Eran otros tiempos, y otros niños. También otros padres. Piensas en eso, melancólico, cuando en el catálogo de una casa de subastas de Madrid encuentras la foto de un vagón de tren de juguete: una cisterna amarilla, de latón, con el rótulo Campsa. La reconoces en el acto, porque ese vagón formaba parte de un tren eléctrico, con vías y caseta de cambio de agujas, que sus majestades los reyes magos de Oriente tuvieron el detalle de dejar en el balcón de tu casa en la madrugada de un 6 de enero, hace más o menos cuarenta y cinco tacos de calendario.
Qué curioso, ¿verdad? Eso de los recuerdos. La foto del vagoncito de tren se convierte de pronto en una ventana sobre tu memoria. En los años cincuenta, los críos aún éramos de una inocencia estremecedora: comparados con los escualos de videoconsola que ahora imponen su ley, el más puñetero meaba agua bendita. Quizá por eso la foto del vagón amarillo suscita imágenes, sensaciones y olores: un niño con abrigo y bufanda, los ojos muy abiertos frente a la vitrina de una juguetería donde se reflejaba, a su espalda, un mundo que parecía seguro, inmutable, perfecto. Música de villancicos, personas mayores cargadas con paquetes y deseándose felices pascuas, figuritas de belenes, corrales callejeros con auténticos pavos vivos, guardias municipales con casco blanco –esos guardias que parecían todos respetables y buenos– a quienes los conductores regalaban cajas de turrón y botellas de vino. Etcétera.
Y luego, en el esperado amanecer de colacao y olores tibios, el tren. En ese tiempo lejano no conocíamos la puta tele, el día de reyes todavía no era un criadero de pequeños psicópatas y retrasados mentales, y sus majestades de Oriente aún no se habían dejado sodomizar por el imbécil Papá Noel de George Bush y sus gringos. Todo discurría con sobriedad razonable: un par de juguetes al año, una muñeca para tu hermana, un balón de fútbol. Eso, claro, los niños con suerte. En cuanto al tren, recuerdas perfectamente cada vagón saliendo de su caja, las secciones de vía que se encajaban unas con otras hasta formar el gran óvalo de rieles negros sobre la alfombra. Y, maldita sea. Tardaste horas en jugar con ese tren. La primera sensación de propiedad fue sólo relativa. Cuando miras atrás recuerdas a tu padre, a tu tío y a un par de vecinos adultos reunidos en torno a las cajas recién abiertas, cigarrillos humeantes en la boca, de rodillas en el suelo, montando el tren eléctrico con tanto entusiasmo como si se lo hubieran traído a ellos, y no a ti. Enchufando el transformador, cambiando de vía, haciendo circular el convoy, tumbados alrededor, sin hacer caso de tus protestas. Luego, zagal. Luego. Lo estamos probando, a ver si falla algo. Vete a jugar por ahí. Criatura.
Ya ves. Ahora, casi medio siglo después, aquel vagoncito amarillo se ha convertido en un objeto de subasta que cuesta un huevo de la cara; y las viejas sombras familiares, el hombre flaco y elegante que fumaba tumbado en la alfombra, los vecinos, el tío, aquellos adultos arrodillados como chiquillos en torno al convoy y las vías, hace tiempo que desaparecieron para siempre y vagan por tu memoria igual que fantasmas, junto al niño de ojos soñolientos que los miraba, impotente, jugar con su tren.
Qué cosas. Apuesto la tecla eñe del ordenata a que no lo reconocerías. Me refiero al niño. De hecho, acabas de situarte ante un espejo buscándolo en el fulano que te mira desde el otro lado del azogue. Nada que ver. Ni rastro de él en esas arrugas, canas, marcas. Cicatrices. Y te preguntas dónde estará, a tales alturas de la feria. Luego enciendes la tele, y ves al sargento Mortimer Kowalski que apunta con su Cetme, o su Emedieciséis, o como se diga, a tres prisioneros en Iraq. Y echas cuentas. En días como estos ocurrió lo de Herodes: ris, ras, y angelitos al cielo. Pero lo de Herodes es un asunto de mala prensa. En realidad se cargó a treinta, como mucho. Belén era un pueblo pequeño.
El caso es que hoy, en la tele, Melchor, Gaspar y Baltasar tienen las manos en alto. Terroristas, los increpa el sargento Kowalski. Fuckings terroristas de mierda. Los camellos yacen por allí cerca, destripados de una ráfaga. Ratatatá. Operación Libertad Que Te Rilas, Petronila, rotula la CNN. En las alforjas de los camellos fiambres ya no hay trenes de juguete. Ahora lo del sargento Kowalski es un juego de ordenador.
5 de enero de 2004
Qué curioso, ¿verdad? Eso de los recuerdos. La foto del vagoncito de tren se convierte de pronto en una ventana sobre tu memoria. En los años cincuenta, los críos aún éramos de una inocencia estremecedora: comparados con los escualos de videoconsola que ahora imponen su ley, el más puñetero meaba agua bendita. Quizá por eso la foto del vagón amarillo suscita imágenes, sensaciones y olores: un niño con abrigo y bufanda, los ojos muy abiertos frente a la vitrina de una juguetería donde se reflejaba, a su espalda, un mundo que parecía seguro, inmutable, perfecto. Música de villancicos, personas mayores cargadas con paquetes y deseándose felices pascuas, figuritas de belenes, corrales callejeros con auténticos pavos vivos, guardias municipales con casco blanco –esos guardias que parecían todos respetables y buenos– a quienes los conductores regalaban cajas de turrón y botellas de vino. Etcétera.
Y luego, en el esperado amanecer de colacao y olores tibios, el tren. En ese tiempo lejano no conocíamos la puta tele, el día de reyes todavía no era un criadero de pequeños psicópatas y retrasados mentales, y sus majestades de Oriente aún no se habían dejado sodomizar por el imbécil Papá Noel de George Bush y sus gringos. Todo discurría con sobriedad razonable: un par de juguetes al año, una muñeca para tu hermana, un balón de fútbol. Eso, claro, los niños con suerte. En cuanto al tren, recuerdas perfectamente cada vagón saliendo de su caja, las secciones de vía que se encajaban unas con otras hasta formar el gran óvalo de rieles negros sobre la alfombra. Y, maldita sea. Tardaste horas en jugar con ese tren. La primera sensación de propiedad fue sólo relativa. Cuando miras atrás recuerdas a tu padre, a tu tío y a un par de vecinos adultos reunidos en torno a las cajas recién abiertas, cigarrillos humeantes en la boca, de rodillas en el suelo, montando el tren eléctrico con tanto entusiasmo como si se lo hubieran traído a ellos, y no a ti. Enchufando el transformador, cambiando de vía, haciendo circular el convoy, tumbados alrededor, sin hacer caso de tus protestas. Luego, zagal. Luego. Lo estamos probando, a ver si falla algo. Vete a jugar por ahí. Criatura.
Ya ves. Ahora, casi medio siglo después, aquel vagoncito amarillo se ha convertido en un objeto de subasta que cuesta un huevo de la cara; y las viejas sombras familiares, el hombre flaco y elegante que fumaba tumbado en la alfombra, los vecinos, el tío, aquellos adultos arrodillados como chiquillos en torno al convoy y las vías, hace tiempo que desaparecieron para siempre y vagan por tu memoria igual que fantasmas, junto al niño de ojos soñolientos que los miraba, impotente, jugar con su tren.
Qué cosas. Apuesto la tecla eñe del ordenata a que no lo reconocerías. Me refiero al niño. De hecho, acabas de situarte ante un espejo buscándolo en el fulano que te mira desde el otro lado del azogue. Nada que ver. Ni rastro de él en esas arrugas, canas, marcas. Cicatrices. Y te preguntas dónde estará, a tales alturas de la feria. Luego enciendes la tele, y ves al sargento Mortimer Kowalski que apunta con su Cetme, o su Emedieciséis, o como se diga, a tres prisioneros en Iraq. Y echas cuentas. En días como estos ocurrió lo de Herodes: ris, ras, y angelitos al cielo. Pero lo de Herodes es un asunto de mala prensa. En realidad se cargó a treinta, como mucho. Belén era un pueblo pequeño.
El caso es que hoy, en la tele, Melchor, Gaspar y Baltasar tienen las manos en alto. Terroristas, los increpa el sargento Kowalski. Fuckings terroristas de mierda. Los camellos yacen por allí cerca, destripados de una ráfaga. Ratatatá. Operación Libertad Que Te Rilas, Petronila, rotula la CNN. En las alforjas de los camellos fiambres ya no hay trenes de juguete. Ahora lo del sargento Kowalski es un juego de ordenador.
5 de enero de 2004
1 comentario:
También para mí a traído recuerdos ese vagón de tren...
A menudo un simple botón pone en marcha los complicados engranajes de nuestra mente, y entonces, es complicado acertar con cual es el punto que debemos tocar para volver a detenerla.
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