Pues ya ves, Marina, tronquilla, a algunas enfermeras no les gusta que digas que no quieres ser enfermera. Se suben por las paredes y te acusan de insultar al muy honrado gremio, hay que ver, quién se habrá creído que es esa tía, oye, la Mayoral, despreciando e insultando y vilipendiando nuestra profesión de ese modo tan agresivo e infame. Así que, claro, escriben cartas al director poniéndote a parir. Y es que te olvidaste, colega, de que en este país el todo suele sentirse aludido en la parte, por mínima que sea, con una susceptibilidad que ya quisiéramos para otros asuntos de más enjundia. Es como si yo digo, por ejemplo, que mi vocación de toda la vida fue capador de canarios flauta, y que nunca me llamó la atención lo de ser, no sé, bombero; y el colectivo de bomberos va y se ofende, y me dice oiga usted, a ver por qué insulto a los bomberos, y que si tengo algo contra los cascos y las mangueras, y que la próxima vez que se le pegue fuego a mi casa van a apagarlo mis muertos con un sifón. Y es que, entre la falta de sentido del humor y la mala leche que tenemos en este país maldito de Dios, con la tecla, Marina, hay que cogérsela siempre con papel de fumar, o con lo que industriéis las hembras en tales casos. Me refiero a la tecla y al equivalente. Y por cierto, antes de que la AEPG – Asociación de Erizas en Pie de Guerra- se abalance sobre la Olivetti, el PC o el bolígrafo, matizaré que, según el diccionario de la R.A.E., hembra, del latín fémina, significa animal y/o persona del sexo femenino, o sea, mujer. Así que pueden ahorrarse la bronca y el sello de Fernando VII.
Por cierto, y ya que hoy vamos de broncas y de sellos, aprovecho para responder a los seis o siete lectores de Pamplona que han escrito jiñándose en mis mulés por el artículo que escribí choteándome, dicen, de los sanfermines; y para acusarme, por natural extensión, de insultar a Navarra, a la Euzkadi irredenta, al fantasma de Zumalacárregui y al detente bala de San Apapucio, requeté y mártir. Porque el arriba firmante, o sea, yo, se niega a comerse ese marrón. Ni he estado en Pamplona, ni visité los sanfermines en mi puta vida, ni escribí nunca sobre el asunto. Quien sí lo ha hecho, creo, en fecha reciente, ha sido mi viejo colega Javier Reverte, que no es un pseudónimo mío sino un señor que se llama así, Javier Reverte, por el morro. O sea, un fulano que ni es pariente mío ni es nada, aunque, eso sí, compartimos vieja amistad y recuerdos desde hace casi treinta años, cuando ambos nos ganábamos la vida, él como articulista y yo como reportero, en Pueblo. Así que si a alguien tienen que inflar a hostias vayan e ínflenlo a él, y a mí no me den la barrila con artículos de otros. Además, de ese modo, Javier tendrá un pretexto para huir de este país de gilipollas y largarse otra temporada al extranjero y escribir otro libro de viajes estupendo como ese de El sueño de África, que lleva la tira de tiempo encabezando lista de más vendidos, y con razón. Que es que hay que leer mejor las firmas, listillos. Y enterarse.
Y para terminar, ya que hoy me he arrancado por el palo de los asuntos personales, quiero dar las gracias a Ángeles Caso por, ella sí, reivindicar la honra del muy honesto gremio de enfermeras y ofrecerse voluntaria para atendernos a Javier Marías y a mí en caso de estocadas o pistoletazos mutuos. Su rasgo me decide definitivamente a dejarme herir por mi vecino de página, a ser posible con el consabido tiro en el hombro; pues sólo pensar que Ángeles se ocupe de velar mi delirio vestida de Beba la Enfermera hace que se me salten los pulsos. Adoro a esa mujer desde que entramos juntos en la tele, a mediados de los años ochenta; y siempre le digo que podría ser la Bárbara Cartland española pero en plan bien, si quisiera; lo que pasa es que no quiere. Si yo fuera su editor, me forraba, porque tiene todos los ingredientes: escribe bien, es educadísima, pálida, frágil, sensible y romántica, con unos ojos de a palmo, y siempre la recordaré una tarde gris de otoño embelleciendo con su mera presencia los cuadros de Brueghel el Viejo en el museo Kunst de Viena. La imagino ahora al amanecer, con su pamela y su sombrilla, recogiéndome herido sobre la hierba junto a un acantilado asturiano, como en La mujer del teniente francés, y luego aliviándome las horas de dolor con tisanas y con piezas de Chopin al piano, mirándome con esos ojos que deberían pagar impuestos. Así que te juro que nunca será tuya, Marías, perro inglés. Never never never de never. O sea, nunca.
30 de agosto de 1998
Por cierto, y ya que hoy vamos de broncas y de sellos, aprovecho para responder a los seis o siete lectores de Pamplona que han escrito jiñándose en mis mulés por el artículo que escribí choteándome, dicen, de los sanfermines; y para acusarme, por natural extensión, de insultar a Navarra, a la Euzkadi irredenta, al fantasma de Zumalacárregui y al detente bala de San Apapucio, requeté y mártir. Porque el arriba firmante, o sea, yo, se niega a comerse ese marrón. Ni he estado en Pamplona, ni visité los sanfermines en mi puta vida, ni escribí nunca sobre el asunto. Quien sí lo ha hecho, creo, en fecha reciente, ha sido mi viejo colega Javier Reverte, que no es un pseudónimo mío sino un señor que se llama así, Javier Reverte, por el morro. O sea, un fulano que ni es pariente mío ni es nada, aunque, eso sí, compartimos vieja amistad y recuerdos desde hace casi treinta años, cuando ambos nos ganábamos la vida, él como articulista y yo como reportero, en Pueblo. Así que si a alguien tienen que inflar a hostias vayan e ínflenlo a él, y a mí no me den la barrila con artículos de otros. Además, de ese modo, Javier tendrá un pretexto para huir de este país de gilipollas y largarse otra temporada al extranjero y escribir otro libro de viajes estupendo como ese de El sueño de África, que lleva la tira de tiempo encabezando lista de más vendidos, y con razón. Que es que hay que leer mejor las firmas, listillos. Y enterarse.
Y para terminar, ya que hoy me he arrancado por el palo de los asuntos personales, quiero dar las gracias a Ángeles Caso por, ella sí, reivindicar la honra del muy honesto gremio de enfermeras y ofrecerse voluntaria para atendernos a Javier Marías y a mí en caso de estocadas o pistoletazos mutuos. Su rasgo me decide definitivamente a dejarme herir por mi vecino de página, a ser posible con el consabido tiro en el hombro; pues sólo pensar que Ángeles se ocupe de velar mi delirio vestida de Beba la Enfermera hace que se me salten los pulsos. Adoro a esa mujer desde que entramos juntos en la tele, a mediados de los años ochenta; y siempre le digo que podría ser la Bárbara Cartland española pero en plan bien, si quisiera; lo que pasa es que no quiere. Si yo fuera su editor, me forraba, porque tiene todos los ingredientes: escribe bien, es educadísima, pálida, frágil, sensible y romántica, con unos ojos de a palmo, y siempre la recordaré una tarde gris de otoño embelleciendo con su mera presencia los cuadros de Brueghel el Viejo en el museo Kunst de Viena. La imagino ahora al amanecer, con su pamela y su sombrilla, recogiéndome herido sobre la hierba junto a un acantilado asturiano, como en La mujer del teniente francés, y luego aliviándome las horas de dolor con tisanas y con piezas de Chopin al piano, mirándome con esos ojos que deberían pagar impuestos. Así que te juro que nunca será tuya, Marías, perro inglés. Never never never de never. O sea, nunca.
30 de agosto de 1998
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