Estoy sentado donde suelo hacerlo cuando me encuentro en la plaza Mayor de Madrid, que es la terraza del bar Andaluz. Me gusta instalarme allí con un libro al sol de invierno o a la sombra del verano; y de vez en cuando, levantando la mirada, ver pasar a la gente o conversar con los camareros: dos viejos amigos que, desde su privilegiado observatorio, toman el pulso diario a la condición humana con singular sabiduría y precisión. Estoy allí, como digo, observando a ratos a los habituales que se buscan la vida en la plaza: el acordeonista virtuoso aunque no siempre oportuno, el que hace pompas de jabón, el Spiderman barrigudo que se fotografía con los paseantes. Y observo, una vez más, que la peña resulta agarradísima a la hora de aforar una chapa. Igual dan guiris o de aquí: ven a Bart Simpson en la plaza, se ponen al lado para hacerse una foto, y luego se largan sin dar las gracias ni soltar, por supuesto, una pequeña propina. Dando por sentado, los miserables, que el fulano que pasa todo el día al sol con tres kilos de paño encima está allí por simpatía y amor al arte, para que ellos se hagan fotos sonriendo felices, por la cara.
En una mesa cercana hay un muchacho que lee un libro. Tiene unos diecisiete o dieciocho años, está solo, y llama la atención porque no es frecuente encontrar lectores en este paraje. Está concentrado en las páginas, y de vez en cuando cierra el libro y se queda mirando la plaza sin verla, con la expresión de quien permanece ajeno a cuanto ocurre ante sus ojos. Con esa mirada ausente que todo lector conoce como propia: la de quien se detiene en el acto de leer pero no interrumpe la lectura, sino que sigue inmerso en las imágenes o las ideas que el libro suscita. Uno de los camareros pasa por mi lado y sonríe dirigiéndole una mirada de simpatía al muchacho, como si dijera: ahí tiene usted a un potencial cliente, o por lo menos a un colega devorador de letra impresa.
Me pregunto qué lee el muchacho. Por qué mundos andará, merced al libro que tiene en las manos. Con la curiosidad natural entre hermanos de la costa, hago esfuerzos por ver la tapa del volumen, arriesgando descoyuntarme las cervicales. Por el grosor y formato, parece una novela. No consigo ver el título ni la portada. Lo que está claro es que al joven le interesa mucho lo que lee, pues pasa las páginas con la decisión del lector seguro de sí; y cuando levanta la vista sostiene el volumen con ese tacto familiar, confianzudo, de quien siente con un libro en las manos el mismo consuelo, o confianza, que un pistolero al sopesar un revólver con seis balas en el tambor. Mucho se equivocan, pienso una vez más, quienes afirman que una tableta electrónica borrará el libro de papel de las necesidades humanas. Porque un libro no sirve sólo para leer. Sirve también para que su peso tranquilice las manos lectoras, para subrayar y ajar sus páginas con el uso, para regalar el ejemplar leído a personas a las que quieres. Para ver amarillear sus páginas con los años sobre los viejos subrayados que hiciste cuando eras distinto a quien ahora eres. Para decorar -no hay cuadro ni objeto comparable en belleza- una habitación o una casa. Para amueblar una vida.
El muchacho ha cerrado el libro y me parece advertir, aunque no distingo título ni autor, una ilustración en la tapa que parece un velero antiguo. Quizá se trate de una novela sobre el mar, concluyo. Tal vez en este momento el muchacho no está aquí sino empeñado a cañonazos, corriendo un temporal con sólo la gavia rizada del trinquete, apretando los dientes mientras empuña el arpón. Quizá en este momento navegue hacia islas a las que nunca llegan órdenes de captura, busque a los náufragos del Raquel, recorra entre astillazos la cubierta de la Suprise, o ice la bandera del corsario alemán Emdem para el último combate en las islas Cocos. Quizá -o sin duda- ese joven lector ha descubierto ya que para adueñarse cómodamente de ésos y otros mundos, para llenar la existencia propia de experiencias ajenas y vivir mil vidas que de otro modo serían imposibles, basta con abrir las tapas de un libro. Al fin, el muchacho cierra su volumen, lo guarda en la mochila y se marcha. Lo sigo con la vista, deseándole silenciosamente suerte en zafarranchos, temporales y arribadas. Que tengas buen viento y buena caza, chaval. Le deseo. Que la vida te depare valor en combates y abordajes, dignidad en las derrotas, serenidad en los naufragios, amigos leales y hermosas mujeres a bordo o esperándote en los puertos. Y mientras se aleja me parece verlo caminar balanceándose ligeramente, tranquilo, alerta, afirmando los pies con seguridad a cada paso. Como si en ese momento cruzara su particular línea de sombra pisando la cubierta inestable de un barco, y en el libro que lleva en la mochila hubiese aprendido cómo hacerlo.
2 de octubre de 2011
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