domingo, 12 de febrero de 1995

Los que no se estiran


Tuve amigos que ya no lo son, porque eran demasiado lentos a la hora de pagar una copa. Fulanos de esos a quienes la llegada del camarero con la cuenta del bar o del restaurante sorprende siempre con la atención puesta en otro sitio, o buscándose una cartera o unas monedas que no encuentran, o mirándote indecisos, cual embargados por duda metafísica. Claro que aún puede ser peor. Está el que abre la cartera, te mira a los ojos muy serio y dice aquello de: Vamos a medias, ¿no? Los hay de todo tipo y pelaje. Desde el que siempre apunta eso de la próxima corre de mi cuenta, pero nunca llega la próxima, hasta el especialista en pagar las cañas sólo cuando la siguiente ya es etiqueta negra. O el que te invita a cenar con dos señoras, y al llegar la cuenta sugiere que cada cual, incluidas las señoras, se pague su parte; y es tanta la vergüenza ajena, que al final dices venga, déjalo, hombre, no te preocupes, de verdad, ya pago yo, hijo de la gran puta. Que la próxima vez va a cenar contigo el mercader de Venecia. Hay también una variedad más sofisticada; la del que se deja invitar cinco o seis veces seguidas, y cuando por fin ya no tiene escapatoria -ha llegado la factura y tú, con las manos encima de la mesa, lo estás mirando- hace el gesto de sacar la cartera, cuenta muy serio los billetes, esboza un rictus de contrariedad y deja que le prestes tres o cuatro mil pesetas, que no le alcanza.

No es nuestro pecado capital, y me alegro. Tal vez por eso, porque a la hora de estirarnos en la barra del bar somos un pueblo generoso y buena gente, este país llega a ser soportable y los guiris, cuando vienen, se quedan encantados. Que si no, de qué. Yo diría que el nuestro es el único lugar del mundo en que un forastero con amigos locales o un turista en buenas manos pueden recorrer todos los bares de Madrid, de Sevilla, de Bilbao, noche tras noche y sin que le permitan gastarse un duro. Aquí, pagar una copa no parece una obligación, sino un honor mezcla de hospitalidad y de chulería en pían vamos anda, guárdate eso ahora mismo. Otros seis tintos, Manolo, y unas tapitas. Nos ha jodido aquí, el alonsanfán.

Y entre aborígenes, tres cuartos de lo mismo. Cuando andaba muy tieso de viruta, uno de los chorizos habituales en La Ley de la Calle -aquel programa marginal de putas, delincuentes y presidiarios, que estuvo cinco años en antena hasta que se lo cargaron Jordi García Candau y Diego Carcedo en cuanto le dieron el premio Ondas-, empalmaba navaja y daba una siria en cualquier esquina antes de ir al estudio de RNE, a fin de pagar una ronda cuando nos íbamos de copas después de la emisión. Porque en eso de preguntar qué se debe, como en muchas otras cosas, los humildes y los desgraciados tienen dignidad y vergüenza torera. Más que los directores generales, la presunta gente de bien, los políticos y los meapilas.

Porque ya me dirán ustedes. En España se perdona todo menos cortarse a la hora de pagar las copas, y por eso anda espeso el ambiente. Aquí resulta que cierto personal ha estado tirando de fino La lna y lonchas de pata negra, venga palmas para acá y para allá, ozú los enanos de Tafalla, la gente guapa y la porcelanosa biutiful y la madre que la parió, y venga a contratar guitarristas y cuadros flamencos y lavanda inglesa de Gal. Y resulta que ahora, después de haberse calzado, ellos o sus compadres, todas las botellas del bar, los fulanos se escaquean sin pagar la factura que presenta el camarero. Y te quedas patidifuso viendo cómo dejan pagar a todo el mundo sin echar ellos mano a la cartera, mirando hacia otro lado, imperturbables, como si las quince mil de la dolorosa no fueran con ellos.

Y eso sí que no. Porque la gente bien nacida es la que da con los nudillos en la barra y pregunta qué se debe. Y aunque sean los últimos mil duros, uno los saca, los pone encima de la mesa y se va con la cabeza muy alta y sin descomponer el gesto, sin montar números ni hacer alardes ni buscarse coartadas. Se paga la cuenta tanto si el vino salió bueno como si salió malo, porque así debe entrar y salir uno en los bares de España. Quizá por eso Mario Conde me cae bien ahora; por el temple con que abona sus copas sin perder la compostura y sin pestañear. Deberían aprender de él, y de mi amigo el que sirlaba en las esquinas para pagar su dignidad y nuestras cervezas, todos esos borrachos miserables que salen tambaleándose del garito a vomitarnos en la acera, intentando que haya suerte y la factura la paguen otros.

12 de febrero de 1995

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