Supongo que recordarán ustedes la magnífica película Los tramposos, de Pedro Lazaga, en la que Tony Leblanc y Antonio Ozores, en una secuencia antológica del cine español, le dan el timo de la estampita a un paleto en la estación de Atocha. Y si no la recuerdan, o son demasiado jóvenes para conocerla, deberían comprar el vídeo, o el deuvedé, o lo que sea. La película es de finales de los cincuenta, y cualquiera diría que ese mundo desapareció del todo. Pero no. Quedan flecos. Aunque parezca mentira, aún hay pringaos a los que endiñársela, como dice mi amigo Ángel Ejarque Calvo, de quien varias veces he hablado en esta página: ex estafador y ex trilero que dejó la calle hace ya quince años –cómo pasa el tiempo, colega– y trabaja honradamente, lo que no le impide seguir siendo, más que mi tronco, mi plas. Mi hermano. El caso, como digo, es que la última víctima del timo de la estampita, hace unas semanas, fue pringá, y de Chiclana. Una entrañable ancianita de 77 tacos. Y el proceso táctico del timo se desarrolló como mandan los cánones. Delicioso, de puro ortodoxo. Se lo cuento.
La mujer se vio abordada por una joven que, haciéndose pasar por deficiente mental, preguntaba por un convento de monjas. Después de un ratito de parla, la joven hizo creer a la anciana que acababa de encontrar un fajo de billetes. Estampitas, claro. Más sobado, imposible. Y a estas alturas. Pero la abuela entró a por uvas. Entonces apareció el gancho: una segunda estafadora que propuso a la anciana engañar a la presunta deficiente, darle algo de viruta a cambio del fajo y repartírselo entre las dos. Así que con la intervención de un tercer cómplice, supuesto taxista que se ofreció a llevar a la víctima a su casa y luego al banco, sacaron tres mil euros que la abuela tenía encalomados en la cartilla, o en donde fuera. Resumiendo: cuando la anciana abrió el sobre, descubrió que era chungo. Que sólo había recortes de periódicos y que los estafadores le habían pulido los ahorros de toda la vida; y además, antes de abrirse, las cuatro joyas que tenía. Clavadito a la copla: le dije a mi chiclanera hasta mañana, y me fui.
Dirán algunos de ustedes, conmovidos en sus nobles sentimientos: pobre viejecita ingenua. Pues no. Discrepo como discrepa mi consorte Ángel. De pobre y de ingenua, nada. A la abuela chiclanera le salió el chino mal capado porque se lo ganó a pulso. Así que lástima, la justa. Cuando el otro día le comentaba la cosa a mi plas, bebiéndonos unas garimbas en un bar de Leganés, el antiguo rey del trile enarcó una ceja, como suele hacer, con esa cara de boxeador currado –el Potro del Mantelete– que tiene, se apoyó en el mostrador y dijo muy serio: la codicia, colega. Parece mentira que aún te aligeren de esa manera, cuando todo cristo sabe lo del timo. Pero la codicia es mala que te rilas. Te pone un trapo en el careto y no ves más que lo que te interesa. Y los viejos más que más, oyes, porque algunos, con los años y los achaques y la artrosis –yo empiezo también con la artrosis, colega, hay que joderse–, se vuelven egoístas que no veas, y todo es amarrar para ellos. Y claro, como a pesar de los tiempos que corren, y de la chusma que hay suelta, aún quedan artistas de la calle, a veces llega gente fina, con arte y labia, y les da el tiznao. Como en mis tiempos del cuplé.
Después de decir eso, Ángel encendió un Marlboro –todavía lo llama rubio americano, porque es un clásico–, le dio un sorbo a la garimba y se quedó pensativo. Y en cuanto a los abuelos, añadió de pronto, qué quieres que te diga. Pensamos que los puretas, por la edad y las canas y la experiencia, son todos buenos, sabios y tal. Pero los abuelos son como los demás, colega. Pueden ser unos marrajos de mearse y no echar gota. Un delincuente, un estafador, un trilero, cualquiera que se busca la vida en la calle por necesidad o por vicio, puede ser, como te digo, un golfo o un obligao por las casualidades. Cada uno es cada cual, y ahí no me meto. Pero entre la gente que se llama decente, muchos lo son porque no tienen más remedio, o nunca tuvieron ocasión de tocar otro registro, o no tienen huevos para currárselo. Hasta que de pronto creen que salta la liebre, y que sale gratis. Ésta es la mía. Y claro. Se aprovechan. Pero no te hagas ilusiones, tronco. Lo mismo entre los jóvenes que entre los abuelos hay perros a punta de pala. Lo de sinvergüenza es una de las pocas cosas que no se quitan con la edad.
20 de febrero de 2005
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