A menudo llegan cartas pidiendo que recomiende un libro para jóvenes. Algo que los anime a leer. En literatura, la palabra jóvenes resulta ambigua y peligrosa, de modo que no suelo meterme en ese tipo de jardines. Cada cabeza es un mundo aparte. Por lo demás, creo que, salvo contadas excepciones, lo que establece la diferencia entre un libro para jóvenes y otro para adultos es la edad de quien lo lee. Unos textos encuentran a su lector en el momento adecuado, y otros no. El conde de Montecristo, por ejemplo, puede fascinar lo mismo a un joven de quince años que a un abuelo de setenta. Y no sabría decir cuándo es más placentero y provechoso leer La línea de sombra, El guardián entre el centeno, La cartuja de Parma, Moby Dick o La montaña mágica.
Hay una novela, sin embargo, con la que tengo la certeza de ir sobre seguro, pues no conozco a ninguno de sus lectores, jóvenes o adultos, que no hable de ella con entusiasmo. Con su título ocurre como con tantas obras maestras: el cine lo hizo todavía más popular, devorándolo, y al fijarlo en el imaginario colectivo desvinculó el mito de la fuente original. Pero ese libro extraordinario sigue ahí, en librerías y bibliotecas, en buen y sólido papel impreso, esperando que manos afortunadas lo abran y se estremezcan con su invención perfecta, su belleza y su trama sobrecogedora. La novela se llama Drácula y fue escrita –a máquina, innovación técnica absoluta en aquel momento– por su autor, Bram Stoker, hace ciento diez años.
Drácula es de una modernidad que apabulla. Para construirla, Stoker se zambulló en leyendas medievales, supersticiones y brumas balcánicas, vampirismo y hombres lobo, sin que nada de eso entorpeciese con erudiciones inoportunas, a la hora de escribir, la limpia eficacia de su historia, a la que aplica una factura técnica complicada, impecablemente resuelta, que ya quisieran para sí muchos de los que, a estas alturas del tiempo y la literatura, pretenden romper o reinventar las reglas del juego. La historia, que empieza cuando el joven inglés Jonathan Harker viaja a Transilvania para negociar una venta con un aristócrata local, se fragmenta en cartas, diarios íntimos, recortes de prensa, grabaciones fonográficas e incluso el espeluznante diario de a bordo –pieza maestra dentro de la obra maestra– del capitán de un navío, el Démeter, que con su perro negro ocupa por mérito propio un lugar en la nomenclatura de barcos legendarios y misteriosos de la gran literatura de todos los tiempos.
Además, están los personajes. Complejos, humanos hasta el dolor, inhumanos hasta la crueldad objetiva y fría, los seres que pueblan Drácula mantienen al lector pegado a sus páginas: las dos amigas atrapadas por una atracción fatal, la desnudez fetichista de sus pies –¡cómo insiste en eso el autor!– cuando se entregan al terrible seductor, la violación-vampirización de Lucy, la impotente lucidez de Van Helsing, el sacrificio del compañero generoso, la dramática empresa de los tres amigos y su estaca en el corazón, la fanática fe del miserable y leal loco Renfield en su maestro-mesías, a prueba de manicomios… Y, por encima de todos, desde que una mano fuerte, fría como la nieve, estrecha la del joven Harker en el castillo de los Cárpatos, la extraordinaria e implacable sombra que planea sobre la novela: ese espléndido conde Drácula, cuya engañosa ancianidad y bigote blanquecino quedaron borrados para siempre, en la iconografía clásica del mito –160 adaptaciones cinematográficas–, por la magnífica palidez engominada de Bela Lugosi, la elegancia aristocrática de Christopher Lee, la escalofriante cortesía de Frank Langella y todas las derivaciones, variantes o sucedáneos generados en torno; desde bodrios infames para la tele hasta obras maestras como el mítico, genial, Vampiros del maestro John Carpenter.
Y es que, por encima de todo eso, Drácula es una novela magnífica que a ningún lector deja indiferente. «La mejor del siglo», afirmaba de ella Oscar Wilde en 1897; y con Don Juan y Fausto, según André Malraux, «los únicos mitos creados por los tiempos modernos». Un pedazo de libro, vamos. De los que enganchan –literalmente– por el pescuezo. Así que, señora, caballero, profesor de literatura o quien diablos sea usted, permítame una sugerencia: si esa lastimosa criatura suya no abre nunca un libro, cómprele Drácula, o hágaselo leer y comentar en clase. A usted, de paso, tampoco le vendría mal. Échele un vistazo, y ya me contará. Tan seguro estoy de eso que, si no funciona, yo mismo le devuelvo su dinero.
7 de octubre de 2007
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