Acabo de recibir el primer aceite del año, que me envían los amigos: aceite de oliva virgen, decantado y limpio tras su recolección hace un mes o dos. Siempre me llegan por estas fechas algunos litros embotellados y enlatados que atesoro en la bodega, y que irán cayendo poco a poco, durante los próximos meses, con mucha mesura y respeto. Y tiene gracia. Soy todo lo contrario a un gourmet. Como y bebo lo justo. Pero antes, con la juventud y las prisas del oficio y esas cosas, todavía le daba menos valor a la cosa gastronómica. Tomaba aceite con tostadas, o echándolo a la ensalada, o con huevos fritos, sin reparar demasiado en ello. Quienes, como yo, comen casi de pie, ya saben a qué me refiero. Lo que pasa es que luego, poco a poco, con el tiempo y la calma, cuando la mirada en torno y hacia atrás suele ser de más provecho, empecé a advertir ciertos matices. A valorar cosas de las que antes pasaba por completo. En lo del aceite de oliva resultó decisivo mi amigo y compadre Juan Eslava Galán, que es autoridad aceitil –en el buen sentido de la palabra–. Y no es que me haya vuelto un experto; pero es verdad que ahora, cuando abro una botella o una lata y echo un chorrito de ese líquido aromático, dorado y transparente, sé muy bien lo que tengo delante. Y me encanta.
No se trata de aceite nada más, ni de comida, ni de cocina. El aceite de oliva forma parte no sólo de nuestra mesa, sino de la memoria, de la cultura y hasta de la verdadera patria, si entendemos así ese lugar viejo, sabio, generoso, llamado Mediterráneo: esa bulliciosa plaza pública donde nació todo, en torno a las aguas azules por las que ya viajaban, hace diez mil años, naves negras con un ojo pintado en la proa. Hablo del lago interior que nos trajo dioses, héroes, palabra, razón y democracia. Del mar de atardeceres color de vino y de orillas salpicadas de templos y olivos, donde se fundieron, para alumbrar Europa y lo mejor del pensamiento de Occidente, las lenguas griega, latina y árabe. Un crisol de donde saldría el español que hoy hablan cuatrocientos millones de personas en el mundo. Hablo del mar propio, nuestro, que nunca fue obstáculo, sino camino por donde se extendieron, fundiéndose para hacernos lo que somos, Talmud, Cristianismo e Islam. No es casual que todavía hoy los pueblos bárbaros –filósofos, escritores y científicos no alteran el concepto histórico, pues nunca lo habrían sido sin la madre nutricia– sigan friendo con grasa y manteca.
Creo que quienes califican, sin matices, el acto de comer de acto cultural equiparable a visitar un museo, son unos tarugos y unos simples. Sobre todo si observas a ciertos comensales: su conversación, sus maneras y hasta su forma de repantigarse en la silla. La cultura nada tiene que ver con ellos, tanto si engullen solomillo como si mastican una página de los diálogos de Platón. Pero es verdad que algunos aspectos de la gastronomía sí tienen mucho que ver con la cultura. Salud y cocina aparte, consumir aceite no es un acto banal. Es, también, participar de un rito y una tradición seculares, hermosos. El currículum de ese bello líquido dorado es impresionante: zumo del fruto del olivo –la seitún árabe– y del trabajo honrado y antiguo del hombre, ya era parte de los diezmos que el Libro de los Números recomendaba reservar a Dios. También se utilizaba en la consagración de los sacerdotes y los reyes de Israel, y más tarde ungió a los emperadores del Sacro Imperio y a los monarcas europeos antes de su coronación. Y en sociedades de origen cristiano, como la nuestra, el aceite estuvo presente durante siglos, tanto en la unción del nacimiento como en la extrema unción de la muerte. La costa mediterránea está jalonada por ánforas olearias de innumerables naufragios, y los viejos textos abundan en alusiones: el Deuteronomio llama a Palestina tierra de aceite y miel, Homero menciona el aceite en la Ilíada y en la Odisea, Aristóteles detalla su precio en Atenas, y Marcial, que era romano e hispano –esa Hispania que algunos imbéciles niegan que haya existido nunca–, pone por las nubes el aceite de la Bética. Y todo eso, de algún modo, se contiene en cada chorrito de aceite que ponemos sobre una humilde tostada. Así que, por una vez, permítanme un consejo: si quieren disfrutar más del aceite de oliva de cada día, piensen un instante, cuando lo utilicen, en todo lo que significa y lo que es. Luego viértanlo con cuidado y mucho respeto, procurando no derramar una gota. Sería malversar nuestra propia historia.
13 de febrero de 2005
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