Tengo una urgencia floral. Necesito enviar un ramo de flores vía Interfloripondio, o Florexprés, o como se llame ese útil invento con el que eliges ramo, le pagas a la florista de tu barrio, y las flores las entregan desde una sucursal local en donde haga falta. Me corre prisa, así que trinco el coche y voy al pueblo más cercano, inquieto porque suele estar de tráfico hasta arriba. La suerte me guiña un ojo y encuentro espacio libre delante de la floristería. Sólo está permitido estacionarse para carga y descarga; pero como español de toda la vida, hecho a los usos y costumbres de mi patria, decido que en realidad voy a descargarme y cargarme yo mismo. También considero que estaré el tiempo preciso para elegir flores, dar la dirección de entrega, arriar la tela y largarme.
Lo hice otras veces, y son tres minutos justos. Además, compruebo por el retrovisor que hay detrás un automóvil cuyo conductor intenta meterse en el mismo sitio, y da muestras de impaciencia con un destello de faros y un toquecito de claxon. Eso me decide, naturalmente. Aparco. Entro. Buenos días, etcétera. La elección es rápida. Una maceta como aquélla. Con esto y lo otro. Echo mano a la cartera mientras espero que la dependienta levante el teléfono, como de costumbre, y llame a la ciudad de destino, que es Sevilla, para averiguar si tienen allí las macetas con plantas y flores que he elegido. Para mi sorpresa, lo que hace es teclear en el ordenata de a bordo. Pregunto qué pasa, y me dice que han modernizado el sistema. Que ahora todo se hace informatizado, vía internet. Temiéndome lo peor, miro hacia la puerta, donde sigue mi coche sin que por ahora ronde ningún policía municipal. Y trago saliva. Que sea lo que Dios quiera.
La dependienta teclea con denuedo. Tacatacatac. Es joven y masca chicle. Nunca la había visto antes, aunque hace veinte años que compro flores en la misma tienda. Hace preguntas insólitas: domicilio, teléfono, Deneí, número de Nif. Cosas así. Respondo con paciencia franciscana, volviéndome de vez en cuando a echarle una mirada al coche, hasta que me pide también una dirección de correo electrónico. Alto ahí, digo. Ya vale. He venido aquí a comprar una maceta, no a darme de alta en Telefónica. Son las nuevas normas, responde la dependienta.
Si no lleno todos los apartados de la plantilla no puede realizarse la operación. Empiezan a flaquearme las piernas. «¿Operación? -pregunto-. ¿Qué operación? Yo sólo quiero enviar una maceta a Sevilla. Hoy, a ser posible». Entonces la dependienta me mira con lástima profesional, calculando si merezco explicaciones. Parece concluir que no las merezco, pues acto seguido le da a otra tecla y aparece en la pantalla del ordenador una sucesión vertiginosa de ramos de flores y macetas. «¿Qué hace usted, criatura», pregunto, al filo del pánico. «Busco la referencia del modelo que nos solicita», responde seca. Le señalo el modelo con el dedo, porque está justo en el centro del escaparate, pero ignora mi dedo y sigue buscando en la pantalla. Al fin parece dar con ello, pues enarca una ceja, pulsa otra tecla y se queda mirando el ordenata mientras yo miro de nuevo hacia el coche, con gotas gordas de sudor corriéndome por el pescuezo. «AS3B2», dice al fin la pava, pensativa. «Agua», comento yo por hacerme el simpático, a ver si acelero la cosa. Pero sin éxito. Lo más que obtengo son tres mascadas de chicle y una mirada glacial. Transcurre un minuto de inactividad absoluta, esperando no sé exactamente qué. «Mientras no se caiga el sistema», comenta la dependienta, para animarme. Ella tamborilea con las uñas sobre la mesa y yo me como la de un pulgar; vuelto de vez en cuando hacia la puerta, pues creo haber visto pasar un coche azul con pirulos de la Policía Municipal.
Al fin, la dependienta mira la pantalla y enarca la otra ceja. «No da la referencia», comenta, críptica. La miro aterrado, esperando instrucciones como un marinero desvalido que mire al capitán en mitad del temporal que los desarbola. «¿Y qué hacemos?», inquiero al borde de las lágrimas. Entonces la dependienta hace -ultima ratio regum- lo que en ésta y en otras tiendas se ha hecho toda la vida: descuelga el teléfono y marca el número de Interfloripondio, o Florexprés, de Sevilla. «¿Tenéis macetas de tal y tal?», pregunta. A los treinta y cinco minutos de haber entrado en la tienda, y después de pagar un ramo de rosas -en toda Sevilla no hay una puta maceta con referencia AS3B2- salgo dándoles cabezazos a las paredes.
«Somos gilipollas», me digo una y otra vez, en voz alta.
«Somos gilipollas». El comentario hace levantar la cabeza al policía municipal que, parado junto a mi coche, rellena su cuadernillo de multas. «Unos más que otros, don Arturo», comenta con sonrisa guasona. Y me alarga el papelito.
16 de octubre de 2011
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