Museo arqueológico de Madrid, a media mañana. Acabas de echarle un vistazo a la estupenda exposición sobre el faraón Tutmosis III y te dispones a dar una vuelta por las salas del museo. Delante de ti camina una pareja de jóvenes con buen aspecto: diecinueve o veinte años, barbita y gafas él, morena y guapa ella, con el catálogo de Tutmosis bajo el brazo. Hasta el más obtuso comprende que son estudiantes. Ya los viste antes, en la cámara funeraria y frente a las piezas expuestas. Salta a la vista que su visita no se debe a obligaciones académicas, sino a que les apetece estar allí. Se los ve muy interesados. A fin de cuentas, el catálogo que han comprado entre los dos –los viste compartir el gasto– vale 25 euros. Un esfuerzo. Para dos estudiantes jovencitos, una pasta.
Caminas detrás, observándolos. Lo de Tutmosis es gratuito, pero visitar el museo cuesta tres mortadelos. Uno y medio si eres estudiante. Los dos jóvenes se dirigen a la mesa de la taquilla, donde la funcionaria los recibe con inexplicable hosquedad. Es una individua cincuentona, pelo teñido de color caoba, ligeramente entrada en carnes. Su rostro poco agraciado se avinagra con una rancia mala leche. El chico saca un carnet universitario, de facultad, con su foto, y la chica un carnet de biblioteca, de facultad –que no lleva foto–, y su documento nacional de identidad. La taquillera apenas mira lo que exhibe la chica. «Eso no me vale», dice desabrida, con tono malhumorado, insultante. Los chicos se miran entre sí. «Disculpe –dice la chica con mucha corrección– pero he perdido el carnet de la facultad. Como verá, el nombre del carnet de la biblioteca corresponde con el de mi Deneí.» La taquillera la mira de arriba abajo, despectiva. Muy despectiva. Tal vez ello se deba, piensas, a que la chica es guapilla y educada. Por algún oscuro motivo, esa educación y la calma con la que habla parecen irritar a la taquillera. «¿Y cómo sé yo que eres estudiante?», pregunta, aviesa. La chica le muestra otra vez el carnet de la biblioteca. «Porque si se fija en el carnet –dice– verá que pone: Biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia, y nunca me lo habrían dado si yo no estuviera matriculada allí.» La taquillera mira al chico de las gafas, que asiente con la cabeza. Mira el catálogo de Tutmosis que la chica lleva bajo el brazo. Comprueba, como lo has comprobado tú mismo y todo el que anda cerca, que los dos tienen un aspecto de estudiantes inequívoco. Comprueba de nuevo el carnet de facultad, el de la biblioteca, el de identidad. Y después, con una mueca antipática y triunfal, niega y casi escupe: «A mí eso no me vale».
Los chicos se la quedan mirando. Tú te la quedas mirando. Algún otro visitante se la queda mirando. La individua, además, no ha dicho que al museo no le vale. No. Ha dicho a mí no me vale. O sea, a ella. A la guardiana de la puerta del Saber, puesta allí por la superioridad para impedir que nadie indigno la franquee, y que ningún jovencito de los millones que a diario visitan el museo arqueológico de Madrid, en estos tiempos en que la juventud está ávida de cultura, se pase de listo. Con la funcionaria modelo habéis dado, chavales. Aquí estamos yo y mis ovarios. Cuidadín. Nadie entrará que no sea geómetra.
Entonces tú mismo, que estás allí cerca, te dispones a meter mano al bolsillo y decirle a la pájara aquella algo así como vale, no se preocupe, ahí tiene su puerco euro y medio de diferencia, yo lo pago. Deje a esos chicos en paz, estúpida. Aunque no tuvieran carnet de nada, qué diablos. Parece mentira que, en vez de facilitar las cosas y aplaudir que, en los tiempos que corren, dos jovencitos vengan por su cuenta al museo, y hasta hagan el esfuerzo económico de comprarse el catálogo, salga ahora una funcionaria rácana, maldita sea su sangre, a ponerles pegas con ese estilo bajuno y miserable, pagando con ellos sus frustraciones, su mala fe y su mala índole. Cuántas ilusiones de jóvenes como éstos no ahogará, cada día, la gente como usted con su dejadez, con su incompetencia, con su mala baba. Cacho perra. Estás a punto de decir todo eso, cuando la chica se encoge de hombros, pone tres euros sobre la mesa, y mira a la taquillera como si mirase lo que a veces uno pisa en la calle. «Gracias», dice al recibir el ticket, clavándole los ojos. Y luego, mientras la taquillera aparta la mirada, la chica le da la espalda y se va con su amigo, camino de las salas del museo. Como una señora.
29 de noviembre de 2004
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