Como saben los lectores veteranos, esta página hay que escribirla un par de semanas antes de su publicación. Pero arriesgo poco suponiendo que, cuando este ruido de teclas salga a la luz, el asunto de Jokin, el muchacho que se suicidó en Fuenterrabía desesperado por el acoso de sus compañeros de clase, a nadie importará ya un carajo. No puedo tener la certeza de que sea así, claro. Ojalá no. Pero conociendo el paisaje y al paisanaje, imagino que habrá otros sucesos que ocupen la atención de la gente, y que en su instituto ya nadie andará poniendo velitas, ni notitas con mensajitos, ni soltando lagrimitas, ya saben, Jokin, perdónanos, amigo, colega, no supimos defenderte, fuimos cobardes y cobardas, nos morimos de remordimientos, etcétera. Lo bueno de los remordimientos es que tienen fecha de caducidad, como los yogures y las mujeres guapas, y pasado cierto tiempo se diluyen, y la vida sigue. Uno enciende la velita, pone cara solemne y afectada para el telediario, se abraza llorando a la compañera de clase, y listo. El muerto al hoyo, y el vivo al bollo. Lo que sí espero es que la familia haya perdonado lo imprescindible, y que aún esté buscándoles las vueltas a los jóvenes malnacidos que martirizaron a Jokin –que las respectivas madres no se den por aludidas, sólo es una metáfora literaria–, y sobre todo a los no tan jóvenes malnacidos –otra metáfora literaria– profesores, educadores o lo que diablos sean, que debían haber evitado aquello, y no lo hicieron.
Pero lo de Fuenterrabía ya no tiene remedio, y en realidad yo quería más bien quedarme con la copla. El caso del chico acosado y sometido a vejaciones por sus compañeros, su silencio para que no lo llamasen chivato, su desesperación al no verse defendido por los compañeros o por los profesores, es viejo y se repite cada día, en numerosos centros escolares. Recuerdo bien a otro crío de doce o trece años –ahora debe de tener cincuenta y tres, más o menos– que era solitario e iba a su rollo, y en circunstancias similares pasó un tiempo ganándose con los puños el respeto de ciertos compañeros de clase. Pero eso no siempre es posible, ni aconsejable. No todo el mundo tiene la suerte de poder convertir su soledad en grito de pelea. No todos los jovencitos son duros, ni el colegio es el patio del talego. Para montárselo de autónomo hace falta mucha seguridad en uno mismo, y estar dispuesto a pagar el precio; sobre todo ahora, que esa murga del buen rollito, la integración y la pandilla guay del Paraguay sale en la tele y está de moda. Son otros tiempos, además: el estilo bajuno se impone en todas partes, y a tales padres corresponden tales hijos. Tampoco los profesores tienen medios para mantener la disciplina, y este absurdo sistema educativo en el que nos pudrimos lo pone más difícil todavía. Hasta hace poco, un viejo amigo mío, profesor, antes de encerrarse con un alumno conflictivo lo cacheaba por si llevaba navaja; y luego, cuando le pegaba dos hostias, procuraba hacerlo sin dejarle señales y sin testigos. Ahora ya ni eso vale. No hablo ya, dice, de darles una simple colleja; los miras mal y vas listo. Los pequeños cabroncetes se las saben todas. Y los padres son como el perro del hortelano: ni educan, ni dejan educar. Así que paso mucho, oye. Cada sociedad tiene lo que se gana a pulso.
Y una última reflexión. No sé ustedes, pero yo empiezo a estar harto de tanta lagrimita, tanto osito de peluche, tanta velita encendida y tanto cuento lagrimeante a toro pasado. Aquí todo lo arreglamos con póstumas mariconadas –otra metáfora, hoy estoy que las vendo–, manifestándonos cogidos de la mano muy compungidos y llorosos, haciendo unos altarcitos iluminados, floridos y primorosos que luego los turistas fotografían mientras dicen: hay que ver qué solidarios son estos españoles de mis huevos. Lo mismo después de la tragedia de un instituto, que con una mujer asesinada por su marido o con la víctima de un atentado terrorista. Perdónanos, Manolo, discúlpanos, Concha, excúsanos, Ceferino. Sabíamos y no hicimos nada, oímos y nos tapamos las orejas, vimos y nos tapamos los ojos, olimos y nos tapamos la nariz. Fuimos amigos, vecinos, profesores, jueces, concejales, alcaldes, y no quisimos complicarnos la vida. Gobernamos y fuimos incapaces de prever. Snif. Nadie es perfecto. Así que lo siento mucho: pancarta, vela encendida al canto, ego me absolvo. Amén. Las lágrimas de cocodrilo siempre fueron baratas.
1 de noviembre de 2004
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