domingo, 19 de febrero de 1995

La noche de autos


El tic tac del reloj sobre la mesilla de noche lo mantenía despierto. Inclinó un poco la cabeza sobre la almohada, lo necesario para escuchar la respiración pausada de la mujer que dormía a su lado, y después estuvo un largo rato muy quieto, con los ojos abiertos en la oscuridad. Contó hasta trescientos tic tacs, y luego oyó sonar, a lo lejos, dos campanadas en el reloj del ayuntamiento. Eran las dos de la madrugada y, salvo el latir del despertador y la respiración a su lado, en la almohada, el silencio de la casa era absoluto. Todos dormían.

Se incorporó despacio, con toda la cautela posible en su cuerpo limitado por la artritis, la fibrosis pulmonar, las goteras de setenta y cinco años largos. Setenta y seis en noviembre, si llegaba. Sintió el frío del suelo en la planta de los pies y buscó las zapatillas a tientas en la oscuridad. La tensión le hacía batir la sangre en los tímpanos como el parche de un tambor cuando, con un último esfuerzo, se levantó centímetro a centímetro de la cama. Crujió el somier mientras la mujer se removía, inquieta, y pronunciaba algunas frases ininteligibles. El permaneció así, inmóvil, angustiado, observando con ansiedad el bulto oscuro en la penumbra, hasta que la respiración de ella recobró el ritmo tranquilo. Sólo entonces avanzó unos pasos y, siempre a tientas, se puso la bata de felpa sobre el pijama. Después salió al pasillo y cerró la puerta.

Era jugársela, y lo sabía. Reflexiono una vez más sobre aquello con la espalda apoyada en la pared, sintiendo la opresión del costado, la aspereza de los pulmones, el dolor en las articulaciones. Pero ya no podía soportarlo más. Estaba harto de la presión a que se veía sometido día tras día; al límite de tanta recriminación absurda, de tanta incomprensión e intolerancia. Que si papá esto y que si papá lo otro. Que si en un hospital o un asilo tendría usted que verse, para saber lo que vale un peine. Etcétera. Unos nazis es lo que eran, desde el primero hasta el último. Desde su mujer hasta el cabrón de su hijo Manolo. Nazis sin consideración y sin conciencia.

Llevaba días meditando aquel plan. Y ahora que estaba a punto de ejecutarlo, sentía la excitación de los viejos tiempos, cuando él era joven, y el mundo era grande, y lleno de promesas, y todo era posible. Cuando la vejez no era sino un fantasma impreciso, distante. Cuando él aún era dueño de su destino, en vez de prisionero, como ahora, de la supuesta piedad filial, el pensamiento lo enardeció, y la taquicardia se le puso en ciento veinte. Había cruzado el Ebro con la 223 Brigada mixta, el agua por el pecho y los nacionales dando candela desde la otra orilla, con dos cojones. Y aún era un hombre de los que se visten por los pies. Un hombre libre.

Al pasar junto a las ventanas, la luz de la luna recortaba su silueta en el pasillo. Recorrió la casa en silencio, asomándose con cautela a sus habitaciones, echándoles un vistazo uno por uno. Al hijo mayor, la nuera, la otra hija, los canallicas de los nietos. Todos dormían a pierna suelta, ajenos a lo que estaba a punto de ocurrir. Sólo ante la cuna del más pequeño sintió vacilar un momento su determinación. Solían enarbolarlo como bandera a la hora del chantaje. Mire usted a su nieto, papá. Aunque sólo sea por él. Y era cierto. Le habría gustado verlo crecer, llevarlo de la mano e indicarle los escollos de la vida, la pleamar, la resaca final en la orilla de la soledad y del recuerdo. Pero ni siquiera por el nieto merecía la pena soportar aquello.

Se acercó a la cama del hijo mayor y durante un largo rato escuchó su respiración tranquila. Después, a tientas, fue hasta la percha donde estaba colgada su ropa. Al redoble de la sangre en los tímpanos se aceleró, semejante a cañonazos. Si alguien se despierta, pensó, estoy listo de papeles. Pero ya no podía volverse atrás. Alea facta est, que dijo aquel fulano en situación parecida. No se llega tan lejos para volverse atrás, así que introdujo la mano en los bolsillos de la chaqueta de su hijo, tanteando hasta dar con el tabaco y el mechero. Después se fue despacito, sin hacer ruido, a encerrarse en el cuarto de baño. Allí abrió la ventana y encendió un Ducados. Era su primer pitillo en un año. Aspiraba el humo lentamente, con deleite, preguntándose qué dirían los médicos, su mujer, sus hijos y la nuera, si pudieran verlo allí, fumándoselo ante el espejo, Entonces hizo una mueca burlona y sonrió, feliz. Que se fueran todos a la mierda.

19 de febrero de 1995

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