Pues resulta que recibo una carta con sus sellos pegados, y entre ellos hay uno con el careto de Fernando VII (1784-1833). Y me digo: hay que fastidiarse, colega. Con la de reyes que ha habido en este país, reyes para dar y regalar, y tiene que salir ése en mi carta, oye, el mayor hijo puta que llevó corona. El rey más cobarde, más vil y más infame que hemos tenido en esta tierra donde de monarcas chungos sabemos un rato, y a quien ni siquiera esa cara de atravesado y de borde relamido que le pintó Goya -el sordo sabía mirar adentro- hizo justicia.
He escrito alguna vez que la estupidez, la ignorancia voluntaria, la deslealtad y la mala fe en políticos y monarcas me vuelven intolerante hasta el punto de hacerme añorar, a veces, una guillotina en mitad de una plaza pública. Pero en el caso de Fernando VII esa añoranza mía roza la frustración. Porque ese individuo, que nunca vio su cabeza en un cesto como el idiota de su primo el gabacho gordito, fue un perfecto miserable y un canalla, pero nunca fue un estúpido. Y su vileza ante Napoleón, la negra reacción en que sumió a España tras la expulsión de los franceses, su camarilla de canónigos y mangantes, su persecución de liberales, su desprecio a la Constitución entonces más avanzada del planeta y su despotismo salvaje, no se debieron a impulsos imbéciles, sino a cálculos inteligentes, astutos y cobardes. Fernando de Borbón fue capaz de denunciar a sus cómplices en la conjura contra Godoy, de lamerle las botas al francés que lo despojaba de un reino, de condenar a muerte a quienes le devolvieron la corona; y todo eso lo hizo sopesando minuciosamente los pros y los contras. Fue como los malvados de las viejas películas, pero peor. Fue un rey malo de cojones.
Recuerdo que hace cosa de un año estuve dándole vueltas al personaje, después de una representación de "El sí de las niñas", de Moratín. Cuando vi a Emilio Gutiérrez Caba interpretar de forma excelente al maduro don Diego en la última escena del tercer acto -"Eso resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece"- no pude menos que pensar, como me ocurre ahora ante el sello de marras: qué mala suerte, qué desgraciado país el nuestro, siempre a punto de conseguirlo y siempre recibiendo a última hora un sartenazo que lo pone todo patas arriba, que nos arroja de nuevo al abismo. Cuando por fin nos hacemos romanos y hablamos latín y construimos acueductos, llegan los bárbaros. Cuando el Renacimiento y los siglos de oro nos pillan siendo primera potencia mundial, aparecen Lutero y Calvino, viene la Contrarreforma y todo se va a tomar por saco. Y cuando por fin nos encontramos ante la gran oportunidad del siglo de las luces y la revolución, y hay gente como Jovellanos y Moratín y Goya, llegan los franceses y nos funden los plomos, y a los lúcidos los convierten en afrancesados. Y encima, sin proponérselo, hacen de un Borbón abyecto un héroe nacional. Y aún así hay militares que leen libros y hablan de soberanía popular y de libertad, y españoles dispuestos a ponerse de acuerdo, aunque sea para degollar franchutes, y políticos capaces de sentarse en Cádiz a hacer una Constitución que es la leche. Y entonces Fernando VII vuelve a por una corona que no se ha ganado, y asesorado por curas fanáticos, por correveidiles y lameculos, va y se lo cepilla todo, abole la Constitución, cierra periódicos y teatros, y ejecuta a los generales y guerrilleros que pelearon por él, menos a Mina, que se larga a Francia, y después a Riego, y al empecinado, y a Manzanares y a Torrijos y a Mariana Pineda; y Francia e Inglaterra se llenan de exiliados, y aquí se impone la reacción más siniestra, y otra vez, como siempre, a las tinieblas cuando estábamos a pique de levantar cabeza. Y encima, cuando se muere, el tío nos deja de herencia a la chocho loco de su hija Isabelita, que trajo cola. Y de postre, las guerras carlistas.
En fin. Cuando empecé a teclear estas líneas iba a pedir que me ahorren cartas con la jeta de ese rey, que maldita sea su estampa. Pero, pensándolo mejor, rectifico. Es bueno recordar que la infancia existe, y que siempre acecha un vil mierdecilla dispuesto a cargárselo todo con el pretexto de la religión, la raza, la nación, la lengua o el chichi de la Bernarda. Caciques locales, mercachifles de feria, apostólicos postmodernos, reaccionarios a quienes ahora no se les cae la palabra democracia de la boca, pero siguen queriendo devolvernos al pozo de las sombras.
16 de agosto de 1998
He escrito alguna vez que la estupidez, la ignorancia voluntaria, la deslealtad y la mala fe en políticos y monarcas me vuelven intolerante hasta el punto de hacerme añorar, a veces, una guillotina en mitad de una plaza pública. Pero en el caso de Fernando VII esa añoranza mía roza la frustración. Porque ese individuo, que nunca vio su cabeza en un cesto como el idiota de su primo el gabacho gordito, fue un perfecto miserable y un canalla, pero nunca fue un estúpido. Y su vileza ante Napoleón, la negra reacción en que sumió a España tras la expulsión de los franceses, su camarilla de canónigos y mangantes, su persecución de liberales, su desprecio a la Constitución entonces más avanzada del planeta y su despotismo salvaje, no se debieron a impulsos imbéciles, sino a cálculos inteligentes, astutos y cobardes. Fernando de Borbón fue capaz de denunciar a sus cómplices en la conjura contra Godoy, de lamerle las botas al francés que lo despojaba de un reino, de condenar a muerte a quienes le devolvieron la corona; y todo eso lo hizo sopesando minuciosamente los pros y los contras. Fue como los malvados de las viejas películas, pero peor. Fue un rey malo de cojones.
Recuerdo que hace cosa de un año estuve dándole vueltas al personaje, después de una representación de "El sí de las niñas", de Moratín. Cuando vi a Emilio Gutiérrez Caba interpretar de forma excelente al maduro don Diego en la última escena del tercer acto -"Eso resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece"- no pude menos que pensar, como me ocurre ahora ante el sello de marras: qué mala suerte, qué desgraciado país el nuestro, siempre a punto de conseguirlo y siempre recibiendo a última hora un sartenazo que lo pone todo patas arriba, que nos arroja de nuevo al abismo. Cuando por fin nos hacemos romanos y hablamos latín y construimos acueductos, llegan los bárbaros. Cuando el Renacimiento y los siglos de oro nos pillan siendo primera potencia mundial, aparecen Lutero y Calvino, viene la Contrarreforma y todo se va a tomar por saco. Y cuando por fin nos encontramos ante la gran oportunidad del siglo de las luces y la revolución, y hay gente como Jovellanos y Moratín y Goya, llegan los franceses y nos funden los plomos, y a los lúcidos los convierten en afrancesados. Y encima, sin proponérselo, hacen de un Borbón abyecto un héroe nacional. Y aún así hay militares que leen libros y hablan de soberanía popular y de libertad, y españoles dispuestos a ponerse de acuerdo, aunque sea para degollar franchutes, y políticos capaces de sentarse en Cádiz a hacer una Constitución que es la leche. Y entonces Fernando VII vuelve a por una corona que no se ha ganado, y asesorado por curas fanáticos, por correveidiles y lameculos, va y se lo cepilla todo, abole la Constitución, cierra periódicos y teatros, y ejecuta a los generales y guerrilleros que pelearon por él, menos a Mina, que se larga a Francia, y después a Riego, y al empecinado, y a Manzanares y a Torrijos y a Mariana Pineda; y Francia e Inglaterra se llenan de exiliados, y aquí se impone la reacción más siniestra, y otra vez, como siempre, a las tinieblas cuando estábamos a pique de levantar cabeza. Y encima, cuando se muere, el tío nos deja de herencia a la chocho loco de su hija Isabelita, que trajo cola. Y de postre, las guerras carlistas.
En fin. Cuando empecé a teclear estas líneas iba a pedir que me ahorren cartas con la jeta de ese rey, que maldita sea su estampa. Pero, pensándolo mejor, rectifico. Es bueno recordar que la infancia existe, y que siempre acecha un vil mierdecilla dispuesto a cargárselo todo con el pretexto de la religión, la raza, la nación, la lengua o el chichi de la Bernarda. Caciques locales, mercachifles de feria, apostólicos postmodernos, reaccionarios a quienes ahora no se les cae la palabra democracia de la boca, pero siguen queriendo devolvernos al pozo de las sombras.
16 de agosto de 1998
3 comentarios:
Que grande eres, Reverte ¡¡¡
Increíble el artículo. ¡Grande!
Siempre se lo leía a mis alumnos cuando estudiábamos esa época histórica. Simplemente Genial Arturo!
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