Pues eso. Que ya se nos instaló el buen tiempo, y las chicas guapas pasean pisando fuerte como si no fueran a envejecer nunca. Y las terrazas de los bares y de los cafés se llenan de mesas, convirtiéndose en atalayas privilegiadas para la gente a la que le gusta sentarse a ver pasar la vida. Ya conocen algunos de ustedes mi debilidad, tan mediterránea ella, por sentarme en las terrazas a mirar. Porque no hay observatorio más exacto. Te sitúas al acecho como un francotirador, con un libro, una re¬vista o los diarios como parapeto, y de vez en cuando levantas la vista a ver qué se te pone delante. Por una terraza desfilan todas y cada una de las facetas de la condición humana: la vanidad, la juventud, la decadencia, el amor, la miseria, la soledad, la locura. Allí, mientras remueves el café con la cucharilla, lo mismo desprecias hasta la náusea al ser humano que te conmueves bien adentro porque algo, un rostro, un gesto, una palabra, hacen que de pronto te sientas solidario y cercano. La vida, he dicho antes. Y a veces me pregunto cómo se las arreglan aquellos a los que nadie, una persona, un libro, su propio instinto, enseñó a mirar.
El caso es que estaba el otro día en Málaga, en plena calle Larios, y tras saludar a mis viejos amigos los camareros del café Central, obligado ritual cuando llego a la esquina, fui a sentarme en una mesa de afuera. El Central es uno de los apostaderos privilegiados de Málaga, y el encanto que le dan matrimonios mayores y parroquianos habituales que toman el aperitivo no consiguen cargárselo ni siquiera los guiris de sandalias con calcetines y bañadores floreados llega la temporada, querido vecino que miran el menú con desconfianza y luego piden una pizza, y a lo mejor es por eso por lo que suelen dirigirse a los camareros remedando un poquito el italiano. De cualquier manera, uno comprende que los del Central tienen que vivir, como todo cristo, y tampoco es cosa de echar a los guiris a hostias para mantener el encanto local del sitio. Un cliente es un cliente. Y el que no quiera guiris que se acerque a Argelia, que allí las terrazas de los bares están, creo, con un color local que da gusto verlas.
Pero a lo que iba. Les contaba que seguía yo en la terraza malagueña, mirando, y los guiris allí. tan panchos, con sus litronas de Lanjarón que ya se traen puestas y el menú y demás. Y en eso empezaron a llegar. Me refiero a esa maravillosa colección de personajes que, si te sientas en una terraza española, empieza a desfilar puntual ante tu mesa. Déme algo. Déme algo. Ocurre un poco por todas partes -Cartagena y Valencia, por ejemplo, están bien surtidas-, pero reconozco que no hay nada como Andalucía para material de primera clase. No vean esa Sevilla. Ese Cádiz. Esa Málaga. Y yo, que colecciono cierta clase de personal -hasta los apunto en pedazos de periódico y servilletas de bar para que no se me olviden-, disfruté como un serbio con un rifle repasando la colección de primavera que desfiló en sólo quince minutos.
Tengo delante de mí media hoja del Diario de Málaga escrita por los márgenes con el catálogo exacto. Primero fue un mendigo normal, de infantería, pidiendo para comer. Veinte duros. Luego una gitana con muy mala leche, que se puso como una fiera porque un guiri gordo con una camiseta de Parque Jurásico no la dejó pronosticarle su fascinante futuro. Tras la gitana vino una rumana jovencita y pelmaza, con esas faldas que llevan hasta los pies, que apenas desapareció de mi vista yo estaba ocupado intentando inútilmente convencer a un limpiabotas de que mis zapatos ya estaban lustrados e impecables- fue relevada por otra gitana guapetona que vendía claveles. A todo esto, un loco, o sea, uno que estaba majareta perdido, se paseaba entre las mesas mirando muy serio a los que allí estábamos y de vez en cuando soltaba largas parrafadas con mal humor, como si tuviera algún problema personal grave e insoluble. Me distrajo del loco un flamenco flaco, con tejanos, camiseta y un peine en el bolsillo trasero del pantalón, que de buenas a primeras apareció y se puso a cantar bandolero, bandolero, con una cuerda menos en la guitarra y un morro que se lo pisaba. Otros veinte duros. Aún pasó una tercera gitana pidiendo para la leche de sus niños. El loco se había sentado en un escalón de la puerta de al lado y le contaba su vida a una familia guiri, padre, madre y tres niños rubios, que estaban tan acojonados que no osaban levantar la cabeza de los platos de hamburguesa. Es inofensivo de toda la vida, les decía el camarero, campechano, sin convencerlos del todo. Pero lo mejor de la serie fue un fulano muy moreno y sin afeitar que llegó a última hora pidiendo de mesa en mesa, con un pantalón remangado hasta el muslo y la pierna absolutamente sana. Sucia que te rilas, eso sí. Pero sana que daba gloria verla. El tío se ponía delante de ti, te enseñaba la pierna por las buenas, y la gente le daba. Yo mismo aflojé mis últimos veinte duros. Y es que, como dicen por allá abajo, ciertas cosas tienen mucho arte.
13 de mayo de 2001
El caso es que estaba el otro día en Málaga, en plena calle Larios, y tras saludar a mis viejos amigos los camareros del café Central, obligado ritual cuando llego a la esquina, fui a sentarme en una mesa de afuera. El Central es uno de los apostaderos privilegiados de Málaga, y el encanto que le dan matrimonios mayores y parroquianos habituales que toman el aperitivo no consiguen cargárselo ni siquiera los guiris de sandalias con calcetines y bañadores floreados llega la temporada, querido vecino que miran el menú con desconfianza y luego piden una pizza, y a lo mejor es por eso por lo que suelen dirigirse a los camareros remedando un poquito el italiano. De cualquier manera, uno comprende que los del Central tienen que vivir, como todo cristo, y tampoco es cosa de echar a los guiris a hostias para mantener el encanto local del sitio. Un cliente es un cliente. Y el que no quiera guiris que se acerque a Argelia, que allí las terrazas de los bares están, creo, con un color local que da gusto verlas.
Pero a lo que iba. Les contaba que seguía yo en la terraza malagueña, mirando, y los guiris allí. tan panchos, con sus litronas de Lanjarón que ya se traen puestas y el menú y demás. Y en eso empezaron a llegar. Me refiero a esa maravillosa colección de personajes que, si te sientas en una terraza española, empieza a desfilar puntual ante tu mesa. Déme algo. Déme algo. Ocurre un poco por todas partes -Cartagena y Valencia, por ejemplo, están bien surtidas-, pero reconozco que no hay nada como Andalucía para material de primera clase. No vean esa Sevilla. Ese Cádiz. Esa Málaga. Y yo, que colecciono cierta clase de personal -hasta los apunto en pedazos de periódico y servilletas de bar para que no se me olviden-, disfruté como un serbio con un rifle repasando la colección de primavera que desfiló en sólo quince minutos.
Tengo delante de mí media hoja del Diario de Málaga escrita por los márgenes con el catálogo exacto. Primero fue un mendigo normal, de infantería, pidiendo para comer. Veinte duros. Luego una gitana con muy mala leche, que se puso como una fiera porque un guiri gordo con una camiseta de Parque Jurásico no la dejó pronosticarle su fascinante futuro. Tras la gitana vino una rumana jovencita y pelmaza, con esas faldas que llevan hasta los pies, que apenas desapareció de mi vista yo estaba ocupado intentando inútilmente convencer a un limpiabotas de que mis zapatos ya estaban lustrados e impecables- fue relevada por otra gitana guapetona que vendía claveles. A todo esto, un loco, o sea, uno que estaba majareta perdido, se paseaba entre las mesas mirando muy serio a los que allí estábamos y de vez en cuando soltaba largas parrafadas con mal humor, como si tuviera algún problema personal grave e insoluble. Me distrajo del loco un flamenco flaco, con tejanos, camiseta y un peine en el bolsillo trasero del pantalón, que de buenas a primeras apareció y se puso a cantar bandolero, bandolero, con una cuerda menos en la guitarra y un morro que se lo pisaba. Otros veinte duros. Aún pasó una tercera gitana pidiendo para la leche de sus niños. El loco se había sentado en un escalón de la puerta de al lado y le contaba su vida a una familia guiri, padre, madre y tres niños rubios, que estaban tan acojonados que no osaban levantar la cabeza de los platos de hamburguesa. Es inofensivo de toda la vida, les decía el camarero, campechano, sin convencerlos del todo. Pero lo mejor de la serie fue un fulano muy moreno y sin afeitar que llegó a última hora pidiendo de mesa en mesa, con un pantalón remangado hasta el muslo y la pierna absolutamente sana. Sucia que te rilas, eso sí. Pero sana que daba gloria verla. El tío se ponía delante de ti, te enseñaba la pierna por las buenas, y la gente le daba. Yo mismo aflojé mis últimos veinte duros. Y es que, como dicen por allá abajo, ciertas cosas tienen mucho arte.
13 de mayo de 2001
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