domingo, 2 de septiembre de 2001

La mujer del vestido blanco


Es curioso cómo algunas cosas se parecen a otras. Aquélla me recordaba una escena de Sarajevo, o de Beirut en los viejos tiempos, y resulta que estábamos en mitad de La Mancha. El caso es que el otro día iba al volante por donde les cuento, autovía A-3 pasada la venta de San José, por esas rectas donde la gente arrea, zuaaas, zuaaas, de manera que sorprende que no palmen de diez en diez, cuando al llegar a una curva vi una nube de polvo, coches que paraban, etcétera. Leñazo habemus, me dije. Di las luces intermitentes y aflojé la marcha, y al otro lado de la polvareda vi una escena idéntica a ciertas imágenes que uno tiene en la memoria: un coche patas arriba en la cuneta y una mujer con un vestido blanco que salía tambaleándose, los brazos extendidos, el rostro fuera de sí y la boca abierta en un grito, supongo, porque yo llevaba las ventanillas cerradas y la escena era muda. La mujer se dirigía a un hombre que había salido antes y que estaba de pie, inmóvil, como si estuviera medio torrija y no se diera cuenta de lo que ocurría. Y ese hombre se tocaba la cabeza con las manos y miraba el suelo, el aire incrédulo, de reflexionar mucho o contemplar algo, o a alguien, tirado allí.

Ya había iniciado yo los movimientos para detenerme; pero vi que había varios coches en el arcén, y que paraban más, una veintena de personas corriendo hacia los accidentados, otros hablando por teléfono móvil y dos coches junto al poste de teléfono SOS que por suerte se levantaba algo más lejos. Así que me dije: bueno, chaval, eso está controlado y ahí sobras. Y seguí camino. Lo curioso es que, de toda la escena, la imagen que me quedó en la cabeza, y que aún estuvo presente unos kilómetros, fue la de la mujer: su expresión aterrada y sorprendida, el desgarro del grito silencioso ante el horror que acababa de golpearla de aquella manera inesperada y brutal. Y yo la he visto antes, pensé. Los he visto a los dos, y también al que estaba tirado en el suelo, si es que de veras había allí alguien a quien miraba el hombre que se tocaba estupefacto la cabeza. Porque la escena era idéntica a las que vi muchas veces cuando me ganaba la vida en el otro oficio; cuando después de caer una bomba, raaaaca, bum, y tras el estampido, entre el polvo, asomaban hombres aturdidos que se tocaban la cabeza como aquel de la A-3, y mujeres con los brazos abiertos y la cara desencajada y la boca abierta en un grito de horror, a veces ensangrentadas, a veces con un niño reventado en los brazos, a veces increpando absurdamente -o quizás no era tan absurdo del todo- al hombre aturdido que había sido incapaz de rnantenerlos a salvo del dolor y de la muerte. Y es que, en realidad es lo mismo, concluí una vez más, al ver las luces de una ambulancia pasar a toda velocidad por el carril contrario. Vivimos tiempos en los que el hombre ha conseguido rodearse de barreras que le permiten disimular la existencia del dolor y de la muerte. Nuestros abuelos sabían todo eso; pero a los abuelos los encerramos y amordazamos en asilos y en hospitales para que murieran detrás de biombos, y no nos lo recordaran. Ahora tenemos residencias de ancianos, sanatorios y eufemismos. El truco es no miro, luego ignoro. Ignoro, luego no existe. Y nos movemos por la vida con una seguridad suicida, basada en la absurda certeza, o esperanza, de que nunca vamos a sufrir, de que la enfermedad y el dolor son cosa de otros, y que nosotros no vamos a cascar jamás. Y así nos va. Porque el hecho de que no pensemos en ello, de que nuestra actual forma de vida tan funcional y tan moderna -guapos e inmortales como somos ahora-, mantenga al Horror en ese distante segundo plano, ámbito de lo posible pero improbable, no impide que ese Horror siga estando donde siempre estuvo: al acecho, en espera de la oportunidad para manifestarse en toda su violencia y su crudeza. Y de pronto, camino de las vacaciones, cuando acabas de enamorarte, justo al terminar la carrera, recién nacido o al día siguiente de conseguir la anhelada jubilación, ese Horror llega y dice hola buenas, familia. Alehop. Y cae la bomba en el comedor de la casa, o el imbécil de Manolo hace ese adelantamiento que no debía, o el azar te pone en el sitio justo a la hora precisa. Entonces, paf, todo vuelve a ser como antes. Como siempre fue y nunca dejó de ser, aunque lo hayamos olvidado. Y, ya sin estar preparado para ello, el ser humano vuelve a verse enfrentado a su propia fragilidad, a su condición mortal y a su miseria.

Todo eso es natural, y son las reglas. Fue siempre así, desde hace siglos, y lo seguirá siendo hasta el final de los tiempos. Lo único que a estas alturas resulta injustificable es la sorpresa, el gesto incrédulo del hombre que se toca la cabeza mientras suena el grito de la mujer del vestido blanco. Imperdonable la estúpida expresión de quien se pregunta cómo es posible que esto haya podido ocurrirme a mí.

2 de septiembre de 2001

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