domingo, 23 de septiembre de 2001

Pelmazos sin fronteras


Hoy vengo a la tecla con animus citandi. Decía uno de los hermanos Goncourt –si no lo dijo uno lo dijo el otro- que en sociedad se reconoce a la gente educada por algo muy sencillo: te hablan siempre de lo que te interesa. Eso coincide con aquel comentario de Heine, don Enrique, que utilicé hace dieciséis años como epígrafe para una novela: “Soy el hombre más cortés del mundo. Me precio de no haber sido grosero nunca, en esta tierra donde hay tantos insoportables bellacos que vienen a sentarse junto a uno, a contarle sus cuitas e incluso a declamarle sus versos”. Y eso que en tiempos de Heine y de los Goncourt la gente procuraba parecer educada, aunque no lo fuera. Ahora se procura alardear de lo contrario: de naturalidad, de franqueza y de falta de educación. Cuando alguien dice que me vas a perdonar, oye, pero soy muy sincero, es para echarse a temblar; sobre todo cuando nadie le ha pedido que lo sea, y a veces ni siquiera que abra la boca. No es ya que estés sentado en un café o un restaurante y los vecinos de mesa te informen a gritos de tu vitae, o que un tonto del culo con teléfono móvil te ponga al corriente en el tren o en mitad de la calle de los apasionantes pormenores de su vida laboral o sentimental. Es que hay prójimos que a las primeras de cambio te endilgan directamente, sin ningún pudor, monografías personales que maldito te importan.

Verdean de muchos tonos, claro. Ustedes tendrán los suyos y yo tengo los míos. Los que mandan, por ejemplo, novelas inéditas que nadie ha pedido –hay semanas que recibo cinco-, y luego cartas indignadas porque no dedicas dos o tres días de tu vida a leer cada una, y después otra hora de tu tiempo a aconsejar al autor sobre su futuro literario. O quienes, en una conferencia sobre el capitán Alatriste, piden palabra y disertan quince minutos sobre lo que opinan ellos del último Harry Potter. También está el pelmazo no cualificado: el que no aspira a ser escritor, ni conferenciante, ni otra cosa que el pelmazo a secas. Estás sentado en el café Gijón leyendo o cambiando miradas con Alfonso el cerillero cada vez que entra una señora estupenda, y de pronto se esclafa en tu mesa un tío al que no has visto en tu puta vida, que te dice, sin que le preguntes, que no ha leído nada tuyo –es del género franco, adviertes aterrado- pero considera que Javier Marías sí es un novelista brillante a quien su mujer, muy lectora, sigue mucho; y a continuación se pone a contarte su vida a quemarropa. La suya, ojo, no la de Marías, ni la de su mujer, ni la de su mujer y Marías. O se pone a opinar sobre esto y aquello, pese a que tú, a estas alturas de la vida, cuando quieres opiniones vas y las buscas. A mí, para que se hagan a una idea, me han contado la guerra de los Balcanes de pe a pa en la sala de espera de un aeropuerto, justo cuando yo regresaba de pasar varios meses en Zagreb o Sarajevo –mi tema favorito de conversación en ese momento, imagínense-. También miles de taxistas me han informado con detalles primorosos de lo mucho que nos jugamos todos en tal o cual partido del domingo, pese a que no soporto el fútbol ni a los taxistas parlanchines. Y locuaces matronas me han contado hasta la náusea lo que estudian sus hijos, lo que hace o no hace su digno esposo, y dónde pasaron las últimas vacaciones. Aderezado todo ello, a menudo, con guiños para implicarte en el ajo. Yo también escribo, dicen, o mi niña quiere ser periodista como usted, o yo es que en el fondo soy un aventurero, o tengo un cuñado en Murcia. Pretextos, en realidad, para hablar de sí mismos.

Uno comprende todo eso, claro. La gente anda bien sola y bien jodida, y es normal que procure desahogarse cuando puede, contando lo que sea. Esta misma página semanal tiene, a veces, mucho de desahogo o ajuste de cuentas; lo que pasa es que cualquiera puede saltársela, si quiere, e ir directamente al perro inglés, o a donde le salga; y además mi caso se justifica porque vivo de contar cosas y encima de desahogarme trinco viruta. Otra cosa es la gente que larga el rollo por la cara, acorralándote sin preocuparle si interrumpe algo: una lectura, una reflexión, un recuerdo, un dolor. Es descorazonadora esa impertinencia incapaz de considerar el momento idóneo para cada cosa, y que no distingue entre la atención cortés y el verdadero interés por la brasa que te están dando. Asusta comprobar lo mal que el pelmazo contumaz capta las señales de hastío e indiferencia de sus víctimas: esos asentimientos de cabeza que no comprometen, esos monosílabos mirando el reloj -ajá, no me diga, vaya, caspita-, que intercalamos en mitad del martirio macabeo. Al contrario. Ni siquiera lo de caspita los mosquea. Algunos se sienten animados, incluso, y redoblan su entusiasmo. Te cuentan lo de aquel sargento en la mili o la metástasis de su tía Merche, los miras, dices “no jodas” y contestan: “¿Verdad que sí?. Pues no sabes lo mejor, etcétera”. Y piden otra caña mientras tú piensas: así se te vaya por la glotis. Cabrón.

23 de septiembre de 2010

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