Con frecuencia llegan cartas de jóvenes que intentan conseguir una beca de estudios o laboral, crear su propio puesto de trabajo como autónomos, o abrirse paso con fondos que el Estado administra. Esas cartas acaban produciéndome honda tristeza, pues siempre cuentan lo mismo: el choque con el muro infranqueable de la Administración, cuando no de 17 administraciones diferentes y a veces opuestas entre sí. La burocracia atrincherada bajo el cómodo anonimato y la impunidad funcionarial, que no sólo entorpece ilusiones, sino que a menudo las destruye por desidia, pereza o desinterés.
Extraño será que ustedes mismos no conozcan casos, si es que no lo sufren en sus carnes. Cuando un joven consigue algo, todo son tardanzas, retrasos en el pago, argucias presupuestarias. Y en la fase previa, poca información, confusas explicaciones del BOE, malos modos cuando alguien, en su desesperación, insiste en saber. Y sobre todo, esa imposibilidad de hablar con alguien responsable, en lugar de la habitual cadena de gente que te pasa a otra gente que tampoco sabe, que no da referencias ni da nombres, mientras intentas averiguar por qué te deniegan tal o cual beca, ayuda o subvención oficial, a qué clase de expediente sí se la concedieron y cómo lo calificaron. El bloqueo del derecho a saber qué suerte corrió tu solicitud y con qué criterios fue rechazada; algo natural y necesario para mejorarla en otra ocasión, o solicitar una ayuda más adecuada a tus posibilidades.
Ante esa legítima reclamación se alza, siempre, un muro de silencio. El calvario de ir de uno a otro funcionario, sin averiguar no ya el responsable de lo tuyo, sino el departamento al que corresponde. A veces ni siquiera sabes si se trata del ministerio, la consejería o la pepitilla de la Bernarda. Y cuando al fin alguien parece saber de qué le hablan, empiezan los diálogos absurdos: no hay responsables, ni lugares, ni nombres. Nadie sabe nada. Todo es un enredo burocrático organizado para disuadirte de insistir. Y llegas a una triste conclusión. Esos funcionarios que deberían ayudarte -y no faltan los de buena voluntad que lo hacen o lo intentan-, suelen comportarse como si el asunto fuera tan oscuro que no conviniese dar explicaciones. Podría ser por incompetencia o pereza, concluyes; y así es a veces. Pero lo que queda de manifiesto, al fondo, es la falta de transparencia con que funciona este Estado de taifas y parcelitas miserables. La sospechosa forma en que maneja el dinero público una Administración vampiro que, en vez de ayudar al ciudadano haciendo posibles futuro y riqueza, lo expolia y desalienta.
Asombra el grado de perversión del monstruoso sistema que nos ha sido impuesto. No saber nunca a quién llamar, a quién reclamar nada. Con lo fácil que sería una firma: saber que quien maneja un expediente es responsable en el tramo que le corresponde. Un médico o un profesor son funcionarios y firman con sus nombres, pero en asuntos administrativos no firma nadie. El sistema es anónimo, lo que garantiza mucha impunidad. Mucha golfería. Todo se excusa tras la pantalla opaca del funcionario; que a menudo, sospechas, sólo cumple instrucciones superiores: es sólo un disfraz del sistema. Qué distinto sería poder seguir la traza de cada expediente, como ocurre en Correos -servicio admirable, todavía- cuando mandas un certificado y te ofrecen un papelito que, vía Internet, permite saber dónde está tu envío en cada momento. Si algo así se aplicara a la Administración, sería posible una mayor transparencia. Comprobar quién hace o no su trabajo. Averiguar en qué despacho y qué manos te arruinan la vida.
Todo esto apesta, oigan. Ni siquiera la desidia, la incompetencia o la maraña burocrática pueden explicarlo; porque, cuando con mucha insistencia alguien llega al hilo del ovillo, se entera, por ejemplo, de que su elaborado proyecto con el que sudó sangre, cuyo requisito oficial era generar empleo intercomunitario, ha sido rechazado como otros, y en cambio se lo dieron a una página Web más simple que el mecanismo de un sonajero. Y claro. Ahí no valen pantallas. Eso no es el humilde funcionario de la ventanilla o el teléfono quien lo concede al sobrino, compadre o recomendado, sino que se decide arriba. Entre quienes se benefician del negocio y lo extienden a su clientela, sobre todo en un país corrupto como éste, donde lees el periódico y echas la pota. Si esa poca transparencia se da con una subvención de 500 euros, calculen lo que circula en la sombra, y a qué manos va cuando se reparte el pastel entre afiliados, compadres y sindicatos del langostino.
9 de febrero de 2014
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