A una niña de cuatro años cuyo padre -o madre, qué sé yo- murió de Sida, le han estado haciendo la vida imposible en el colé sus amiguitos y los papas de sus amiguitos y la sociedad en la que viven honorablemente las familias de sus amiguitos, a pesar de que tiene la sangre limpia como una patena. Ese linchamiento preventivo se ha llevado a cabo así, en frío, en virtud del viejo principio de más vale un por si acaso que un quién lo iba a decir. Así que imagínense lo que habría ocurrido si, además, la pobre enanita apestada resulta seropositiva con análisis y con papeles con el tampón de inmunodeficiencia adquirida en mitad de la frente. La última vez que tuve noticias del asunto fue hace un par de semanas, e ignoro en qué habrá terminado la cosa. Porque ésa es otra. Aquí mucha primera página y mucho telediario, pero en cuanto la gente se aburre del asunto, a otra cosa mariposa. Es como esos dos pobres vejetes del piso embargado por las veinte mil cochinas pesetas del televisor. Mucha solidaridad y mucha gaita, pero me juego la tecla Ñ del ordenador a que, en cuanto pasen de moda y los vecinos vuelvan a sus casas y todo el mundo se relaje, una madrugada llegará el del juzgado con unos antidisturbios y en cinco minutos estarán en la calle, y vete a reclamar al maestro armero.
Bueno. Les estaba hablando de la niña presunta y de los hipocondríacos paterfamilias que azuzaron a sus hijos contra ella. Y estaba por preguntarme quién fue el imbécil que dijo eso de que España es tierra de Quijotes. O aquel jenares no tenía ni la más remota idea de en qué país se jugaba los cuartos, o nos estaba pintando el amoto de verde. Como mucho, a lo mejor eso de Quijolandia era antes, y según y cómo. Lo que los españoles hemos sido siempre, incluso en los mejores momentos de nuestra historia -bellos motines y heroicas asonadas-, es una pandilla de Sanchopanzas analfabetos, insolidarios, proclives al escopetazo cainita con posta lobera, que sólo encontramos unidad a la hora de la envidia, el degüello o el linchamiento. Porque hay cosas que en este país desgraciado podemos hacer fatal; pero aquí envidiamos, degollamos y linchamos a la gente como nadie. Y lo que más encona el asunto, lo que más energía imprime a la mano que abre la navaja o empuña la piedra de lapidar, es nuestro propio miedo. Nuestra presunta ignorancia.
Eso antes era una excusa. Quiero decir que aquel pobre, valeroso y miserable animal de bellota que empalmaba la navaja para degollar franchutes más o menos ilustrados, y luego se uncía al carro del mayor hijo de puta que ciñó corona en España para gritar ¡Vivan las caerías!, carecía de información y de medios para el análisis crítico, y así fueron las cosas. Pero en estos tiempos ya nadie puede esgrimir la coartada que siempre permitió barnizar de bonito las atrocidades patrias. El que tiraba judíos o moros al pozo, el campesino que, azuzado por el cura, mataba liberales a pedradas, el miliciano que arrastraba por la calle al de derechas hecho filetes, y todas las viceversas que ustedes quieran, podían alegar, en su descargo, la malabestiez de sus personas, embrutecidas por siglos de oscuridad, desesperación e ignorancia. Pero ahora ya no vale. Ahora todo el mundo sabe leer, y conoce tiendas donde venden libros, y va al cine, y ve la tele, y hay, manipulada o no, más información circulando de la que hubo nunca. Y ahora la que se queda preñada es porque quiere, y quien trinca un síndrome es porque quiere, y quien se mete un gramo de algo por donde sea es porque quiere, y quien le da su apoyo parlamentario al PSOE o al lucero del alba y cree en los reyes magos es porque quiere. Aquí ya no se encuentran inocentes ni en las incubadoras.
El asunto de la niña de marras, como todos los linchamientos insolidarios y cobardes en este país, no tiene más causa que el egoísmo, la falta de caridad, la mala fe de una condición humana agravada en sus peores aspectos por la ciénaga mezquina, demagógica, autosatisfecha, en que chapoteamos a diario. Aquí se deja morir a gente en las aceras sin tan siquiera una mirada de piedad. Exigimos una televisión más culta y después nos sentamos ocho millones a ver programas de intenso efecto laxante. Apuñalamos por un partido de fútbol o por el color de una piel. Escarnecemos en mujeres de presidiarios lo que nadie osó en sus maridos cuando eran canallas libres y poderosos. Enseñamos a críos de cuatro años, desde bien temprano, a meter la mano con la piedra en el tumulto para rematar al desgraciado que está en el suelo. Somos zafios, ruines y cobardes demasiado a menudo. Por eso hay días que me avergüenza ser español.
5 de febrero de 1995
Bueno. Les estaba hablando de la niña presunta y de los hipocondríacos paterfamilias que azuzaron a sus hijos contra ella. Y estaba por preguntarme quién fue el imbécil que dijo eso de que España es tierra de Quijotes. O aquel jenares no tenía ni la más remota idea de en qué país se jugaba los cuartos, o nos estaba pintando el amoto de verde. Como mucho, a lo mejor eso de Quijolandia era antes, y según y cómo. Lo que los españoles hemos sido siempre, incluso en los mejores momentos de nuestra historia -bellos motines y heroicas asonadas-, es una pandilla de Sanchopanzas analfabetos, insolidarios, proclives al escopetazo cainita con posta lobera, que sólo encontramos unidad a la hora de la envidia, el degüello o el linchamiento. Porque hay cosas que en este país desgraciado podemos hacer fatal; pero aquí envidiamos, degollamos y linchamos a la gente como nadie. Y lo que más encona el asunto, lo que más energía imprime a la mano que abre la navaja o empuña la piedra de lapidar, es nuestro propio miedo. Nuestra presunta ignorancia.
Eso antes era una excusa. Quiero decir que aquel pobre, valeroso y miserable animal de bellota que empalmaba la navaja para degollar franchutes más o menos ilustrados, y luego se uncía al carro del mayor hijo de puta que ciñó corona en España para gritar ¡Vivan las caerías!, carecía de información y de medios para el análisis crítico, y así fueron las cosas. Pero en estos tiempos ya nadie puede esgrimir la coartada que siempre permitió barnizar de bonito las atrocidades patrias. El que tiraba judíos o moros al pozo, el campesino que, azuzado por el cura, mataba liberales a pedradas, el miliciano que arrastraba por la calle al de derechas hecho filetes, y todas las viceversas que ustedes quieran, podían alegar, en su descargo, la malabestiez de sus personas, embrutecidas por siglos de oscuridad, desesperación e ignorancia. Pero ahora ya no vale. Ahora todo el mundo sabe leer, y conoce tiendas donde venden libros, y va al cine, y ve la tele, y hay, manipulada o no, más información circulando de la que hubo nunca. Y ahora la que se queda preñada es porque quiere, y quien trinca un síndrome es porque quiere, y quien se mete un gramo de algo por donde sea es porque quiere, y quien le da su apoyo parlamentario al PSOE o al lucero del alba y cree en los reyes magos es porque quiere. Aquí ya no se encuentran inocentes ni en las incubadoras.
El asunto de la niña de marras, como todos los linchamientos insolidarios y cobardes en este país, no tiene más causa que el egoísmo, la falta de caridad, la mala fe de una condición humana agravada en sus peores aspectos por la ciénaga mezquina, demagógica, autosatisfecha, en que chapoteamos a diario. Aquí se deja morir a gente en las aceras sin tan siquiera una mirada de piedad. Exigimos una televisión más culta y después nos sentamos ocho millones a ver programas de intenso efecto laxante. Apuñalamos por un partido de fútbol o por el color de una piel. Escarnecemos en mujeres de presidiarios lo que nadie osó en sus maridos cuando eran canallas libres y poderosos. Enseñamos a críos de cuatro años, desde bien temprano, a meter la mano con la piedra en el tumulto para rematar al desgraciado que está en el suelo. Somos zafios, ruines y cobardes demasiado a menudo. Por eso hay días que me avergüenza ser español.
5 de febrero de 1995
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