Antonio López es un tipo agradabilísimo, encantador. No lo sabía hasta que hace poco tuvimos ocasión de charlar un rato. Fue una conversación breve, interrumpida por otras personas, y fue imposible reanudarla. Eso me dejó en la boca algo que iba a decirle y no pude. No sobre el conjunto de su obra espléndida, ni sobre su emoción y su misterio, ni sobre los jirones de eternidad del tiempo detenido en sus lienzos; asuntos sobre los que, por otra parte, hablaría mucho con él, si tuviera ocasión, o más bien hablaría lo justo para que él hablara y yo pudiera escucharlo. No. Lo que me quedé sin contarle es una anécdota personal relacionada con él. Una pequeña historia, vieja de treinta años.
Los fines de semana que estoy en casa suelo cenar en un restaurante del Escorial, bajo una reproducción del cuadro Gran Vía: esa calle de Madrid desierta al amanecer de un día de verano, la luz de levante iluminando la Telefónica y en primer término el edificio con dos templetes circulares superpuestos, los rótulos de Baume & Mercier y la joyería Grassy, y el reloj de Piaget marcando las seis y media de la mañana. Y cada vez que me siento en el restaurante, bajo la reproducción, recuerdo que yo vi pintar ese cuadro. Sin saberlo entonces, claro. Hablo del año 73 o el 74, cuando aún no sabía quién era Antonio López. Y algunos de ustedes, supongo, tampoco.
Yo era un reportero de veintidós o veintitrés años. Trabajaba en el hoy desaparecido diario Pueblo, y entre viaje y viaje me quedaba en la redacción de la calle Huertas hasta las tantas, en compañía de aquella desquiciada redacción de golfos, burlangas, proxenetas, estafadores y alcohólicos que eran, tal vez precisamente por eso, los mejores periodistas del mundo. En esta España pichafría y correcta ya no se hacen periódicos así, ni hay gente como aquélla. Por eso, cada vez que me tropiezo con Raúl del Pozo, Pepe Molleda, Rosa Villacastín, Tico Medina o algún otro superviviente de nuestra singular tropa, siempre dispuesta a vender a su madre a cambio de firmar una exclusiva en primera página, se me alegran el corazón y la memoria. Tras el cierre de la primera edición solíamos rematar la noche en garitos, discotecas y antros, y era frecuente que yo caminase al amanecer, algo inseguro el paso, por las aceras desiertas de la Gran Vía, camino de mi apartamento de la calle Princesa. Y allí estaba él. Yo lo ignoraba entonces, claro. Pero ahora sé que era él.
Era un pintor flaco, bajito, de pie ante un caballete donde iba tomando forma y color la calle desierta en aquellos amaneceres de verano. Se situaba exactamente en la isleta del paso de peatones donde confluyen Gran Vía y Alcalá, y yo lo veía allí amanecer tras amanecer, pintando. Solía saludarlo brevemente y pararme a su lado para ver la progresión del trabajo. No había un coche, ni un ruido. Nada. Sólo aquella luz que crecía a nuestras espaldas colándose entre los edificios, lamiendo las fachadas con su haz rojizo y amarillo, aliviando la melancolía bellísima de ese instante. El hombre flaco y bajito me sonreía a veces, amable, el aire distraído, y luego seguía aplicando los pinceles al lienzo, que recuerdo en tonos grises. Nunca cambiamos una palabra. Me quedaba un par de minutos mirando y luego seguía mi camino. El cuadro aún no me parecía feo ni bonito. Era la escena, el lugar, lo que componía otro cuadro de veras bellísimo: la calle desierta al amanecer, la luz, el lugar que yo tenía ante los ojos por partida doble, esbozado, repetido en el lienzo con un extraño realismo dotado, sin embargo, de un singular carácter propio. De una inquietante soledad. Era esa calle, pero era otra. La veía afirmarse a través de las manos del hombre que la creaba de nuevo; y al mismo tiempo, en mis ojos, calle real y calle pintada se completaban con un tercer paisaje: la Gran Vía conteniendo al hombre paciente que la pintaba en el lienzo. Ahora me recuerdo mirando ese cuadro y veo una escena aún más compleja: un joven contempla al pintor desconocido que pinta la calle en la que se encuentran, ignorantes de que, treinta años después, ese joven se sentará bajo un fragmento de esa escena y recordará el momento, el amanecer detenido en el tiempo, el cuadro completo, añadiendo por su cuenta el resto de la escena, la parte oculta que no aparece. Ahora sé que vi a Antonio López pintando un lienzo mientras yo lo pintaba a él dentro de otro. Dos desconocidos frente a un cuadro, dentro de otro cuadro, en la Gran Vía.
12 de julio de 2004
2 comentarios:
¡¡¡buenos días
Preciosa historia. Si Antonio hubiera tenido ocasión de escucharla seguro que también te recordaría.
Un saludo
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