Era decadente y mágico, o al menos yo lo recuerdo así. Se llamaba El Oasis y era el más famoso cabaret local: una especie de puticlub colonial clavadito a los de las películas con poca luz, legionarios tatuados, oficiales de tropas indígenas que volvían de patrullar el desierto, lumis, traficantes y periodistas. Había una guerra no declarada en la frontera, con minas, y emboscadas, y toda la parafernalia. Franco estaba a punto de caramelo, pero coleaba todavía. Y El Aaiún era la capital de aquel Sahara del que ahora no se acuerda nadie.
Yo tenía veintitrés benditos años. Cada noche, durante nueve meses, después de transmitir mi crónica al diario Pueblo, me iba a tomar una copa al bar de la Territorial, y luego recalaba en El Oasis a charlar con Pepe El Bolígrafo mientras Chocolate, el barman negro, me ponía una copa. Luego iba a sentarme al fondo, a la mesa donde nos reuníamos los tres o cuatro corresponsales fijos en el territorio. Las chicas venían a sentarse con nosotros cuando no había clientes. No usábamos el género, aunque siempre pedíamos una botella para que ellas se ganaran el jornal. Charlábamos, se levantaban para ir con un cliente, volvían al rato. Así discurría noche tras noche, entre la música, el humo, el calor, copa tras copa, interrumpidos a veces por una bomba terrorista que estallaba en la calle, o por una escaramuza en la frontera que nos hacía a todos, militares y periodistas, salir corriendo. Demorabas el irte a dormir, y sólo al final, cuando Chocolate ponía las sillas sobre las mesas vacías y las chicas se despedían soñolientas, o se iban con un cliente, te levantabas con desgana y salías a la ciudad desierta, bajo el cielo increíblemente estrellado, para fumarte un último cigarrillo con la patrulla de policías saharauis que montaban guardia al final de la calle.
Recuerdo aquellos nueve meses como el tiempo más feliz y más intenso que un joven reportero podía desear: patrullas por el desierto, combates en la frontera, borracheras, aventuras, firma diaria en primera página. También recuerdo a los amigos. A los que siguen vivos, como Claude Glüntz, Pedro Mario, Yoyo Sandino, Diego Gil Galindo y los otros. Y a los muertos: el comandante Labajos, el teniente Rex Regúlez, o el cabo en el Aaiun Belali uld Maharabi. Pero sobre todo las recuerdo a ellas, a las chicas del cabaret de Pepe El Bolígrafo. A Patricia, una andaluza de bandera que cantaba coplas que te ponían la piel de gallina, y cuando entonaba Tatuaje conseguía que los barbudos legionarios llorasen como magdalenas. A la Franchute, tranquila y bondadosa, haciendo punto entre descorche y descorche. A Silvia, morena de verde luna, que tenía unas tetas magníficas y muy mala leche. Y a las demás. En aquellos largos meses llegué a conocerlas igual que a mis mejores amigos. Me contaban sus recuerdos, su cansancio infinito, su historia, que siempre era la misma historia. Me enseñaban los trucos del oficio: cómo elegir a un pringao, cómo sacarle botella tras botella, cómo hacer que se mamara y etcétera. Supe así el modo en que se las ingeniaban para arañarle jirones a la vida. Porque allí, en aquel tugurio del culo del mundo, arrojadas por la resaca de todos los naufragios de todos los cabarets y todos los antros de la Península y Canarias, sólo aguantaban las duras. Las supervivientes.
Y sin embargo, aún les quedaba corazón. Cuando estaba tieso de viruta y sin compañeros, y no tenía para pagarles una copa, se venían a mi mesa igual, y se turnaban para no dejarme solo. Un día que volví de una incursión peliaguda en la frontera oriental, Patricia me dedicó públicamente una copla -«para mi niño», dijo.- y luego nos marcamos un baile muy agarrado en la pista; tan agarrado que puso celoso a un canario que se la trajinaba, y mi amigo el teniente Albaladejo tuvo el detalle de romperle la cara al fulano por mí, porque yo no llevaba navaja. Y otro día que cumplí veinticuatro, las chicas, que no parecían las mismas sin maquillaje y con ropa de día, me hicieron una paella y una tarta en la playa, y me cantaron cumpleaños feliz.
Después se murió Franco, y el Sahara se fue al carajo, y yo me fui a otros sitios y otras guerras. Y cinco o seis años después encontré a Patricia y a la Franchute en un cabaret de Las Palmas. Estaban muy hechas polvo, pero aún mantenían el tipo. Nos abrazamos y se echaron a llorar, poniéndome perdido de colorete y de rimmel. Esa noche les pagué todo el champaña del mundo. Me gustó que llorasen por mí, y que todavía me llamaran niño.
21 de septiembre de 1997
Yo tenía veintitrés benditos años. Cada noche, durante nueve meses, después de transmitir mi crónica al diario Pueblo, me iba a tomar una copa al bar de la Territorial, y luego recalaba en El Oasis a charlar con Pepe El Bolígrafo mientras Chocolate, el barman negro, me ponía una copa. Luego iba a sentarme al fondo, a la mesa donde nos reuníamos los tres o cuatro corresponsales fijos en el territorio. Las chicas venían a sentarse con nosotros cuando no había clientes. No usábamos el género, aunque siempre pedíamos una botella para que ellas se ganaran el jornal. Charlábamos, se levantaban para ir con un cliente, volvían al rato. Así discurría noche tras noche, entre la música, el humo, el calor, copa tras copa, interrumpidos a veces por una bomba terrorista que estallaba en la calle, o por una escaramuza en la frontera que nos hacía a todos, militares y periodistas, salir corriendo. Demorabas el irte a dormir, y sólo al final, cuando Chocolate ponía las sillas sobre las mesas vacías y las chicas se despedían soñolientas, o se iban con un cliente, te levantabas con desgana y salías a la ciudad desierta, bajo el cielo increíblemente estrellado, para fumarte un último cigarrillo con la patrulla de policías saharauis que montaban guardia al final de la calle.
Recuerdo aquellos nueve meses como el tiempo más feliz y más intenso que un joven reportero podía desear: patrullas por el desierto, combates en la frontera, borracheras, aventuras, firma diaria en primera página. También recuerdo a los amigos. A los que siguen vivos, como Claude Glüntz, Pedro Mario, Yoyo Sandino, Diego Gil Galindo y los otros. Y a los muertos: el comandante Labajos, el teniente Rex Regúlez, o el cabo en el Aaiun Belali uld Maharabi. Pero sobre todo las recuerdo a ellas, a las chicas del cabaret de Pepe El Bolígrafo. A Patricia, una andaluza de bandera que cantaba coplas que te ponían la piel de gallina, y cuando entonaba Tatuaje conseguía que los barbudos legionarios llorasen como magdalenas. A la Franchute, tranquila y bondadosa, haciendo punto entre descorche y descorche. A Silvia, morena de verde luna, que tenía unas tetas magníficas y muy mala leche. Y a las demás. En aquellos largos meses llegué a conocerlas igual que a mis mejores amigos. Me contaban sus recuerdos, su cansancio infinito, su historia, que siempre era la misma historia. Me enseñaban los trucos del oficio: cómo elegir a un pringao, cómo sacarle botella tras botella, cómo hacer que se mamara y etcétera. Supe así el modo en que se las ingeniaban para arañarle jirones a la vida. Porque allí, en aquel tugurio del culo del mundo, arrojadas por la resaca de todos los naufragios de todos los cabarets y todos los antros de la Península y Canarias, sólo aguantaban las duras. Las supervivientes.
Y sin embargo, aún les quedaba corazón. Cuando estaba tieso de viruta y sin compañeros, y no tenía para pagarles una copa, se venían a mi mesa igual, y se turnaban para no dejarme solo. Un día que volví de una incursión peliaguda en la frontera oriental, Patricia me dedicó públicamente una copla -«para mi niño», dijo.- y luego nos marcamos un baile muy agarrado en la pista; tan agarrado que puso celoso a un canario que se la trajinaba, y mi amigo el teniente Albaladejo tuvo el detalle de romperle la cara al fulano por mí, porque yo no llevaba navaja. Y otro día que cumplí veinticuatro, las chicas, que no parecían las mismas sin maquillaje y con ropa de día, me hicieron una paella y una tarta en la playa, y me cantaron cumpleaños feliz.
Después se murió Franco, y el Sahara se fue al carajo, y yo me fui a otros sitios y otras guerras. Y cinco o seis años después encontré a Patricia y a la Franchute en un cabaret de Las Palmas. Estaban muy hechas polvo, pero aún mantenían el tipo. Nos abrazamos y se echaron a llorar, poniéndome perdido de colorete y de rimmel. Esa noche les pagué todo el champaña del mundo. Me gustó que llorasen por mí, y que todavía me llamaran niño.
21 de septiembre de 1997
1 comentario:
Que grande eres Arturo, te lo dice Ibrahim uld Babba
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