clandestinamente, de puntillas, en busca del tabaco que los médicos y tus padres le niegan, se queda un rato registrándote los cajones. No por curiosidad entrometida, sino porque allí, tocando tus cosas, te comprende y te reconoce. Se reconoce a sí mismo. Y se recuerda. Hay una foto que te dio hace tiempo y que tú relegaste al fondo de un cajón, y que tal vez le gustaría encontrar en un marco, en algún lugar visible de ese cuarto: él en blanco y negro, con veinticinco años -era guapo tu abuelo entonces-, un fusil al hombro y uniforme militar, junto a un camión oruga norteamericano, en un bosque que estaba lleno de minas y en el que peleó durante tres días y cinco noches.
Ese viejo inútil que se queda dormido frente al televisor en el salón de tu casa. O a lo mejor no es exactamente él, sino otro cualquiera; y aunque su historia sea distinta, en realidad se trata de la misma historia, que también es y será la tuya. Quién sabe Elenita. Quién sabe.
4 de noviembre de 2001
1 comentario:
Me ha emocionado, un artículo soberbio
Gracias
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