No siempre, claro. Pero a menudo, cuando me topo con alguna de esas carnicerías colectivas que luego dan tanto cuartelillo a los programas de sobremesa y a las tertulias radiofónicas, en plan qué horror más horrible, quién lo iba a decir y no somos nadie, pienso en lo estúpidos que somos todos. En primer lugar, por sorprendernos cuando la naturaleza o la vida misma, que van a lo suyo, dicen aquí estoy y se cobran, de golpe, sus diezmos y primicias. Después, porque el género humano –o por lo menos su parte privilegiada– sigue empeñado en convencerse a sí mismo de que es joven, guapo e inmortal, de que el dolor y la muerte pueden ser mantenidos a raya, y de que basta pulsar la tecla enter del ordenata para que el confort y la vida sigan su curso tranquilo. Y claro. El Universo, que es un cabrón sin sentimientos, estira de pronto las patas, bosteza, pega un zarpazo al azar, y una parte de la Humanidad se va a tomar por saco con la cara asombrada de quien murmura: esto no puede ocurrirme a mí. Después la gente acude indignada y con pancartas a pedirle cuentas a Dios, al Gobierno, a Telefónica, al alcalde, al maestro armero. Como ese tarugo a quien hace un par de semanas, cuando los temblores de tierra de Lorca, escuché decir en la radio: «Llevemos (sic) nueve días durmiendo en la calle. No hay derecho. A ver si tenemos un poquito de compasión», y le faltaba el canto de un euro para echarle la culpa al Pesoe.
Todo esto viene a cuento de ese avión desaforado que acaban de construir, de dos pisos o algo así, que puede llevar juntos a ochocientos y pico pasajeros; algo utilísimo en los tiempos que corren, para que todos podamos disfrutar de una playa paradisíaca en el Caribe por quince euros al mes y ser felices hasta no echar gota. Lo que pasa es que algunos leemos eso y pensamos en el zeppelín Hindenburg; y en el Concorde que se fue a hacer puñetas; y en el desaforado e insumergible Titanic; y en las moles gigantescas con las que te cruzas en el mar, bloques de apartamentos a flote que en vez de ser gobernados por marinos lo son por agencias hoteleras; y en esas torres gemelas y edificios de tropecientas plantas, aprovechadísimos y ultramodernos, edificios inteligentes diseñados para ser evacuados en cuatro horas pero que sólo aguantan dos en caso de incendio, o de avionazo suicida. Etcétera.
Lo que más sorprende, a estas alturas de la feria y con la información que lleva siglos circulando, es que sean tan pocos los que asumen la realidad. Y ésta es que, ruletas cósmicas aparte, el ser humano tiene lo que merece. Por supuesto, los dinosaurios no fueron culpables del meteorito que los hizo polvo. Pero desde los dinosaurios ha llovido un rato largo; y el hombre, con permiso de meteoritos, maremotos y algunos imprevistos más, ha tomado el control de buena parte de lo que se refiere a su destino, o pretende tomarlo. Ahora, la tecnología permite incluso violentar a la Naturaleza, transgredir sus leyes y someterla a la ambición y la arrogancia: desde urbanizar zonas agrestes hasta mover cauces de ríos, modificar el litoral, talar bosques, exterminar especies, cubrir de basura el mundo. Todo para llegar cinco minutos antes, trabajar menos, no subir tres pisos, apretar un botón y tener luz, agua y diversión, o vivir diez años más de la cuenta. Eso está muy bien, claro. Todos lo disfrutamos según nuestras posibilidades. La diferencia es que, cuando llega la factura, unos pagan sin rechistar, asumiendo el precio, y otros no. La mayoría ponemos el grito en el cielo. Además, casi siempre palman justos por pecadores. Aunque los justos, la verdad, siempre que pueden se pasan al otro bando. Ningún desgraciado lo es por gusto. Nunca.
De cualquier modo, antes no era así. En otros siglos, cuando el dolor y la muerte eran socialmente correctos y no se les ponía un biombo de estupidez delante, el hombre tenía la útil certeza de su fragilidad. La desgracia era tan común que estábamos preparados para enfrentarla y seguir adelante en la lucha por la vida. Hoy no existe ese consuelo. Nuestro egoísmo e inconsciencia nos dejan indefensos ante el horror que siempre acecha. Ni siquiera las palabras caridad y compasión son lo que eran. Se las dejamos al ayuntamiento, al Samur, a las oenegés, y después del telediario nos vamos a Thailandia con un piercing en una teta. La plegaria del hombre moderno es: que no me toque a mí. Pero claro. La vida es muy perra, oigan. Tarde o temprano, siempre toca.
27 de febrero de 2005
Lo que más sorprende, a estas alturas de la feria y con la información que lleva siglos circulando, es que sean tan pocos los que asumen la realidad. Y ésta es que, ruletas cósmicas aparte, el ser humano tiene lo que merece. Por supuesto, los dinosaurios no fueron culpables del meteorito que los hizo polvo. Pero desde los dinosaurios ha llovido un rato largo; y el hombre, con permiso de meteoritos, maremotos y algunos imprevistos más, ha tomado el control de buena parte de lo que se refiere a su destino, o pretende tomarlo. Ahora, la tecnología permite incluso violentar a la Naturaleza, transgredir sus leyes y someterla a la ambición y la arrogancia: desde urbanizar zonas agrestes hasta mover cauces de ríos, modificar el litoral, talar bosques, exterminar especies, cubrir de basura el mundo. Todo para llegar cinco minutos antes, trabajar menos, no subir tres pisos, apretar un botón y tener luz, agua y diversión, o vivir diez años más de la cuenta. Eso está muy bien, claro. Todos lo disfrutamos según nuestras posibilidades. La diferencia es que, cuando llega la factura, unos pagan sin rechistar, asumiendo el precio, y otros no. La mayoría ponemos el grito en el cielo. Además, casi siempre palman justos por pecadores. Aunque los justos, la verdad, siempre que pueden se pasan al otro bando. Ningún desgraciado lo es por gusto. Nunca.
De cualquier modo, antes no era así. En otros siglos, cuando el dolor y la muerte eran socialmente correctos y no se les ponía un biombo de estupidez delante, el hombre tenía la útil certeza de su fragilidad. La desgracia era tan común que estábamos preparados para enfrentarla y seguir adelante en la lucha por la vida. Hoy no existe ese consuelo. Nuestro egoísmo e inconsciencia nos dejan indefensos ante el horror que siempre acecha. Ni siquiera las palabras caridad y compasión son lo que eran. Se las dejamos al ayuntamiento, al Samur, a las oenegés, y después del telediario nos vamos a Thailandia con un piercing en una teta. La plegaria del hombre moderno es: que no me toque a mí. Pero claro. La vida es muy perra, oigan. Tarde o temprano, siempre toca.
27 de febrero de 2005
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