domingo, 8 de enero de 1995

Camelia, la tejana


Era una hembra de corazón, como canta el corrido, Pasó al otro lado del río Grande con las llantas del coche llenas de hierba mala y le pegó siete tiros a su novio Emilio Varela cuando, entregada la droga, éste quiso dejarla para irse con otra a San Francisco. Los narcos, compañeros de Varela, la buscaron por las cantinas hasta dar con ella en Tijuana. Ahora Camelia está en el cielo, junto al amor de su vida, porque prefirió que la mataran antes de decir dónde escondía el dinero -sin Emilio Varela, dijo, ¿para qué quiero la vida?-. Y el hijo de Camelia anda por Jalisco y la frontera dándoles de balazos a los que ultimaron a su mamasilla, convertidos todos ellos en leyenda de la que canta el pueblo, en corridos que circulan por las cantinas del norte mejicano, mientras se consumen botellas de tequila Herradura Reposado y los narcos preparan viajes, y los mojados esperan a que alguien los pase al otro lado por trescientos dólares, y la banda del coche rojo se lía a tiros con los rangers en las Cruces, cuatro muertos de la banda y tres del Gobierno, y Lino Quintana, el superviviente, les dice a los de la Migra: lo siento, sheriff, pero yo no sé cantar.

Antes, el corrido hablaba de la Revolución, de Zapata y Pancho Villa, de la toma de Zacatecas y de la guerra contra los gringos. El corrido mejicano ha sido siempre la voz del pueblo, la que convierte en leyenda, a base de malos versos cantados con sentimiento y con corazón, la miseria de los eternos oprimidos, de los peladitos de pies descalzos fusilados una y mil veces por los poderosos de siempre, de los revolucionarios que se quemaron en la hoguera de las eternas causas perdidas en ese país cuya desgracia, entre muchas otras, fue estar tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos.

Ahora los tiempos han cambiado, pero la miseria continúa. Arriba, en la frontera, la vecindad del gringo, la droga, la emigración ilegal, sostienen una economía clandestina que al menos permite escapar, o soñar con escapar, de la pobreza. En los bares de Tijuana, Chihuahua o Monterrey, jóvenes sin nada que perder y todo por ganar, con botas vaqueras, ceñidos téjanos y sombreros de ala ancha, el 45 haciéndoles un bulto sospechoso a la altura del cinturón, silban los compases de La Puerta Negra a la espera de la orden que los lleve a ajustar cuentas al soplón de turno, o a pasar por Nogales con diez kilos de la fina camuflados en la camioneta gris. A muchos de ellos los detendrá la Emigración, o les darán matarile los rangers, las bandas rivales o sus propios compañeros. Pero les queda el consuelo que con su historia alguien hará una canción, y los Tigres del Norte y los grupos musicales de la frontera cantarán su vida y muerte en esos corridos, antes prohibidos por el Gobierno, pero que ahora el público pide a gritos en las fiestas de los pueblos y en las cantinas: Ya encontraron a Camelia, El hijo da Camelia, Los tres amigos, El Zorro de Ojinaga, La lamba del Mojado.

Acabo de darme una vuelta por allí, y he cantado La Puerta Negra bebiendo tequila con mis cuates en cantinas sobre las que planea la sombra de Camelia la Tejana; en lugares donde ahora hay más niñas bautizadas Camelia que Guadalupes. Y mientras escuchaba las historias y las canciones, pensaba en el contraste con nuestras rías gallegas o las playas próximas a Gibraltar. En los pueblos tristes de España donde reina la ley del silencio, la demagogia y la complicidad vergonzante, donde todo el mundo agacha la cabeza y mira para otro lado negando la evidencia: la gentuza que necesita votos, los tenderos que viven de la economía clandestina, los vendedores derechazos de lujo, todos inventando un eufemismo tras otro por el qué dirán en Bruselas, por Dios. Los capos del narcotráfico, no hay más que ver las fotos, son mediocres y grises como los políticos que los hacen posibles. Como sus caretos o los pazos que se compran. Y sus sicarios, sombríos y con mala leche, lo que quieren es un Sony para ver a Jesús Puente o a Paco Lobatón. En este país, hasta los contrabandistas, de quienes doña Concha Piquer cantaba coplas, se han vuelto ruines, amargados, vulgares, oliendo a cartilla de ahorros, a calcetín usado, a puente de fin de semana. Son tan europeos que ni siquiera se matan entre ellos: se denuncian.

Envidio a los pueblos como el mejicano, que todavía están vivos y tienen humor, orgullo y sangre en las venas para hacer canciones con sus penas y sus delitos y sus balaceras, y cantarlas a voz en grito entre trago y trago de tequila. Felices quienes aún poseen la inocencia suficiente para convertir en épica, en leyenda, su desesperación y su miseria.

8 de enero de 1995

1 comentario:

Rolo dijo...

Hola me ha encantado esta lectura. Soy mexicano exactamente de Chiapas, ojala algun día puedas darte una vuelta por mi estado y escribir acerca de el, es precioso. Yo he vivi 3 años en Madrid y ahora me encuentro en Buenos Aires Arg. La vida me ha llevado a dar muchos cambios y me gusta conocer,viajar, leer y aprender de todos.
Saludos!