Se habría partido de risa, el muy cabrón, si hubiera sabido de antemano lo que se iba a decir y a escribir sobre su fiambre. Hasta los tertulianos de radio y los periodistas del corazón estuvieron, los días que siguieron a su muerte, llamándolo compañero -nuestro compañero Julio Fuentes, decían sin el menor rubor- y glosando con toda la demagogia del mundo su compromiso moral con la información y su sacrificio casi apostólico en aras de la humanidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad. De haber estado al loro sobre tanto panegírico -me lo imagino, como siempre, revisando las pilas del sonotone y acercando la oreja para oír mejor-, Julio se habría carcajeado hasta echar la pota. Ni puñetera idea, habría dicho. Esos cantamañanas no tienen ni puñetera idea. Pero déjalos. A estas alturas me da lo mismo. Y además, qué coño. Suena bonito.
Los de la Tribu, los que siguen en activo y los jubilados como yo, le hemos hecho nuestro propio funeral entre nosotros, más íntimo, a base de llamadas telefónicas, conversaciones en voz baja, miradas y silencios, juntándonos como los soldados veteranos que cuentan los huecos que el tiempo va dejando en las filas: tantos hasta tal fecha, Miguel Gil hace un año, Julio ahora. Suma y sigue. Y lo hemos hecho sonriendo pese a las lágrimas y a las blasfemias -Alfonso Rojo, Gerva Sánchez y Ramón Lobo lloraban y Márquez blasfemaba, cada uno es como es-, porque recordar a Julio, incluso muerto, te obliga tarde o temprano a sonreír: su ternura, su sordera, su camaradería, su absoluta falta de sentido del humor, el miedo que siempre sabía convertir en extrema valentía, su ingenuidad adobada con el cinismo del oficio. Su concepto personal de la vida como leyenda que uno se forja, construyendo un personaje y siéndole fiel hasta las últimas consecuencias. Al día siguiente de su muerte, en el periódico donde había publicado su última crónica, escribí -repetí- que Julio sabía mejor que nadie que a un reportero de guerra no lo asesinan nunca, sino que lo matan trabajando. Decir que te asesinan es insultarte. Son las reglas, y sólo los ignorantes o los idiotas creen seriamente que un guerrillero afgano analfabeto, un majara liberiano o un francotirador serbio van a comportarse según las exquisitas normas de la Convención de Ginebra, en un mundo donde Dios es un canalla emboscado. Julio era un profesional de la guerra. Un mercenario en el más honesto sentido del término. Un reportero de élite para quien aquello, en lo personal, era -o al menos lo fue durante mucho tiempo- una solución: un extraño hogar donde el horror puede asumirse como realidad cotidiana, y de esa forma deja de ser sorpresa o trampa. Una escuela de lucidez donde uno mismo está siempre dispuesto a pagar el precio. Un mundo fascinador y terrible donde, a diferencia de la puerca retaguardia, de las ciudades presuntamente civilizadas y razonables, todo es maravillosamente simple y funciona según normas elementales y precisas: el malo es el que te dispara y el bueno es aquel cuya sangre te salpica. Y cuando no tenía a mano guerras que meterse en vena, Julio vagaba por las ciudades y las redacciones como un alma en pena, colgado, autista, igual qué un marino sin barco o un cura sin fe. Como todos, después de tantos años de oficio, en los últimos tiempos empezaba a pensar en cambiar de vida: una mujer a la que amaba, una casa, tal vez hijos. Pero ya nunca sabremos cómo habría sido. En aquella carretera de Afganistán salió su número. No tuvo suerte. O tal vez sí la tuvo, porque de ese modo se convirtió, por fin, en la leyenda en que siempre quiso convertir su vida. Quizá aquel día se limitó a pagar el precio.
Ahora, como de costumbre, los vivos recordamos. Y lo hacemos con esa sonrisa de la que hablaba antes, al pensar en los iraquíes que se le rendían a Julio durante la guerra del Golfo, porque en su ansia por entrar el primero en Kuwait llegó a adelantarse a las tropas norteamericanas. O en cómo fue la envidia de la Tribu ligándose a Bianca Jagger en El Salvador -«eso llevo ganado para cuando palme», decía-. O aquel bombardeo en Osijek, cuando empezaron a caer cebollazos y todos bajamos al refugio, y él se quedó durmiendo arriba sin enterarse de nada, tan tranquilo, porque se había quitado el sonotone de la oreja para dormir. O cuando en Sarajevo unos periodistas jovencitos le preguntaron cómo se llamaba y respondió. «Soy Julio Fuentes, chavales. Una leyenda.» Ahora el muy perro nos ha hecho a sus amigos la faena de convertirse, por fin, en esa leyenda. Era el hombre más tierno del mundo, y vivió obsesionado por ser un tipo duro. Lo fue, y pagó el precio allí donde se envejece pronto, y donde a veces no se envejece nunca. Muriendo de pie. Y ahora está con Juantxu, Luis, Jordi, Miguel y los otros, con su sonotone y su chaleco antibalas, en el recuerdo de quienes tanto lo quisimos. En ese lugar a donde van, cuando los matan, los viejos reporteros valientes.
2 de diciembre de 2001
Los de la Tribu, los que siguen en activo y los jubilados como yo, le hemos hecho nuestro propio funeral entre nosotros, más íntimo, a base de llamadas telefónicas, conversaciones en voz baja, miradas y silencios, juntándonos como los soldados veteranos que cuentan los huecos que el tiempo va dejando en las filas: tantos hasta tal fecha, Miguel Gil hace un año, Julio ahora. Suma y sigue. Y lo hemos hecho sonriendo pese a las lágrimas y a las blasfemias -Alfonso Rojo, Gerva Sánchez y Ramón Lobo lloraban y Márquez blasfemaba, cada uno es como es-, porque recordar a Julio, incluso muerto, te obliga tarde o temprano a sonreír: su ternura, su sordera, su camaradería, su absoluta falta de sentido del humor, el miedo que siempre sabía convertir en extrema valentía, su ingenuidad adobada con el cinismo del oficio. Su concepto personal de la vida como leyenda que uno se forja, construyendo un personaje y siéndole fiel hasta las últimas consecuencias. Al día siguiente de su muerte, en el periódico donde había publicado su última crónica, escribí -repetí- que Julio sabía mejor que nadie que a un reportero de guerra no lo asesinan nunca, sino que lo matan trabajando. Decir que te asesinan es insultarte. Son las reglas, y sólo los ignorantes o los idiotas creen seriamente que un guerrillero afgano analfabeto, un majara liberiano o un francotirador serbio van a comportarse según las exquisitas normas de la Convención de Ginebra, en un mundo donde Dios es un canalla emboscado. Julio era un profesional de la guerra. Un mercenario en el más honesto sentido del término. Un reportero de élite para quien aquello, en lo personal, era -o al menos lo fue durante mucho tiempo- una solución: un extraño hogar donde el horror puede asumirse como realidad cotidiana, y de esa forma deja de ser sorpresa o trampa. Una escuela de lucidez donde uno mismo está siempre dispuesto a pagar el precio. Un mundo fascinador y terrible donde, a diferencia de la puerca retaguardia, de las ciudades presuntamente civilizadas y razonables, todo es maravillosamente simple y funciona según normas elementales y precisas: el malo es el que te dispara y el bueno es aquel cuya sangre te salpica. Y cuando no tenía a mano guerras que meterse en vena, Julio vagaba por las ciudades y las redacciones como un alma en pena, colgado, autista, igual qué un marino sin barco o un cura sin fe. Como todos, después de tantos años de oficio, en los últimos tiempos empezaba a pensar en cambiar de vida: una mujer a la que amaba, una casa, tal vez hijos. Pero ya nunca sabremos cómo habría sido. En aquella carretera de Afganistán salió su número. No tuvo suerte. O tal vez sí la tuvo, porque de ese modo se convirtió, por fin, en la leyenda en que siempre quiso convertir su vida. Quizá aquel día se limitó a pagar el precio.
Ahora, como de costumbre, los vivos recordamos. Y lo hacemos con esa sonrisa de la que hablaba antes, al pensar en los iraquíes que se le rendían a Julio durante la guerra del Golfo, porque en su ansia por entrar el primero en Kuwait llegó a adelantarse a las tropas norteamericanas. O en cómo fue la envidia de la Tribu ligándose a Bianca Jagger en El Salvador -«eso llevo ganado para cuando palme», decía-. O aquel bombardeo en Osijek, cuando empezaron a caer cebollazos y todos bajamos al refugio, y él se quedó durmiendo arriba sin enterarse de nada, tan tranquilo, porque se había quitado el sonotone de la oreja para dormir. O cuando en Sarajevo unos periodistas jovencitos le preguntaron cómo se llamaba y respondió. «Soy Julio Fuentes, chavales. Una leyenda.» Ahora el muy perro nos ha hecho a sus amigos la faena de convertirse, por fin, en esa leyenda. Era el hombre más tierno del mundo, y vivió obsesionado por ser un tipo duro. Lo fue, y pagó el precio allí donde se envejece pronto, y donde a veces no se envejece nunca. Muriendo de pie. Y ahora está con Juantxu, Luis, Jordi, Miguel y los otros, con su sonotone y su chaleco antibalas, en el recuerdo de quienes tanto lo quisimos. En ese lugar a donde van, cuando los matan, los viejos reporteros valientes.
2 de diciembre de 2001
2 comentarios:
Hola Arturo, mi nombre es Lucía. Sólo tengo 19 años, estudio 3º de periodismo y, si Dios quiere, me queda poquito para terminar la carrera. Fueron, precisamente, gente como Julio Fuentes, Miguel Gil Moreno o José Couso los que animaron mis deseos de convertirme en periodista. Siempre con ese afán de irme a la guerra, a aquella guerra desconocida donde los pueblos están perdidos de la mano de Dios. Donde poder ser el altavoz de esas gentes que no tienen nada y a nadie que les ayude. A veces me pregunto si es buena esta elección, que aún hoy conservo y reafirmo, de irme a esas guerras perdidas, a países árabes o/y musulmanes, o, simplemente, allí donde me lleve el futuro. Sólo espero conseguir mi sueño y correr mejor suerte que ellos, aunque siento mucho que acabaran así.
Supongo que una persona, a pesar de saber lo que le puede pasar en una guerra, nunca toma total conciencia de la posibilidad de morir. O quizás para esa persona morir no sea un problema. Un beso.
No había leido esta entrada, en su momento, y la verdad es que llena de alegría y tidavía hay gente, que está metidas en "fregaos2, para poder mandarnos la información veraz de todo lo que pasa. enhorabuena a todos los resporteros gráficos (iba a poner trágicos) que viene a ser lo mismo. Miguel Narros
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