Estos días el arriba firmante anda a vueltas con el guión de una serie para la tele, un asunto que mi compadre Sancho Gracia quiere producir sobre la España de 1898. Y como eso del cine y Ros guiones es cosa de especialistas, Sancho ha fichado a dos machacas, los hermanos Olivares -más conocidos por los hermanos Dalton-, para que le den forma técnica al asunto. Los Dalton son jóvenes, brillantes y nos llevamos muy bien. Pero el otro día, mientras revisaba uno de los diálogos desarrollados por ellos, me detuve con el lápiz en alto. En la escena, que transcurre a la salida de un consejo de ministros de hace un siglo, los periodistas interpelan a un ministro de Marina llamándolo: «Ministro, ministro».
Comenté el asunto con los Dalton, aclarándoles que los políticos españoles no siempre han tenido las maneras de la chusma que tenemos ahora, y que ese compadreo de: oye, ministro, oye, presidente, es una cosa reciente y más bien de aquí, desde que periodistas y políticos se van a la cama -a veces literalmente- juntos. Y que al único que no tutea nadie es a don Manuel Fraga, porque no se deja. Y añadí que si en el siglo pasado, incluso en buena parte de éste, un periodista se hubiese dirigido así a un ministro, habría sido puesto de patitas en la calle. Y que aún hoy en la vecina Francia todo el mundo se dirige al ministro como «monsieur le ministre». Por no hablar del presidente de la República. Allí ésas son cosas a respetar porque, respetándolas, la gente se respeta también a sí misma. No como en España, que todos somos contertulios, y nos tuteamos, y nos sacudimos unos a otros la chorra con toda la naturalidad y toda la ordinariez de que somos capaces. Que es mucha.
Lo grave no es que los Dalton lo entendieran, porque son chicos listos y lo cazaron en cuanto abrí la boca. Lo grave es el reflejo automático que les hizo escribir como harto natural una zafiedad que sólo es posible aquí y ahora, en España. Somos el único país de Europa donde entras en un restaurante con tu legitima y el camarero pregunta «¿qué vais a tomar?», el cliente te dice «dame el Marca», la dependienta aconseja «pruébatelo», el mendigo sugiere «colabora, colega», y el niño vestido de rapero dice «dime la hora, subnormal» o se refiere al cura de su parroquia como Paco. Toda España es un inmenso tuteo; hasta el punto de que algunos, que fuimos cuidadosamente educados por nuestros papas para hablarle de usted a todo el mundo yo, hasta cuando insulto-, nos sentimos bichos raros cuando gente con canas presuntamente respetables dice: «pero no me hables de usted, hombre, que me haces muy viejo», el mozo de hotel al que das propina lo agradece con un «gracias, Reverte», o después que el taxista ha preguntado «¿dónde te llevo?» tú vas y contestas, muy serio, tras un «buenos días» que nadie responde: «Pues me va a llevar usted, por favor, a la calle Leganitos».
Todo eso, que parece anecdótico, no lo es. Supone un síntoma evidente de la degradación del respeto entre los españoles, del escaso aprecio en que nos tenemos a nosotros y a nuestras instituciones, y de la peligrosa facilidad con que confundimos cordialidad y grosería. No hay que remontarse a la España de mi amigo el capitán Alatriste, cuando tratar a alguien no ya de tú, sino de vos en lugar de vuestra merced podía terminar a estocadas. Mi generación ha conocido hijos que llamaban a los padres de usted, y mi abuelo utilizó hasta su muerte ese tratamiento con algunos de sus mejores amigos. Lo que no es tan extraordinario, si tenemos en cuenta que en Francia, sin irse muy lejos, varios matrimonios conocidos míos se hablan entre sí de usted con la más natural cordialidad del mundo.
En fin. Volviendo a la España de ahora, mucho me temo que, por más que nos empeñemos, ni todos somos compadres ni vamos a serlo en nuestra puñetera vida; por mucho que finjamos -que esa es otra- darnos palmaditas en la espalda y nos tuteemos como si hubiésemos frecuentado la misma casa de putas. Así que conmigo no cuenten: seguiré llamando de usted a quien me dé la gana, y eligiendo cuidadosamente los amigos a quienes tuteo. Y más en este país de soplapollas donde lo único que falta por normalizar es "oye, rey"; que suena más moderno, y menos formal, y más campechano que el copón de Bullas. Pero todo se andará, y ese día me nacionalizaré mejicano. Allí todavía te pegan un tiro hablándote de usted.
10 de agosto de 1997
Comenté el asunto con los Dalton, aclarándoles que los políticos españoles no siempre han tenido las maneras de la chusma que tenemos ahora, y que ese compadreo de: oye, ministro, oye, presidente, es una cosa reciente y más bien de aquí, desde que periodistas y políticos se van a la cama -a veces literalmente- juntos. Y que al único que no tutea nadie es a don Manuel Fraga, porque no se deja. Y añadí que si en el siglo pasado, incluso en buena parte de éste, un periodista se hubiese dirigido así a un ministro, habría sido puesto de patitas en la calle. Y que aún hoy en la vecina Francia todo el mundo se dirige al ministro como «monsieur le ministre». Por no hablar del presidente de la República. Allí ésas son cosas a respetar porque, respetándolas, la gente se respeta también a sí misma. No como en España, que todos somos contertulios, y nos tuteamos, y nos sacudimos unos a otros la chorra con toda la naturalidad y toda la ordinariez de que somos capaces. Que es mucha.
Lo grave no es que los Dalton lo entendieran, porque son chicos listos y lo cazaron en cuanto abrí la boca. Lo grave es el reflejo automático que les hizo escribir como harto natural una zafiedad que sólo es posible aquí y ahora, en España. Somos el único país de Europa donde entras en un restaurante con tu legitima y el camarero pregunta «¿qué vais a tomar?», el cliente te dice «dame el Marca», la dependienta aconseja «pruébatelo», el mendigo sugiere «colabora, colega», y el niño vestido de rapero dice «dime la hora, subnormal» o se refiere al cura de su parroquia como Paco. Toda España es un inmenso tuteo; hasta el punto de que algunos, que fuimos cuidadosamente educados por nuestros papas para hablarle de usted a todo el mundo yo, hasta cuando insulto-, nos sentimos bichos raros cuando gente con canas presuntamente respetables dice: «pero no me hables de usted, hombre, que me haces muy viejo», el mozo de hotel al que das propina lo agradece con un «gracias, Reverte», o después que el taxista ha preguntado «¿dónde te llevo?» tú vas y contestas, muy serio, tras un «buenos días» que nadie responde: «Pues me va a llevar usted, por favor, a la calle Leganitos».
Todo eso, que parece anecdótico, no lo es. Supone un síntoma evidente de la degradación del respeto entre los españoles, del escaso aprecio en que nos tenemos a nosotros y a nuestras instituciones, y de la peligrosa facilidad con que confundimos cordialidad y grosería. No hay que remontarse a la España de mi amigo el capitán Alatriste, cuando tratar a alguien no ya de tú, sino de vos en lugar de vuestra merced podía terminar a estocadas. Mi generación ha conocido hijos que llamaban a los padres de usted, y mi abuelo utilizó hasta su muerte ese tratamiento con algunos de sus mejores amigos. Lo que no es tan extraordinario, si tenemos en cuenta que en Francia, sin irse muy lejos, varios matrimonios conocidos míos se hablan entre sí de usted con la más natural cordialidad del mundo.
En fin. Volviendo a la España de ahora, mucho me temo que, por más que nos empeñemos, ni todos somos compadres ni vamos a serlo en nuestra puñetera vida; por mucho que finjamos -que esa es otra- darnos palmaditas en la espalda y nos tuteemos como si hubiésemos frecuentado la misma casa de putas. Así que conmigo no cuenten: seguiré llamando de usted a quien me dé la gana, y eligiendo cuidadosamente los amigos a quienes tuteo. Y más en este país de soplapollas donde lo único que falta por normalizar es "oye, rey"; que suena más moderno, y menos formal, y más campechano que el copón de Bullas. Pero todo se andará, y ese día me nacionalizaré mejicano. Allí todavía te pegan un tiro hablándote de usted.
10 de agosto de 1997
1 comentario:
Aquí en México nos dará muchísimo gusto acogerlo como paisano.
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