No sé quién es el maquiavélico hijo de puta que diseña los servicios públicos de bares, cafeterías y restaurantes. No puede ser casualidad. Rara es la vez que no salgo blasfemando en arameo. Antes, uno abría el grifo del agua, se lavaba las manos con una pastilla de jabón y las secaba con una toalla más o menos mugrienta, puesta en un toallero o en uno de aquellos chismes donde corría por tramos, o en un servidor de toallas de papel de ésos que hacen clic-clac y sale una. Estaba chupado.
Ya no es así. En algunas tabernas con serrín en el suelo y borracho en la barra, todavía. En locales modernos, ni de coña. Si llegas a un restaurante y sale una pava sofisticada que te tutea, precediéndote hasta una mesa donde, gentileza de la casa, ponen una espuma de erizo deconstruida al jarabe de grosella con virutas de morcilla ibérica, sabes que cuando vayas a lavarte las manos puedes darte por jodido. Siempre que voy al servicio de un restaurante supermegapijo me detengo cauto en el umbral, mirándolo todo como cuando iba a cruzar con Márquez u otros colegas una calle bajo fuego de los malos. A ver dónde están las trampas, me digo. Dónde se esconde el profesor Moriarty: el Napoleón del mal de la fontanería moderna. Diseño incómodo aliado con mínimo esfuerzo y poco desembolso por parte del propietario. Así que, suspicaz, antes de avanzar estudio el lavabo, el toallero, el dispensador de jabón, los pulsadores, y sobre todo las células fotoeléctricas, fotosensibles o como carajo se llamen. Dónde acechan esas malas zorras, considero. Hay días en que me veo como aquel espía de la película Bajo diez banderas, dispuesto a sortear los haces de rayos invisibles que protegían la caja fuerte donde la Kriegsmarine guardaba los secretos del corsario Atlantis.
La luz es lo primero: ese dispositivo que en teoría se enciende cuando entras y se apaga cuando sales, automáticamente, y que en realidad lo hace cuando le sale de los cojones. Entras a oscuras buscando el interruptor de la luz, pero no lo hay. Te paras, sales a explorar, preguntas al camarero, entras de nuevo y pasas un rato moviendo el cuerpo como un idiota hasta que se enciende, o no. Eso, cuando no se apaga a media faena dejándote sin saber a dónde dirigir el chorro. Que levante la mano el lector varón que no ha tenido que abrirse la bragueta a oscuras, apuntando al buen tuntún en la noche procelosa de un restaurante pijo, o miccionar con un mechero Bic quemándole el pulgar de la otra mano. Porca miseria.
Lo del agua es otra. Ahora los grifos son automáticos. O sea, que llegas, pones las manos debajo, y teóricamente sale agua. En realidad, cuatro de cada cinco veces no sale una puñetera mierda. Te quedas esperando en seco, a veces con un poco de jabón líquido que tuviste la imprevisión de ponerte antes, moviendo las manos en vaivén, mientras te miras la cara de gilipollas en el espejo, hasta que descubres que si colocas la muñeca izquierda exactamente a 48 grados de latitud norte del puto grifo, sale un chorro. Con el emocionante plus de que, si el lavabo es de diseño moderno, ese chorro de agua rebotará en el borde y se proyectará fuera alegremente, salpicándote de cintura para abajo.
Lo mismo pasa con los secadores de manos con aire caliente. Lo de menos no es que el aire no salga caliente jamás -aunque algún modelo inesperado puede abrasarte el pellejo en tres segundos-, sino que éste funcione, o no. Por lo general es que no. Como en el grifo, pones las manos mojadas debajo, las mueves de un lado a otro, y verdes las han segado. Otra posibilidad es que haga puuuf cuatro segundos y se apague, y no vuelva a hacer puuuf hasta medio minuto más tarde, tras varios movimientos de manos y atroces juramentos por tu parte. Además, como ya nunca hay toallas para secarte si te refrescas la cara, una bonita variante es cuando te contorsionas con crujido de vértebras para situar el careto bajo el chorro. Ahí pueden darse dos casos: el del chorro abrasador que despelleja, o el intermitente flojito que sale frío. Con lo que sueles volver a tu mesa con las manos y la cara mojadas, y una llamativa mancha de humedad en la salpicada bragueta. La última vez vestía yo chaqueta, corbata y camisa de puños con gemelos; y al presionar con la palma de la mano el dispensador de jabón, éste me proyectó un chorro de gel verde, no sobre la palma, sino sobre el puño blanco de la camisa. Cuando zanjé aquello tenía el puño chorreando; y por supuesto, el secador de aire dijo si te he visto no me acuerdo. Y así volví a mi mesa: secándome las manos con disimulo en el mantel, un puño de camisa mojado y otro no, goteándome la cara y con la bragueta salpicada de agua. Como esos abueletes que no se la sacuden bien al acabar, o tienen el muelle flojo.
3 de octubre de 2010
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