El primer día que lo vi –a principios de los años setenta– me quedé asombrado por su mercancía y su aspecto: un fulano cargado de libros, deambulando como un buhonero por la enloquecida redacción de Pueblo, entre redactores apresurados, jefes de sección al borde del infarto, correctores, linotipistas, fotógrafos, enviados especiales regresando de Oriente Medio, reporteros de sucesos con la foto –robada con el marco a la viuda– del sereno muerto la noche anterior, actores de cine buscándose la vida, flamencas, toreros, putas, alcohólicos relativamente anónimos, burlangas que palmaban la nómina en una noche, y toda, en fin, la fauna estrafalaria que en aquellos tiempos se movía por el legendario edificio de la calle Huertas de Madrid.
El librero ambulante se llamaba José Bustillo, y se ganaba la vida por las redacciones de los diarios, las radios y la televisión. Era un tipo sesentón, simpático y vivaz, que tenía el pelo blanco ligeramente rizado, usaba lentes y vestía muy correcto, con chaqueta y corbata. Aparecía por el periódico el día de cobro, con montones de libros que subía desde su coche, aparcado en la puerta. El coche era una verdadera librería móvil que incluía desde las últimas novedades a clásicos, colecciones de lujo e incluso libros de texto. Y su sistema de venta era arriesgado, pero funcionaba. Vendía a crédito, bajo palabra, y cada mes se le satisfacía, según las posibilidades de cada cual, la cuota adecuada. Apenas le puse la vista encima, me apunté al sistema. Tras un breve análisis de mi limitada economía veinteañera, acordamos tres mil pesetas al mes: la novena parte de mis ingresos de entonces. Y durante catorce o quince años, hasta su muerte, cumplimos como caballeros. Yo aboné mis deudas mensuales puntualmente, y él, a cambio, fue llenando los estantes de mi casa y mi mochila de reportero con libros maravillosos.
Aún siguen junto a mí cuando escribo estas líneas, treinta años después: el Casares y el María Moliner, los tres volúmenes del vocabulario de Lope de Vega editados por la Academia, el valioso caudal biográfico de Emil Ludwig y de André Maurois, las obras completas de Stendhal, Goethe, Tolstoi y Dostoievsky en Aguilar, y las de Thomas Mann y Proust en Plaza y Janés, e innumerables libros de Austral, Alianza o la Biblioteca de Autores Españoles. También fue él quien me proporcionó los primeros volúmenes –Herodoto, Jenofonte, Eurípides– de la Biblioteca Clásica Gredos, de la que, tres décadas después, otro librero amigo, Antonio Méndez, acaba de enviarme el número 345: volumen VI de los discursos de Cicerón. A José Bustillo debo también la primera pieza de la que, con el tiempo, se convertiría en densa bibliografía histórica del siglo XVII, base documental de las aventuras del capitán Alatriste: los siete amenísimos volúmenes de Deleyto y Piñuela sobre la España de Felipe IV. Sin olvidar la deuda que tengo a medias con Bustillo y con un querido compañero de entonces, el periodista José Ramón Zabala, quienes, durante una charla nocturna en torno a tres tazas de café, a la hora de cierre de la edición de provincias, me descubrieron, vía El jugador de ajedrez, a un novelista y biógrafo para mí desconocido, pero que sería decisivo en mi vida y mi biblioteca: el Stefan Zweig de las obras completas encuadernadas en cuero verde por la editorial Juventud; autor entonces ninguneado por la crítica literaria española, y al que, tras la espléndida rehabilitación hecha por la editorial Acantilado, los mismos que entonces lo despreciaban –la única literatura seria eran Faulkner y Joyce, sostenía esa panda de gilipollas– ensalzan ahora sin ningún rubor, como si Zweig y ellos se tutearan de toda la vida.
No recuerdo el año en que murió el vendedor de libros. Fue a finales de los ochenta. Lo que sí recuerdo es que su viuda llamó por teléfono para decirme que en las notas de su marido quedaba pendiente un pago mío, el último, de cinco mil pesetas. Acudí de inmediato a la pequeña tienda familiar que tenían junto a la plaza del Callao, y satisfice mi deuda económica. La otra, a la que intento hacer justicia tecleando estas líneas, no podré satisfacerla nunca. Los libros que he escrito existen, en parte, también gracias a José Bustillo. Y me gusta pensar que tal vez se habría sentido orgulloso llevándolos en el abollado maletero de su coche, paseándolos por las redacciones de los periódicos donde con tanta nobleza se ganaba la vida.
26 de marzo de 2006
2 comentarios:
Mi padre que era administrativo en la Seat, allá en los 60 y 70, montó la biblioteca familiar de esa forma. Había un tipo en la empresa que se ganaba la vida trapicheando y mes a mes, a una cantidad pactada, nos empezó a llenar la casa de libros. Desde las obras completas de Aguilar, sin distinción y a destajo, rarezas apasionantes y difíciles de encontrar hoy, los escritos de Chessman, hasta por mandato de mi madre literatura norteamericana al mayor, Vicky Baum, Pearl Buck, Hemingway, Mailer. Y eso que mi padre no era lector, pero mi madre sí, y además, siempre entendió que su hijo también tenía que serlo. Añádase que todos las semanas "caía" el semanal de Joyas Literarias de Bruguera, y posteriormente, todos mis esfuerzos en "pillar" el fondo sacado a saldo de esa editorial malograda.. y en fin, el mal ya estaba hecho y mi ex mujer finalmente me dijo, "que tus libros o yo, o leer o me escuchas". Ahora tengo gato. Así me veo.
Pero los Alatristes, pagados a tocateja, estos son los tiempos que tocan. Aquellos tiempos pasados de mi padre, pues eso, pasaron, y ya no volverán. Me hago viejo o es que las cosas van a peor.
Mi padre era administrativo en la Seat, y alla en los 60 y 70 montó la biblioteca de casa gracias a un compañero de la empresa que se ganaba un sobresueldo trapicheando con libros. A cambio de una cantidad al mes, vinieron a casa a bajo precio la completas de Aguilar, rarezas descatalogadas como las obras de Chessman-una pasión-, un raudal de obras norteamericanas contemporáneas por mandato imperativo de mi madre, Vicky Baum, Pearl Buck, Hemingway, Norman Mailer y tantos otros. Mi progenitor no era lector, mi madre es hoy todavía lectora incontinente. Pero mi padre sabía, sabiduría innata y ancestral en los antiguos, que eso era bueno para su hijo y para la familia. Hoy no habríamos podido montar tal tesoro. Añádele mis esfuerzos de juventud pillando los restos y saldos del fondo de la malograda Bruguera... Y así el mal ya estaba hecho y finalmente mi ex mujer me dijo que los libros o ella, o que leía o la escuchaba. No fue así del todo, pero finalmente tengo gato, no tengo antena tv, tengo radio e internet, y me quedé el dvd viejo porque alguna vez voy al vídeo club. Y claro, mis libros.
Hoy en cambio, mis Alatristes a tocateja o te los lees a tramos en el Carrefour-pero es un rollo-. Son los tiempos que tocan.Nunca conocí a aquel individuo, pero siempre he pensado, que sin saberlo, de algún modo, participó en que mi persona y posiblemente muchos otros, fuéesemos mejores. Y tampoco creo que fuese el causante de mi divorcio, la verdad.
Por cierto, ¿ha intentado encuadernar un libro estropeado o ajado? joder, si cuesta como dos libros nuevos de la edición de tapa dura.
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