domingo, 26 de junio de 1994

Homo ludens


Era de esperar. Tras la atrocidad de esas malas bestias que confundieron los límites de la realidad con los de su siniestra psicopatía, todos los demagogos profesionales de este país se han apresurado a rasgarse las vestiduras y poner el grito en el cielo. Así que no estaría de más colocar las cosas en su sitio, porque aquí hay demasiado sociólogo barato y demasiados bocazas largando a humo de pajas. Un asunto es que dos cerdos con navaja acuchillen a un pobre hombre creyéndose héroes de un juego imaginario donde confunden realidad y ficción, y otro muy distinto que los juegos de rol en su totalidad sean perniciosos y deban ser abolidos, como sugieren algunos histéricos cruzados de la causa, de esos que a veces hacen tantos aspavientos y proponen soluciones tan drásticas que uno no tiene más remedio que preguntarse si, como los fanáticos conversos de la última media hora, no tendrán ellos también roles que hacerse perdonar.

Vaya por delante -uno conoce a sus clásicos- que el arriba firmante no practica juegos de rol. Apañado iba metiéndome en este jardín, de probarse lo contrario. Sin embargo uno procura estar al corriente, más que nada para saber después de lo que habla. Por eso sé que existe gran variedad; desde los de acción a los de inteligencia, desde los infantiles a los bélicos, y buena parte se mueve en torno a la historia y la ciencia-ficción como Dune, El señor de los anillos, Feudal y otros. Los hay violentos, en efecto. Pero ni todos son violentos ni todos incorporan extremos que vayan más allá de los textos literarios o históricos en que se basan, como cuando incluyen batallas o duelos. Otros, con búsqueda de tesoros, investigaciones o aventuras, son pacíficos e inofensivos. Pero, de creer a quienes, incluso, han pedido al ministerio de Cultura que tome cartas en el asunto- lo que ya es el colmo de la gilipollez-, uno creería que los juegos de rol son un vivero de nazis, de racistas, una escuela de asesinos y un semillero de psicópatas.

Y a ver si nos aclaramos. Porque además de homo sapiens y homo faber, el hombre es también, y sobre todo, homo ludens. En ese ámbito, el juego es tan viejo como el ser humano, y lo jugamos, conscientemente o no, desde que somos niños. El juego de rol como tal, avanzado, consiste en un universo alternativo creado por la imaginación, donde la inteligencia, la inventiva, la capacidad de improvisación, son fundamentales. Los juegos de rol bien planteados y dirigidos estimulan, educan y permiten ejercitar facultades que en la vida real quedan coartadas u oprimidas por el entorno y las circunstancias. La práctica de los juegos de rol proporciona a menudo aprendizaje, destreza, y una legítima evasión muy parecida a la felicidad.

Conozco a un grupo de jóvenes liberales, inteligentes, que practica un divertido juego de rol en Cataluña llamado las Relaciones Peligrosas, basado en la Francia de los mosqueteros, y que cada mes publica un boletín con los datos históricos reales o ficticios, los duelos, las intrigas de la corte. El grupo se ha convertido en una red de auténticos expertos sobre el siglo XVII en Europa, juega con gran talento y sentido del humor, y convierte un pasatiempo inofensivo y emocionante en un alarde amenidad, cultura y buen gusto. Meter a ese medio centenar de estudiantes que no se resignan a la mediocre rutina de la tele y los videojuegos en la olla común de los nazis y los psicópatas me parece una ligereza, una atrocidad y una injusticia.

Naturalmente, no todos los juegos de rol son iguales. Del mismo modo que un científico loco a sueldo de un salvapatrias cualquiera puede crear en un laboratorio, por ejemplo, el virus del SIDA para eliminar negros y maricones, un juego de rol planeado por mentes enfermas o por varios hijos de la gran puta pude terminar como el rosario de la aurora. Pero ni por eso la ciencia es mala, ni todos los científicos están locos, o son unos malvados, ni todo juego de rol es pernicioso, ni todos sus jugadores son psicópatas en potencia. Cada uno proyecta lo que es en lo que hace, y aunque un asesino idee un juego perverso, el mal no es imputable al hecho de jugar, sino a la mente que deforma ese hecho, lo corrompe y lo pervierte.

Además, hay por ahí mucha más gente jugando a rol de la que pensamos. Sin ir más lejos, hace nada, un reciente ministro de Hacienda con patente de corso inventó un bonito juego de rol titulado: El enanito del bosque en el país del pelotazo, y algunos se lo tomaron tan en serio que aún respiramos por el agujero de las puñaladas. Con ese jueguecito sí que habría alucinado Tolkien. En colores.

26 de junio de 1994

domingo, 19 de junio de 1994

La Frans


Hoy, con permiso del señor de Vilallonga, que siempre les habla de París pero en fino, voy a hablarles de la Frans. Que tiene un río cada kilómetro y medio, un foie-gras y unos vinos estupendos, y una capital que no es una ciudad, sino la ciudad que todos habríamos querido tener de pequeñitos, e incluso de mayores. Allí la gente lee en el metro, y se habla de usted, y dice por favor y gracias y de nada, y la democracia no parece patrimonio exclusivo de cuatro oportunistas salvapatrias, sino un asunto de interés público que la gente lleva en común, por la cuenta que le trae.

Durante siglos, Francia y su capital fueron, para los españoles, símbolos del quiero y no puedo en materia de libertades políticas, de europeísmo y de cultura. Allá cada cual con sus complejos, justificados o no. Pero en todas partes cuecen habas, y allí las habas existen y además las llaman feves. Quizá por eso uno disfruta tanto -perversidad meridional, lo confieso- cuando pilla a los franchutes en un renuncio.

Verbigracia: desayuno con programa de televisión. Una atractiva presentadora de TF-2 llamada Patricia comenta un libro con reproducciones de cuadros famosos donde los personajes originales han sido sustituidos por cabezas de gatos, y tras atribuir a Rafael la escena de Dios y Adán de la capilla Sixtina, llega a La familia de Carlos IV, de Goya, donde varios gatos llevan pelucas empolvadas, y le pregunta muy seria a su compañero de programa: ¿es una pintura sobre jueces y juristas, no?.

Segunda puntada: mediodía en librería selecta, pasillos estrechos, cliente francés con ropa cara y tarjetas de crédito, cuyo olor a transpiración y ausencia de agua y jabón es tan fuerte, que quienes estamos cerca nos miramos los unos a los otros, incómodos, devolvemos los libros a los estantes y nos apartamos procurando esquivarlo en su recorrido. De lo que se deduce que ni siquiera en la Meca del arte, las bellas artes, la liberté, la egalité y la fraternité, las palabras cultura e higiene son sinónimos. Como tercera tarjeta postal puede valer la del aeropuerto Charles de Gaulle, en Roissy, por la tarde. Hace falta todo el talento y toda la cicatería gabacha para lograr con tamaña perfección un lugar público tan incómodo y miserable, donde por no haber no hay ni sitio para sentarse mientras uno aguarda a que lo dejen -que esa es otra- facturar el equipaje, con un bar donde se acaban los bocadillos a las once de la mañana, unas toilettes, que dicen ellos, donde hay que hacer cola para el pis como si uno fuese a ver La reina Margot, y donde, cuando te paras a leer junto a la puerta de embarque del vuelo de El Al a Tel Aviv, los gendarmes con escopeta te dicen con malos modos que circules, silte-plé, porque tu libro de Conan Doyle -El perro de Baskerville-debe de tener un aire sumamente sospechoso.

Además, sospecho que mi editor franchute esté haciendo economías a costa de sus autores, porque el billete de regreso en Air France me lo dieron en clase turista y la azafata, claro, me tiró la naranjada sobre la bragueta del pantalón. La mancha de naranjada no se va, y después, en la aduana de Barajas, pasé un mal rato mientras los guardias civiles me miraban la bragueta.

Reconozcamos que, para un solo día, no está mal. Y a eso podemos sumarle anécdotas intemporales, como cuando uno, sobre todo en estas fechas, se tropieza en cada esquina placas y conmemoraciones sobre las gestas de la Resistencia, y se pregunta cómo diablos, si todo el mundo militaba en el maquis, los alemanes estuvieron cuatro tan campantes, bebiendo champaña en Montparnasse. O, en otro orden de cosas, cuando miras las fotos de esos energúmenos que queman camiones en el Mediodía y después te los encuentras por aquí en roulotte, trayéndose el bocadillo y las conservas desde Perpignan, para ahorrar. Así que no se crea todo lo que les cuenten de la Frans. Allí pueden ser tan analfabetos, tan mezquinos, tan torpes y tan muchas otras cosas como cualquier hijo de vecino. Aunque después te vengan enarcando, así, los labios para pronunciar las oes con acento circunflejo. (Por cierto, y hablando de otra cosa. Me asegura el redactor jefe de El Semanal que el duende de imprenta que hace un par de semanas, en el Sangre Fría sobre Picolandia, sustituyó un cayó de caerse por un calló de callarse, ha sido sumariamente fusilado al amanecer. Y es que los duendes de imprenta de las redacciones suelen ser inoportunos, pero aquél en concreto tenía muy mala leche).

19 de junio de 1994

domingo, 12 de junio de 1994

Mujeres de armas tomar


Ocurrió el otro día, en una conferencia, cuando uno de los asistentes preguntó por qué el arriba firmante asignaba a menudo virtudes masculinas a las mujeres en sus novelas. Tras un intercambio de aclaraciones, las mencionadas prendas masculinas resultaron ser el valor físico, la independencia y la agresividad. Al interlocutor le chocaba sobremanera que mis hembras de ficción fuesen capaces de empuñar un florete, una pistola, pelear por su vida o por la de otros, conspirar e incluso asesinar, bajo palabras como amistad, amor, lealtad a un hombre o a una idea, e incluso honor personal.

Le respondí que allá él con sus mujeres, pero que uno se honra con el trato de varias que son de armas tomar. Y que muchos nos negamos a aceptar que, por culpa del ridículo concepto medieval de la frágil dama como devocionario caballeresco, la mujer se perpetúe, en los relatos de ficción escrita o cinematográfica, reducida al papel de compañera o comparsa del viril protagonista. Échenle, si no, un vistazo a las películas o a los libros de acción y aventuras. En ese contexto, las mujeres -incluso las que van de duras o fatales- se limitan a dar grititos cuando las cosas vienen mal dadas, y a refugiarse en el sudoroso y fornido hombro del macho que, a lo sumo, las gratifica con un revolcón en condiciones o permite, sólo cuando él está herido y a punto de perecer bajo los mandobles del malvado, que ella, con las dos manos temblorosas en torno a la pistola que empuña casi al revés, le pegue de pura casualidad un tiro al malo por la espalda.

Y resulta que no. Que de virtudes masculinas y femeninas podríamos hablar un rato largo sin necesidad de irnos a Hollywood. Sin ir más lejos, esa mujer que madruga cada día y después de hacer la casa se va a la compra y vuelve para la comida y se sienta un rato a ver el culebrón y luego prepara la cena y deja, todavía, que el sábado el pariente le dé un asalto, es más dura de pelar, tiene más valor y más entereza que el animal de bellota que, en teoría, la mantiene.

Hagan memoria. Nadie resiste como una mujer la enfermedad, o el sufrimiento propio o ajeno: cuida a los enfermos, se crece en la adversidad, pare hijos -y a veces los concibe- con dolor; y sobre lealtades y sentidos del deber podría dar lecciones a muchos maridos. En cuanto a hacer daño, cuando una mujer abre la navaja no es, como la mayor parte de los hombres, para montar bulla y que nos vean, sino para matar de verdad. En el otro extremo, enamorada, es capaz de amar con más entrega y pasión, y de hacer cosas, tomar decisiones, que los hombres, tan razonables y formales que somos, ni soñaríamos siquiera. No hay quien detenga a una mujer -ni familia, ni marido, ni convenciones sociales- cuando decide liarse la manta a la cabeza; y como adversario, nada más corrosivo para nuestra fatua virilidad que el odio o el desprecio de una hembra inteligente.

Pero, aparte ser más consecuente y valerosa que los hombres, la mujer también es más culta. No se trata de más tiempo libre, como dicen algunos simples, sino de menos egocentrismo: curiosidad por el mundo exterior. La mujer posee mucha información global, porque ve más televisión, más cine. Lee más. Cualquier librero sabe que el setenta por ciento de sus clientes son jóvenes y mujeres. Los hombres estamos demasiado ocupados haciendo números, tomando decisiones fundamentales, endureciendo el gesto ante el espejo, pobres desgraciados, alardeando de un temple que se derrumba en cuanto nos tocan la nómina o el estatus, mientras ellas parecen poseer una reserva secreta de entereza para sobreponerse, aunque caigan chuzos de punta.

Échenle un vistazo a las estadísticas. Además de su presencia en otros sectores, las mujeres copan las carreras de humanidades, o al menos lo que va quedando de éstas. Así, en este final de siglo que termina de tan mala manera, en la confusión que caracteriza a esta especie de noche que se nos viene encima, tan fría como esos ordenadores que engendran los hombres con microchips en lugar de espermatozoides, las mujeres pueden terminar siendo para la cultura lo que los monjes medievales fueron en la trinchera de sus monasterios mientras el mundo se desplomaba alrededor. Y ésa será su venganza, su revancha histórica sobre nuestra estupidez y nuestra injustificada autocomplacencia.

Virtudes masculinas, decía aquél. Permita que me ría, respondí. Ya quisiéramos nosotros, los hombres, poseer ciertas virtudes.

12 de junio de 1994

domingo, 5 de junio de 1994

Los del dieciseisavo


No recuerdo, o quizá no lo supe nunca, quién fue el ministro que, con la complicidad de sus colegas y su presidente de gobierno, puso en marcha la reforma educativa que en este país llamamos LOGSE. Ni sé quién fue ni conozco su paradero; y eso es lo grave de este tipo de asuntos: que los ministros, y los gobiernos, y los presidentes de gobierno, llegan, te lo ponen todo patas arriba y luego se jubilan sin que nadie les exija responsabilidades por dejarte el patio hecho un erial. Y claro, con impunidades como ésas se embaldosan los suelos de las casas de putas.

¿Recuerdan aquel poema de Bertolt Brecht o de no sé quién, sobre el fulano al que le van trincando vecinos mientras él pasa de todo, y después, cuando le llega el turno, ya no tiene a nadie que lo ayude?. Pues eso ocurre en este país: que nos estamos quedando solos en la escalera mientras los chicos del brazalete -los brazaletes cambian según la época, pero los chicos no- se pasean por nuestras vidas y por nuestro futuro como Pedro por su casa. Y no me refiero en exclusiva a los cien años de honradez; ciertos polvos y lodos vienen de antes, y los personajes cambian de ideología, pero no de métodos ni de talante. Recuerden, si no, la gracia de aquel ministro -la sonrisa del Régimen- al que los amigos llamaban Pepito Solís Ruiz: Más deporte y menos Latín.

Pero vamos al grano, que llevo ya un folio en prolegómenos. Les estaba hablando de la LOGSE, y resulta que ahora uno echa cuentas -el arriba firmante tampoco se asomaba al oír gritos en la escalera- y cae en el detalle de que, con la actual política educativa respecto a las Humanidades, un alumno puede perfectamente terminar su carrera sin haber estudiado nunca. -insisto: nunca- ni Historia de la Literatura, ni Filosofía, ni Latín, ni por supuesto, Griego. Dicho en corto: sin saber quién fue Cervantes, ni Platón, ni de dónde vienen la mayor parte de las palabras y conceptos que maneja a diario y conforman su mente y sus actos. Salvo que tenga la suerte de tropezar con profesoras o profesores que posean iniciativa, redaños y vergüenza torera, cualquiera de nuestros hijos puede salir al mundo convertido en un bastardo cultural, en un huérfano analfabeto, en una calculadora ambulante sin espíritu crítico, sin corazón y sin memoria, clavadito a muchos de quienes nos gobernaron, nos gobiernan y nos gobernarán.

Vivimos, en este siglo XX, a merced de quienes controlan los medios de comunicación de masas, los profetas y los cruzados de salón, los que diseñan banderas, himnos nacionales, ideologías, narcóticos, o simplemente diseñan. Náufragos de nuestro fracaso espiritual, somos cada vez más corchos a merced del primero que llega con labia o con recursos suficientes para llevarnos al huerto. Frente a eso, la Cultura con mayúscula, la Literatura, la Historia, las humanidades en general, son la única arma defensiva. De ellas obtenemos aplomo, ideas, intuiciones y certezas, coraje para defendernos y sobrevivir. Las humanidades nos cuentan de dónde venimos y cómo hemos llegado a ser lo que somos; hacen que nos comprendamos a nosotros mismos y a los demás. Nos sitúan, confortan y fortalecen, permitiéndonos asumir nuestra condición de eslabones en una cadena interminable, trágica y maravillosa al mismo tiempo. Nos hacen más fuertes, más sabios. Más libres.

No comparto la infantil teoría, sostenida por algunos, de la conspiración. En realidad, los responsables de todo esto son demasiado mediocres como para actuar de acuerdo a consignas o a un plan establecido. También ellos son víctimas de sí mismos, de sus propias limitaciones, de su estrecha visión del mundo. En el indocumentado con cartera de ministro que pretende convertir las mentes de sus futuros conciudadanos en mecanismos de piñón fijo hay, incluso, buena voluntad: proporcionar a los jóvenes una especializaron que les permita abrirse paso en un mundo técnico donde la palabra humanidades suena a sarcasmo. Pero ni el antedicho fulano ni sus alegres cacheteros -los del dieciseisavo- caen en la cuenta de que tan absoluta claudicación no hace sino ahondar el foso donde se entierra el espíritu del hombre y donde se nos entrega, maniatados, a los tiburones y a los mercachifles.

Asuntos como el de la reforma educativa no traslucen maldad, sino estupidez. De buena fe, supongo, unos cuantos compadres decidieron bajar el listón para colocar el futuro a su nivel. Y han hecho un pan con unas hostias.

5 de junio de 1994

domingo, 29 de mayo de 1994

Picoletos


Dijo aquel poeta que era andaluz y al que le dieron matarile, que tienen, por eso no lloran, de plomo las calaveras. En la realidad, que los guardias civiles tengan la lágrima fácil o difícil es asunto del que allá sabrán sus legítimas en las casas cuartel, donde todo suele cocerse de puertas adentro, pero lo cierto es que, en los últimos tiempos, a la Benemérita no le faltan motivos para echarse a llorar a moco tendido. Que a uno le pongan de jefe un paisano que además tiene todo el careto de El Algarrobo, que el fulano les quite el tricornio del uniforme de diario y encima resulte ser un trepa y un -¿presunto?- chorizo, es como para aflojarle el lagrimal al más curtido sargento chusquero.

Mi amigo Manolo Prados, por ejemplo, lo lleva fatal. Manolo es un capitán de los cigüeños que ahora vive jubilado en Alhaurín de la Torre, después de haberse pasado cuarenta años de verde en Picolandia hasta que le tocaron retreta de jefe de puesto en Tarifa. Cuando era simple guardia, Manolo pateaba la costa con alpargatas de esparto para no despeñarse por los acantilados, y pasó la vida entre servicios, maquis y contrabandistas, viviendo en casas cuartel con goteras y retrete colectivo. Igual que Manolo, cantidad de guardias envejecen por esos caminos, con frío en invierno y calor en verano, con cuatro duros de paga, autoconvencidos de que - parafraseando a don Pedro Calderón de la Barca- obediencia y honor son/ caudal de pobres soldados,/que en buena o mala fortuna,/ la Guardia Civil no es más que una/ religión de hombres honrados.

Lo que a estas alturas de la feria, tampoco es rigurosamente exacto. La Benemérita Institución ha sido leal y obediente a la monarquía, a la república, a la democracia, siempre que no ha sido desleal o desobediente, y de ambos extremos están llenos de fechas los libros de Historia. Escasa honra hay en fotografiarse junto a un robagallinas como El Lute, a quien el franquismo convirtió en enemigo público número uno, o en que el cabo Martínez perdiera tradicionalmente el culo para ponerse, a cambio de un cigarro habano, a las órdenes del señor marqués -antes- o del señor banquero -hace poco- cada vez que éstos acudían a cazar, con sus amigos, al coto de Villacorchos del Tarugo. Poca honra hay, por cierto, en poner el cazo para aparcar un Mercedes ante la casa cuartel, o achicharrar a tres inocentes porque a una mala bestia de teniente coronel le han dicho que va a haber un movimiento sísmico y que localice el epicentro. Ya conocen la respuesta del chiste, realista y terrible: "Detenidos Epicentro y diez cómplices más. Posdata: aquí ha habido un terremoto de la hostia".

Y sin embargo, honra también la hubo, y la sigue habiendo. Con lo bueno y lo malo inherente a su condición, que a fin de cuentas es la condición humana, la doble silueta de la pareja, de la Guardia Civil caminera, está profundamente ligada a nuestra vida y a nuestra historia. A la España negra y también a la otra, la del coraje y el sacrificio. El valor de esperar el tiro en la nuca. Los dos guardias ensangrentados que se abrazan entre los escombros de la casa cuartel. El número que se queda en su puesto horas y horas, bajo la lluvia, porque el cabo le ha dicho aquí, Sánchez, hasta que te releven, y para eso del relevo todo guardia que se precie es de piñón fijo. O el otro, que vadea la riada con el agua por el pecho porque la Cartilla del Cuerpo dice que su obligación es salvar a la gente, palmando si es preciso, y entonces va y palma, el tío. Y es que, supongo, la cuestión es tan simple y tan vieja, que ya en el siglo onceno un listillo anónimo la resumió, diciendo:

Que buen vasallo que fuera
si tuviese buen señor.

Que son dos versos que los españoles llevamos escritos en la frente desde los tiempos de Viriato. Por eso uno va y piensa en la vergüenza que estos días sienten los picoletos, y se dice que a lo mejor no es para tanto, Hace un par de semanas le echaba yo un vistazo a las fotos del benemérito ex-director general, esas en calcetines y calzón corto, todo calva y michelines, retozando con unas cuantas individuas de tetas grandes, y me decía: no tiene nada que ver. Esa no es la Guardia Civil, ni para lo bueno ni para lo malo. Ese es un golfo que cayó allí como podía haber caído en un ministerio, en la dirección de un banco o en cualquier alto cargo de un partido con cien años de honradez: por casualidad, por desvergüenza de sus compadres y señoritos, y por desgracia para la Guardia Civil. Y en este país, una desgracia la tiene cualquiera.

29 de mayo de 1994

domingo, 22 de mayo de 1994

La colilla en la boca


Hojeando un libro sobre la Guerra Civil encuentro una foto en blanco y negro, con fusiles y alpargatas y tipos en mangas de camisa que se llevan a un hombre para fusilarlo. Es una foto vieja de casi sesenta años; una de esas que pudo hacer Robert Capa y tanto gustaban a aquel fulano, Hemingway. A quien, por cierto, no sé quién dio vela en este entierro -ya tenía yo ganas de decir esto- y tanto le gustaba venir a España a ver cómo matábamos toros y nos matábamos unos a otros, poniéndose hasta arriba de Rioja mientras disfrutaba del espectáculo y hacía frases y artículos y novelas en vez de ocuparse de sus asuntos, ir al cine o entrevistar a Jerónimo en la reserva, el hijoputa.

Pero volvamos a la foto. Es en blanco y negro, les decía, y en ella hay un hombre con camisa blanca que levanta los brazos mientras se lo llevan a pegarle un tiro. Se lo llevan sin brutalidad tres tipos que le apuntan como diciéndole hoy por tí y mañana por mí, y él no parece asustado, ni inquieto, sino sólo resignado, hosco, con la media cara que se le ve en la foto concentrada en su vacío interior o sus pensamientos. El fulano es pequeño y moreno, mal afeitado, con mucha pinta de español de esos de antes, duro y con generaciones de hambre a cuestas, y en la boca lleva esa colilla que en este país siempre fuman los españoles cuando los llevan al paredón.

No sé por qué fusilaron al tipo de la colilla. El pie de foto no especifica dónde le dieron matarile; si era rojo, nacional, o sólo un pobre diablo atrapado, como casi todos, entre los unos y los otros. Quizá había matado a un cura o al alcalde de su pueblo, o votó Frente Popular, o tal vez no se presentó voluntario para salvar la República. Tal vez disparó sus cinco cartuchos uno tras otro, y después dejó el fusil, encendió el pitillo y se puso en pie en la trinchera con los brazos en alto, resignado a la suerte que llevaba escrita en la frente desde hacía siglos. Que quizás el cigarro se lo dio uno de los que le apuntan con los fusiles en la foto: estás listo, paisano, anda, echa un pito que es el último. Tira palante.

Estoy mirando esa instantánea -como se decía antes- y sin querer la asocio con otra imagen, ésta en movimiento: la de los republicanos fugitivos que, al llegar a la frontera, cogen un puñado de tierra española y pasan al otro lado con ella en el puño cerrado, en alto. Y me digo: pobre gente, cuántos sueños, y cuantas ilusiones, y cuánta amargura, y cuánta derrota hay detrás de ese puño en alto, de esos brazos que se levantan y de esa colilla indiferente, resignada, en la comisura de la boca de un hombre que ya nació camino del paredón.

Y junto al libro abierto donde está la foto, sobre la mesa por donde se desliza mi memoria, hay también un montón de periódicos abiertos que son de ahora mismo, del día de hoy. Páginas y titulares y otras fotos que hablan de banqueros, y de políticos sin vergüenza, y de gentuza que amasó fortunas sin el menor rubor sobre las espaldas de ese hombre de la camisa blanca; de todos los hombres de camisa blanca que han levantado las manos en este país camino de un tiro y del cementerio.

Canallas encorbatados que incluso, a veces, han tenido el cinismo de enarbolar como bandera nombres y causas por las que pequeños hombres honrados, valientes y sin afeitar, con el último pitillo en la boca y esa cara de indiferencia resignada, ese aplomo que dan el instinto de la raza y la memoria, tuvieron que levantar miles de veces los brazos y dejarse llevar, a menudo sin empujones, como en el cumplimiento de un rito viejo y terrible que es nuestra condena, a la tapia de un cementerio para respirar hondo y decir adiós, muy buenas.

Y con el libro abierto junto a los diarios del día, memoria vieja, limpia y depurada por el paso de los años frente a tanta actualidad que apesta, me digo: pobre español desconocido el de la camisa blanca y los brazos en alto, con su enternece-dora colilla en la boca y sus ojos derrotados; pequeño héroe anónimo y gris que sin duda olía a sudor, a tierra, consecuente y valeroso, bajito, sin afeitar.

Pobre diablo que a lo mejor le dio la última calada al pitillo mirando amanecer sobre los fusiles y los rostros, tan parecidos al suyo, de los que le pegaron, sin más rencor que el necesario, unos cuantos tiros. Y que a lo mejor creyó, o intuyó, en algún lugar del confuso pensamiento del último minuto, que a lo mejor su viuda, sus zagalicos, iban a vivir en un mundo mejor. En una España más limpia y más justa.

22 de mayo de 1994

domingo, 15 de mayo de 1994

Los pobres indiecitos


La Feria del Libro de Bogota es impresionante. Uno llega a Colombia con esa estúpida actitud de superioridad que solemos adoptar los de esta orilla, creyendo encontrar poco más que garabatos indígenas sobre hojas de maíz cosidas a mano, y se tropieza con un esfuerzo, un despliegue cultural y un alarde de interés y profesionalidad que aquí, en la Madre Patria por llamarla de alguna forma, le calentaría las orejas a más de un periculto responsable de nuestro alto nivel, Maribel.

Acabo de pasar allí unos días, y los indiecitos, los sudacas a quienes nuestros policías culturalmente superiores miran con recelo en el control de pasaportes de Barajas, me han administrado una inolvidable lección de vergüenza torera. En la feria de Bogotá había pabellones, música, salas de conferencias, actos culturales de todo tipo. Y sobre todo gente, mucha gente. Un público diverso que atestaba el recinto y se paseaba entre los libros mirando, tocando. Los días festivos, familias con niños se llevaban la merienda y acampaban por todas partes, y al anochecer, los soldados de guardia en la puerta -guantes blancos y botas lustradas para suavizar la negra apariencia de los fusiles- los miraban irse cargados con bolsas llenas de libros o cuentos para los críos.

Pocas veces hallé tanta consideración respecto a la palabra impresa y al libro. Ni tanta veneración por el castellano, el español que dicen allí, como lengua y como vehículo de placer y de conocimiento. Durante una semana he visto a los colombianos acercarse a los textos y a los autores españoles con un respeto que no es complejo de inferioridad, sino la certeza de compartir memoria y cultura, copropietarios por derecho de un tesoro común que nos hace mejores y más libres.

Lectores que buscan claves en sus textos favoritos; autores que comparten contigo aficiones y experiencias profesionales; críticos que en vez de perdonar la vida, ajustar cuentas personales o contarnos cómo hubieran escrito ellos la obra de otros, se esfuerzan por orientar al lector y dotarlo de brújula para que navegue por ella con libertad.

Tiene gracia la cosa. Aquí, en la residencia del Gran Padre Blanco, en la cuna del talento y las bellas letras, nos pasamos la vida haciendo posturitas ante el espejo mientras echamos miradas de desdén a las viejas colonias. Y cuando autores o críticos nos dejamos caer por allí lo hacemos con la inaudita pretensión de impartir doctrina, participando en ciclos de conferencias bajo títulos como: La narrativa en el próximo milenio, Coordenadas para la comprensión de la nueva Literatura universal, El futuro de la novela depende del que suscribe, o cosas por el estilo. Y sentados en los bancos de primera fila, tomando notas aplicadamente, los indiecitos guaraníes nos escuchan con un respeto que no nos merecemos, mientras tienen la generosidad de llamarnos maestro. Lo que supone un exceso de bondad en gentes que, muy a menudo, aman la Literatura, la conocen y la practican mucho mejor que todos los Viracochas juntaletras que nos dejamos caer por sus lares a darles palmaditas en el hombro.

Total: que uno vuelve de Bogotá con una purga de humildad, y además con dos libros indígenas en el equipaje (no sé si les sonarán a ustedes, porque al fin y al cabo, Colombia, ya me entienden). Uno es Tras las rutas de Maqroll el Gaviero, sobre un tal Alvaro Mutis. El otro colombiano quizá también les resulte familiar: Del amor y otros demonios, por un cierto Gabriel García Márquez. E insisto en su nacionalidad colombiana porque aquí, para aceptar la grandeza, solemos sacarlos de contexto, como si fueran apátridas o españoles mal censados, sin domicilio fijo, que sólo hubieran nacido allá por mero accidente.

Y mientras, uno pasa páginas a diez mil metros de altura sobre el Atlántico, lee las cosas que escriben los pobres sudacas, navega junto a Maqroll y se enamora de Sierva María de los Ángeles. Y, bueno, se dice que un país como España, capaz de pedir visado a gente que aprendió a leer deletreando el Quijote, merece tener los Roldanes, los Rubios, los Solchagas, los Gobiernos, los políticos, las joyas de las artes y las letras que tiene. O que tenemos. Y uno medita sobre esto mientras vuela de regreso a Europa, lamentando no hacerlo con Avianca, como a la ida, donde fue tratado de modo impecable, en lugar de estar aquí, en Iberia, deseando con toda el alma que el avión entre en una térmica, dé un salto y a la azafata de Business Class se le tuerza el nudo de la corbata. Como mínimo.

15 de mayo de 1994

domingo, 8 de mayo de 1994

Paco el piloto


Ni sabe quién fue Joseph Conrad ni maldito lo que le importa. Fue marino mercante, y también cornetín de órdenes en el Almirante Cervera cuando en los barcos los almirantes daban las órdenes con cornetín, lo que equivale a decir cuando Franco era cabo. En los últimos tiempos dejó de fumar y ha engordado, pero todavía conserva buena planta a pesar de que navega hacia los setenta con viento por la aleta, rumbo al dique seco. Tiene la piel curtida como si fuera cuero viejo, el pelo blanco e intacto, rizado, y los ojos azules. Hace diez años, a las extranjeras que subían en su lancha para darse una vuelta por el puerto de Cartagena les temblaban las piernas cuando les hacía un huequecito entre los brazos para que cogieran el timón. Era mucho tío, el Piloto.

Se le ve por las mañanas apoyado en cualquier tasca del puerto, honesto mercenario de la mar, esperando clientes que no llegan, con su vieja y repintada lancha que se llama como él y como se llamó su padre. Además de turistas guiris a las que daba una palmada en el culo para subir a bordo, el Piloto ha llevado familias de soldaditos que iban a la jura de bandera, tripulantes de petroleros fondeados frente a Escombreras, prácticos en días de temporal, marineros yanquis hasta arriba de jumilla, los hijoputas, largando hasta la primera papilla por la borda, a sotavento, después de que les partieran el morro en los bares de lumis del Molinete. Su lancha y él han visto de todo: la mar pegando de verdad, cuando Dios se cabrea, y esos largos y rojos atardeceres mediterráneos en que el agua es un espejo y la paz del mundo es tu paz, y comprendes que eres una gotita minúscula en un mar eterno.

Ahora Paco el Piloto está cerca de jubilarse y anda, como sus compañeros de las barcas y las lanchas, en confusos pleitos con las autoridades que pretenden -las autoridades siempre pretenden hacerte faenas así- cambiarles el atracadero de la dársena de botes donde han estado amarrados toda la vida, como lo hicieron sus padres y sus abuelos, y llevárselos a otro sitio.

Estuve hace unos días tomando cañas con ellos y, como siempre ocurre en estos casos, al final no sabe uno exactamente dónde reside la razón legal, pero termina adoptando por corazón e instinto la causa de tipos como Paco y sus colegas, gente con manos ásperas y ojos quemados por el salitre, llenos de arrugas y cicatrices, sencillos, honrados y duros. Así que la razón, sea cual fuere, me importa un carajo. Escribe algo para defendernos, me dijeron, liándome. Y aquí ando, cumpliendo mi palabra a cambio de unas cañas, aunque sin saber muy bien qué diablos es lo que tengo que defender.

De un modo u otro, a Paco el Piloto le debo esta página. A su lado, hace ya casi treinta años, aprendí cantidad de cosas sobre los hombres, sobre el mar y sobre la vida. Una vez, en mitad de un temporal gris y asesino de esos que de vez en cuando sabe sacarse de la manga el Mare Nostrum -nuestro: de Paco y mío-, estuve con él en la bocana del puerto, en el faro de San Pedro y junto a mujeres vestidas de negro, viendo cómo los pequeños y desvalidos pesqueros intentaban poco a poco, entre olas de diez metros, ganar el abrigo del rompeolas.

Los divisábamos a lo lejos, vacilantes y minúsculos, tan frágiles entre montañas de agua y rociones de espuma, avanzando a duras penas con el estertor de sus motores a poca máquina. Se había perdido uno, y cuando un pesquero se pierde no se va un hombre, sino que desaparecen juntos el hijo, el marido, el hermano y los cuñados. Por eso las mujeres enlutadas y los críos estaban allí mirándolos venir, en silencio, intentando adivinar cuál faltaba. Entonces el Piloto, que estaba a mi lado con la colilla a un lado de la boca, las miró de reojo y, discretamente, casi con embarazo, se quitó la gorra. Por respeto.

Otro de mis recuerdos ligados al Piloto es el Cementerio de los Barcos sin Nombre. Una vez me llevó con su lancha allí donde los viejos vapores rendían su último viaje para, ya sin nombre y sin bandera, ser desguazados y vendidos como chatarra. En aquel desolado paisaje de planchas oxidadas, de chimeneas apagadas para siempre y cascos como ballenas muertas bajo el sol, el Piloto lió el primer cigarrillo de mi vida y lo encendió con su chisquero de latón que olía a mecha quemada. Después lió otro para él, y entornando los ojos miró con tristeza los barcos muertos.

-Es mejor hundirse en alta mar -dijo por fin, moviendo la cabeza-, Ojalá nunca nos desguacen, zagal.

8 de mayo de 1994

domingo, 1 de mayo de 1994

Sobre curas y sotanas


Una vez conocí a un cura guerrillero que iba por los montes con escopeta, hasta que se lo cargaron las tropas gubernamentales. Y a otro que tuvo más suerte y llegó a ministro sandinista. También conozco a uno que es maricón y buenísima persona al mismo tiempo, y vive humildemente trabajando en un barrio muy pobre del Sur, a otro que baja cada día a picar a la mina, y a otro más que es capitán castrense y cuando visita su pueblo, donde viste sotana por aquello del prestigio y porque allí vive su madre, se le cuadran los guardias civiles.

Quiero decir con eso que hay tantos tipos de cura como de seres humanos, y que unos llevan sotana y otros no la han visto ni por el forro desde el día de su ordenación. Y es que, según me cuenta otro viejo amigo que acaba de ser nombrado arcipreste -yo creía que ya no quedaban, como el de Hita y todo eso, pero ya ven-, el papa Wojtila ha expresado en diversas ocasiones su deseo de que los sacerdotes vistan sotana cuando se encuentran en acto de servicio, e incluso algunos obispos han hecho circular recomendaciones al respecto.

Quizás, en el fondo, la pérdida de clientela registrada por la Iglesia católica desde la puesta al día del Concilio Vaticano II no se trate de un problema de fe, sino de estética. Hay tiempos en que necesitamos compadres, guerrilleros, visionarios o compañeros de barricada. Y hay tiempos en que necesitamos catedrales, el barroco, las telenovelas, la misa en latín, los conciertos de Madonna, los viajes papales en plan Totus Tuus. O sea, referencias, señales, asideros donde echar mano cuando todo parece irse al carajo. Tiempos en que quizás importa menos la lucidez que el espectáculo, el símbolo que el consuelo. Y tal vez sea ahora, de nuevo, más creíble o más útil un párroco sentado en silencio con su sotana a la cabecera de un moribundo, que otro con su cutre jersey gris y una sonrisita diciéndole: Dios te ama, yupi-yupi, tranquilo, chaval. Ya me contarán ustedes, tal y como está el patio, qué mensaje de consuelo puede transmitir semejante cantamañanas. Al menos el otro, el de la sotana, impone respeto y te obliga a palmar con dignidad.

En fin. Tanto el Papa Wojtila como los obispos son profesionales de su oficio, que es el más viejo del mundo con algún otro, así que ellos sabrán. Después de todo, la sotana ha sido durante muchos siglos símbolo de oscurantismo y reacción, con Torquemada y sus colegas, y con toda la peña que estuvo siglos volviéndose de espaldas cuando pasaban las cuerdas de presos camino del presidio o del paredón. Pero -a Dios lo que es de Dios- la sotana también ha sido aquí estudio, coraje, honradez y progreso, desde los frailes que le daban cuartelillo a un tal Cristóbal Colón, hasta los curas que lo mismo degollaban franceses que se daban después de hostias -nunca mejor dicho, mas no en sentido literal- con las fuerzas de Orden Público por la libertad y el pan de sus feligreses. Sin olvidar a quienes, en la frágil trinchera de sus scriptorium y bibliotecas, se dejaron las pestañas traduciendo, copiando, conservando para nosotros el Conocimiento y la Cultura mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor y, cerril e ingrato, les quemaba los conventos.

A mí, qué quieren que les diga, la sotana como prenda me cae bien. Me revientan, eso sí, quienes a estas alturas hacen de ella una bandera o un uniforme de combate. Ese camino lleva a las hogueras de la Inquisición y a los maestros de escuela asesinados en Argelia. He visto a curas que se llamaban Jomeini llegar como los libertadores, acogidos con entusiasmo por la gente -también por ciertos periodistas españoles que ahora tienen muy mala memoria- y después sumir a un país entero en la noche medieval más reaccionaria y más terrible, convirtiendo en policías, en delatores, a vecinos y parientes. Porque no hay nada más peligroso, más hipócrita ni más ruin que un integrista con poder, o un cura vergonzante infiltrado en la política.

Quizá por eso me inspiran simpatía quienes por voluntad propia o disciplina profesional visten sotana. En este siglo que agoniza de tan mala manera, en esta pulpa irreconocible donde ni siquiera la Iglesia católica, sus ministros y lugares de culto escapan a la vulgaridad y el mal gusto, a uno -a mí, por lo menos- le gusta que la gente esté en su sitio, que un cura parezca un cura y que lleve con dignidad, lo mismo que un bombero lleva la manguera y el casco, aquello que simboliza la trascendencia de lo que representa. Es bueno saber quién es cada cual. Y más en los tiempos que corren.

1 de mayo de 1994

domingo, 24 de abril de 1994

El vil metal


Uno abre los diarios y se entera de que España o para ser más exactos la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, aspira a imprimir el tengue que es la nueva moneda que sustituye al rublo en la república de Kazajistan. Está bien eso de que seamos agresivos en materia de contratos extranjeros, y si además del Kazajistán conseguimos el Beluchistán y el Azerbaiyán, y en los ratos libres le seguimos dando a la manivela y salen unos cuantos marcos alemanes, para qué les voy a contar. Los billetes de banco hechos en España suelen ser bastante bonitos y se pueden enseñar por ahí con la cabeza muy alta, incluso los de 2.000 pesetas, que llevan a la derecha la efigie de José Celestino Mutis, patriarca de la Botánica hispana, y a la izquierda la firma de Mariano Rubio, ex gobernador del Banco de España. (No sé si sitúan ustedes a don Celestino, pero seguro que se acuerdan de don Mariano).

Es bueno eso de imprimir moneda extranjera, porque proporciona ingresos al Tesoro y trabajo a dibujantes y operarios. También da prestigio, y justo a eso iba. Porque si además de papel este asunto incluye acuñación metálica, aviados están los kazajos. Si algo distingue a nuestras monedas en los últimos doce años, es su carácter perfectamente horroroso dentro de la más estricta anarquía.

Desconozco los criterios que la FNMT aplica a la hora de elegir dibujantes y diseñadores de tan pésimo gusto, pero me los imagino. Y no me gusta nada lo que imagino. En este país cualquiera vale para cualquier cosa, y todo el mundo tiene un amigo -yo un primo segundo, sin ir más lejos- que dibuja, y diseña, y toca de oído, y lo mismo guisa un estofado que le saca brillo al copón de Bullas. Los estofados y las procesiones de Semana Santa nos salen de maravilla, es cierto. Pero tenemos, con mucho, las monedas más feas y variopintas de Europa, hasta el punto de que el muestrario nacional parece la ventanilla de cambio de una casa de putas.

Échenle un vistazo al bolsillo y vean si exagero. Cada vez que viene un amigo de afuera y lo llevo a tomar unas cañas, manifiesta su desconcierto ante dos hechos capitales: que no haya dos españoles que pidan el mismo café, y el caos de monedas que en España consideramos de curso legal.

Por ejemplo: en el momento de teclear estas líneas, el arriba firmante posee una peseta minúscula de níquel, otras más grandes del Mundial de Fútbol y otra con la cara del Rey en el anverso y la gallina imperial en el reverso. En cuanto a duros, tengo tres: un duro enano y confuso en el que se descifra con dificultad un 5 -creo que en algún sitio pone pesetas-, otro del Rey joven con una pelota de fútbol, y otro de Franco en edad provecta. En cuanto a monedas de cinco duros también dispongo de amplia variedad, en la que destacan una cosa con agujero donde pone Expo, otra con otro agujero que reza País Vasco, y otra de Barcelona 92. Amén de las piezas grandes con el escudo real, una, y el Generalísimo -de perfil, cincuentón, en plena forma- en la otra.

Pero no crean que para ahí la cosa. Porque estaba yo con las 100 pesetas -la dorada con el escudo constitucional y el Rey me parece la más correcta de todas- cuando me tropiezo con un Camino de Santiago que incita abiertamente a elegir otro camino. Después aparece a traición, con el mismo tamaño, una de níquel de 2 pesetas de 1982 que no me atrevo a usar por si resulta que es falsa. Y en cuanto a las de 50 -el Mundial, Franco, el Rey, la Biblia en verso-acabo de estar a punto de tirar una moneda de color plateado, creyéndola machacada en los bordes por algún desaprensivo. Pero resulta que me fijo y es pieza de 50, nuevecita, con un singular cuño de misteriosas muescas alrededor, que reza Extremadura y me pregunto qué habrán hecho los extremeños para merecer tan cruel venganza.

Tampoco tiene otra explicación el turbio ajuste de cuentas con la Institución monárquica que me echo a la cara con otra pieza enana de doscientas, que luce -es un decir-una efigie regia perpetrada por indudable mano republicana. Moneda, por cierto, que convive en mi bolsillo con otra de idéntico valor, donde un oso y un madroño nos aseguran, bajo su exclusiva responsabilidad, que Madrid fue en el 92 capital europea de la Cultura.

Es como para volverse majara. Imagínense ser ciego en España y tener que identificar todo eso al tacto, día tras día, en un quiosco de la ONCE. Nunca pareció tan vil el vil metal.

24 de abril de 1994

domingo, 17 de abril de 1994

Sobre analfabetos y cafés


El viejo café Zurich de Barcelona está condenado a muerte, y esta vez la sentencia es inapelable. Ciertos lugares y establecimientos resultan incompatibles con el tiempo en que vivimos, y el Zurich pronto seguirá la triste suerte del Oro del Rhin, La Luna, el Lyon de Madrid y tantos otros: convertirse en hamburgueserías o bancos. Símbolos de la convivencia de tertulia, reductos cosmopolitas de la tradición y la cultura, los antiguos cafés españoles siguen muriendo uno tras otro, y no se puede cruzar el umbral de los últimos supervivientes -el Gijón de Madrid, el Ca'n Tomeu de Mallorca, el Novelti de Salamanca- sin la incómoda sensación de que también sus días están contados.

Si la conservación de cafés antiguos fuese un criterio de nivel cultural, en España seríamos analfabetos. El enunciado, brillante, no es mío, sino de un amigo. El amigo se llama Jean Schalekamp, y es uno de esos hombres del norte, escritor por más señas, que un día deciden adoptar la patria mediterránea y se quedan en ella para siempre. Vive desde hace muchos años en Mallorca y allí, en la soleada paz de su estudio, me hace el honor de traducir mis novelas al holandés. A Jean le gusta sentarse en las terrazas y en los cafés a ver pasar la vida, y en los últimos tiempos dirige una particular cruzada: una asociación en defensa de esos viejos recintos contra la especulación y la piqueta. Se llama Amics deis Café y es una causa perdida, por supuesto. Pero ninguna causa tendría encanto sino peleáramos por ella hasta quebrar el sable, incluso poseyendo la certeza de que estamos vencidos de antemano.

La idea de Jean es que los cafés españoles con larga y noble tradición, aquellos que han sabido conservar su casticismo y su sentido histórico, sean declarados patrimonio cultural bajo la protección de los ayuntamientos o el Estado. Y que a cambio se les impongan estrictas normas de conservación, decoración y ambiente. A fin de cuentas, un café es un microcosmos denso y cálido, un foco intelectual de comunicación humana, que forma parte de la cultura viva de una ciudad tanto como los teatros, los museos, o las salas de conciertos.

Esto, que para sorpresa de mi amigo holandés es necesario explicar a todo el mundo en España, en otros lugares de Europa resulta tan obvio que nadie plantea siquiera la cuestión. París, como puede atestiguar el señor De Vilallonga unas páginas más adelante, no sería París sin el Flore, La Paix o Les Deu Magots. En el Greco de Roma tomaba café, entre otros, Stendhal, y ése es motivo suficiente para que siga abierto y cuidado como un santuario. En cuanto a Viena, que tiene los más hermosos cafés del mundo, el Sacher, el Braüenerhof, el Schwarzer, el Dommayer y los demás se miman y conservan como lo que son: auténticos tesoros del patrimonio nacional. Un patrimonio que se inscribe en el ámbito europeo y en el de la cultura universal, como comprende uno cuando ve a 400.000 japoneses que, en la puerta, con reverencial respeto, mueven la cabeza y dicen hai mientras hacen fotos.

Decir que somos unos notorios imbéciles no supone, a estas alturas, descubrir el Mediterráneo. Los españoles nos estamos ganando a pulso el café en vasos de plástico y las camareras con gorrito multicolor en vez de viejos, sabios e impasibles camareros de toda la vida. Aquí confundimos demasiado fácilmente tradición con reacción, memoria con inmovilismo, y pendientes del eterno que dirán y del no vayan a creer que yo, aceptamos alegremente la orfandad estéril a que nos condenan los políticos que aspiran a que su mujer parezca Hilary Clinton, los ministros de Cultura que gastan millones en campañas de diseño en vez de mandar libros a los colegios, la televisión que recurre a modelos ajenos, los bancos, las cadenas de hamburguesas, las pizzerías a la americana, las gilipolleces que estamos obligados a escuchar cada día. Y justo cuando miles de turistas norteamericanos acuden a la vieja Europa en busca de sus raíces y los ecos de su antigua cultura, nosotros nos vestimos de neón y colorines para imitar, sobre los escombros de lo que fuimos aquello de lo que precisamente ellos huyen.

¿Saben lo que les digo? Me encanta ser español. Me encantan las terrazas al sol y las tertulias entre humo hasta la madrugada. Por eso rompo hoy esta lanza por los antiguos cafés, que son, como mi amigo Jean Schalekamp y yo, carne y sangre y semen del Mediterráneo y de la vieja Europa. Y a las hamburgueserías y a los bancos, que les vayan dando.

17 de abril de 1994

domingo, 10 de abril de 1994

El filo de la navaja


Tuvo que ser la pera. Y confieso que al principio no lo comprendía. En el colegio, cuando estudiaba Historia de España, y más tarde como lector adulto, siempre me acerqué desconcertado a los vaivenes y querellas internas que salpican -pleitos, contiendas civiles, sangre de amigos y vecinos- nuestros siglos de existencia. Al tierno infante que yo era le resultaba odioso y extraordinario que, por un quítame allá esos agravios, el tal Don Julián le abriese a los moros la puerta de atrás para reventar al rey don Rodrigo y, de paso, poner la Península patas arriba. Me escamaba tanto antiguo castillo demolido, no por los enemigos, sino por orden del rey. Y me extrañaba mucho que jefes y capitanes con nombres sonoros, gentes ilustres que habían dado a la Corona tierras, riquezas y gloria, terminasen acuchillándose entre sí allá en las Indias, cuando no arcabuceados por la espalda o ahorcados por sus propios monarcas.

Pero después uno se hace mayor y comprende. Igual que la Historia esclarece el presente, también nuestro presente explica los sucesos del pasado. Basta echar un vistazo alrededor, leer los diarios, escuchar las tertulias de la radio, tender un poco la oreja en la calle, en la oficina, para captar las claves del asunto. Hemos sido lo que somos, y también somos lo que fuimos, en este país donde el pecado capital no es el orgullo, ni la pereza -erraban los turistas románticos- , sino la envidia y su brazo armado, la maledicencia. En este país donde, para el sol, es pura rutina perfilar la sombra de Caín. En este país que se reconoce no en los lienzos de Velázquez sino en los de Goya, donde las espadas siempre terminan fundiéndose para forjar navajas cachicuernas. En este país que prefiere perder un ojo con tal de que el vecino pierda dos, y donde lo grave no es el insulto, la descalificación o la calumnia, sino la cantidad de hijos de puta que se lanzan sobre ello como una jauría, encantados de que pudiera ser cierto.

Si a todo eso sumamos, amén los correveidiles y los parásitos que viven de mirar, el hecho de que nuestra cepa abunde en noventa y nueve Sanchopanzas por cada Quijote que alumbra, vemos perfilarse claro el panorama. A esa luz puede uno, con los años, entender muchas cosas. Desde Viriato acuchillado en su tienda por los capitanes vendidos a Roma -y seguro que el oro fue lo de menos en el asunto- hasta Tarik y Muza, Riego metido en un cesto del suplicio, los Copons, Fornet, Mañas y Balcells de las compañías almogávares acuchillándose entre sí cuando no tenían turcos o bizantinos que les despertaran el ferro, o las tropas nacionales ganando batallas mientras, en la retaguardia, anarquistas y comunistas , por ejemplo , se fusilaban unos a otros con ese particular esmero que siempre ponemos los españoles , en la hora de nuestras íntimas carnicerías.

En cuanto a lo de América, aquello tuvo que ser como para sacar nota. Imagínense ustedes al personal, esos segundones castellanos o extremeños, bravos como toros de lidia, sin nada que perder y buscándose la vida lejos de autoridades y reyes. Esos Pizarro, Almagro, Cortés, Núñez de Balboa, aliándose y traicionándose unos a otros, montándoselo a su aire, escribiendo cartas a España a ver quien llegaba antes que el adversario, delatando a quien les hacía sombra, tendiendo emboscadas, entre virreyes y emisarios que iban y venían con orden de prisión para uno, de libertad para el otro, de confiscar los bienes de aquel o ahorcar sumariamente a Mengano. El rey Nuestro Señor trincando el oro y la plata con una mano y firmando la prisión o la ejecución con la otra, con los consejeros susurrándole al oído que si el tal Cortés se pasaba de listo, que si el tal Pizarro ya me entendéis, Majestad.

Sin embargo, también eso es España. También eso tiene su especial grandeza, aunque a veces sea retorcida e infame. Siempre dispuestos a disparar el trabuco, es precisamente ese ciego encono, nuestra flagrante mala sangre de emboscada y navajazo, la que nos hace tan duros y peligroso. Lo que talla a golpe de hacha -a menudo de verdugo- los peldaños de nuestra Historia, que no es sino un largo ajuste de cuentas. Los españoles no hemos estado jamás a gusto en nuestra piel, y por eso envidiamos y apuñalamos tanto: para desquitarnos. Quizá no sepamos vivir, pero seguimos -miren alrededor- sabiendo odiar y matar como nadie. Que recuerden eso los aprendices de brujo; los irresponsables que juguetean con la tapa de la caja de la truenos y se pasean alegremente, como si esto fuera Suiza, por el filo de la navaja.

10 de abril de 1994

lunes, 4 de abril de 1994

Perfume de mujer fatal


Ahora le ha dado a todo el mundo por llamarlos grandes superficies, quizás porque suena más técnico, más profesional. A mí, llamar grandes superficies a lo que siempre fueron grandes almacenes me parece una chorrada notoria; pero en este país oímos tantas al día, que da lo mismo. Hace una semana escuché a un ministro hablar de la filosofía del partido. Si hubiera sido más imaginativo, habría podido por ejemplo, acuñar el término filosofía operativa, y en el acto todos los políticos y los empresarios dinámicos, los banqueros y los sindicalistas, se habrían lanzado sobre el término, y a estas alturas tendríamos filosofía operativa hasta en las declaraciones de los entrenadores de fútbol: Nos metieron cuatro a uno porque Juanita no asimiló la filosofía operativa. Y cosas así.

Respecto a los grandes almacenes, vaya por delante que nada tengo contra su existencia. Me gusta perderme por ellos, mirar cosas, observar a la gente y a las dependientas de las secciones de perfumería, que siempre huelen a mujer fatal. Antes, incluso me divertía mucho haciendo gestos sospechosos con las bolsas para que llegaran los de seguridad y metieran la pata al decirme oiga usted; lo que pasa es que ahora les suena mi careto y ya no pican. Con todo esto quiero decir que los grandes almacenes son divertidos y conoces gente. A mí me caen simpáticos, y compro en ellos los tejanos, las cintas de vídeo, los disquetes de ordenador y cosas así. Pero no me ciega la pasión.

En España, la competencia de algunos grandes almacenes estrangula a los pequeños comerciantes. Crecen y crecen y se multiplican como en las películas de terror y ciencia ficción, mientras los pequeños, incapaces de competir ni en precios ni en el aspecto visual de la oferta, palman uno tras otro o sobreviven a duras penas. No hay zonas delimitadas como las antiguas reservas comanches, ni cascos históricos ni barrios tradicionales a respetar. El asunto escuece, sobre todo, en los centros tradicionales de las ciudades, donde el pequeño comercio local, amén de dar de comer a las familias que a él se dedican desde hace años, proporciona vida a las calles. Y cuando el pequeño comercio desaparece, ya saben lo que nos queda. Desoladas manzanas de oficinas y bancos con muchos vigilantes jurados en la puerta. Un paisaje frío, hostil, muy de nuestro tiempo.

Mienten como bellacos quienes sostienen que eso es inevitable. Uno se da una vuelta por Lisboa, por algunos barrios de París, por cualquier ciudad italiana con cierto sentido del orgullo local, la estética y la vergüenza torera, y comprende que no en todas partes cuecen las mismas habas. En muchos sitios la implantación de grandes locales comerciales se concede de modo racional, con cuentagotas, en las afueras, o no se tolera en absoluto, precisamente para evitar que las calles y barrios tradicionales pierdan su ambiente, su sabor y su vida. Nadie verá un cartel de hamburgueserías norteamericanas en el casco antiguo de Venecia, aunque las haya, ni unos grandes almacenes en la plaza de Vosgos de París. Mientras que en España, cualquier japonés, cualquier francés o cualquier fulano le sugiere a un alcalde montar un híbrido de Disneylandia y Galerías Lafayette en la plaza Mayor de Madrid o en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, y las corporaciones municipales y los ministros y consejeros de industria se abren de piernas en el acto porque eso suena a inversión, sin que nadie se moleste en hacer estudios de las repercusiones a largo plazo, turismo, economía local o puro buen gusto que la cosa va a traer consigo.

Nos quejamos de que los viejos barrios, las hermosas calles de nuestras antiguas ciudades, se mueren cada día. Pero somos nosotros quienes tenemos la culpa. En vez de seguir también fieles a los ultramarinos de la esquina, comprar algunos libros en la librería de toda la vida, o seguir encargándole chuletas al carnicero Manolo, damos nuestra particular exclusiva al supermercado, a los grandes almacenes, a la tienda de moda de tal o cual cadena internacional, porque es más cómodo, más divertido.

Porque tiene más filosofía operativa. Y los ultramarinos, y la librería, y el carnicero acaban cerrando para que, a cambio, las acciones de Supertodo coticen en bolsa. O, lo que es peor, para que Jean-Louis Lechón, director general de Alosanfán S.A., se compre un yate en Niza, Tadamichi Juribayasi cambie de residencia en Osaka, o Douglas Morris sea elegido hombre del año por la revista Time. Y a mí, que quieren que les diga, eso me pone de muy mala leche.

3 de abril de 1994

lunes, 28 de marzo de 1994

El insulto


En España ya no se insulta como antes. Aquí, en otro tiempo, el insulto consistía en un desahogo, un acto de violencia verbal donde se vaciaban el estómago y el corazón. Un español tomaba aire y vaciaba en una frase, en una palabra restallante como un latigazo, toda la inquina y la mala leche acumulada en siglos de degüello y odios fratricidas, de impotencia, opresión, ignorancia, envidia, orgullo y barbarie. Cuando en este país alguien insultaba lo hacía de modo solemne, consciente de que se jugaba el tipo y aquello podía terminar en el juzgado de guardia, en el hospital o en el cementerio. El español que recurría al insulto lo hacía de verdad. Y a ninguno interesaba insultar por frivolidad.

Uno se percataba de eso al oír a los guiris insultarse en su lengua. Un súbdito de Su Graciosa Majestad, por ejemplo, discutía con otro y cuando le decía stupid era ya el colmo. Hasta el fuck you de los yanquis sabía a poco. En cuanto a Europa, dos franceses se liaban, es un suponer, porque uno le había echado al otro ceniza de Gitanes en el fuagrás, y se decían el uno al otro cretin, con cocu y cosas así. Cocu, por ejemplo, sonaba a perfecta mariconada en comparación con aquel sonoro cabrón español. Y en cuanto a Italia, qué les voy a contar. Un milanés sorprendía a su legítima en el catre con un oficial de carabinieris y todo lo que se le ocurría era decirle a ella puttana, que convendrán conmigo ni suena a insulto ni suena a nada, mientras que en castellano podía elegirse sin problemas, entre un amplio repertorio: pendón, mala zorra, chocholoco. O cacho puta, sin ir más lejos. Prueben ustedes a decir eso en francés y comprenderán de qué les hablo.

Y es que antes, en España, todo aquello tenía paladar, como los buenos riojas. Aquí el insulto era algo sonoro e inapelable; una declaración de principios que te llenaba la boca. Le mentabas la madre a alguien y te quedabas en la gloria, porque en ese acto ajustabas cuentas con él y con el Universo. No es casual que las otras lenguas españolas, a la hora del insulto, sigan recurriendo a menudo al castellano como arma ofensiva más eficaz que las correspondientes palabras vernáculas.

Pero en los últimos tiempos también eso se ha devaluado. Basta tender la oreja para comprobar que esa agresión verbal tradicional y castiza ya no es lo que era. A fuerza de uso, las palabras pierden sentido y se convierten en caricaturas de lo que fueron; en ecos inertes de lo que, antaño, hacía que la sangre llegara al río por un quítame allá esas pajas o eso no me lo dices en la calle.

Denle si no, para comprobarlo, un repaso a la lista. Uno escucha a diario intercambios verbales que antes habrían terminado, cuando menos, en la comisaría más próxima, y que ahora dejan a la gente tan tranquila. Hasta no hace mucho, cuando alguien decidía llamar imbécil a otro estaba dispuesto a encajar las consecuencias inmediatas del asunto. Ahora cualquiera puede llamarte cualquier cosa, cabrón por ejemplo, con un alto porcentaje de impunidad, y hasta tu mejor amigo puede saludarte con un hola, gilipollín. En este país nos han descafeinado hasta los insultos de toda la vida.

En cuanto al epíteto español por excelencia, qué es voy a contar. Aquí ya no se da nadie por aludido. Un conductor de un automóvil se oirá llamar hijoputa media docena de veces al día, sin por eso bajar del coche y liarse a guantazos en los semáforos -pasividad, por cierto, que resulta loable y civilizada, aunque aburridísima-. Para que el insulto aún surta efecto, ahora no hay más remedio que pronunciarlo despacio y claro, dándole trascendencia en el tono, y a ser posible con la preposición de. Porque ya no es lo mismo decirle a uno hijoputa así, de corrido, como quien no quiere la cosa, que vocalizar bien hijo de puta, o mejor hijo de la gran puta, con una pequeña y precisa explosión labial en la p, que es donde está el nudo de la cuestión.

Como tantas otras cosas, insultar en España se ha vuelto ya un quiero y no puedo. Hasta para insultar hemos perdido la imaginación, la originalidad y la memoria. Quizá por eso me inspiran tanta simpatía el trasnochado lenguaje, los rotundos vocablos que José María Ruiz-Mateos esgrime como armas arrojadizas en sus agresiones varias. Esos infame, canalla, malandrín, bellaco, que con tan precisa soltura maneja, me reconcilian un poco con el personaje. Ruiz-Mateos es el único que, en estos tiempos de anestesia, devaluación y vulgaridad, sigue insultando en España como Dios manda.

27 de marzo de 1994

lunes, 14 de marzo de 1994

Odio a ese niño


Es una cuestión de pura estética, lo sé. Quizá lo mío se trate de un trauma inconfesable, de un síndrome de modernidad no asumida. Pero odio a ese niño. Se lo tropieza uno en cualquier cadena de la tele, cada vez que la publicidad campa por sus respetos. Es un enano de aspecto anglosajón, vestido con camisa a cuadros, tejanos, zapatillas deportivas y una de esas absurdas gorras americanas de béisbol que, desde hace tiempo, uno encuentra hasta en la sopa. La lleva, por supuesto, como la debe llevar un niño de ahora, o al menos la imagen de niño de ahora que se empeñan en colocarnos los que saben de imágenes y de niños: con la visera no hacia adelante, sino hacia atrás, o preferiblemente ladeada, tal que así, como el que no quiere la cosa. Cuidadosamente informal, cual corresponde a esos vástagos de papas dinámicos y guapos que bailan en el garaje junto al supercoche o viajan felices -permitan que me parta de risa- en la nueva Business Class de Iberia.

Pero de un tiempo a esta parte, ese infante de mis pesadillas que antes sólo me perseguía al hacer zapping de una cadena a otra, empieza a aparecérseme en los lugares más insospechados. En las telecomedias españolas, por ejemplo, cada vez que el guión requiere la aparición de un niño entre los siete y los catorce años, allí está él, inasequible al desaliento, con su calzado deportivo y los faldones de su camisa a cuadros por encima de los tejanos. Y por supuesto, con esa gorra para atrás o ladeada, al bien, sin la que hoy en día ningún dinámico jovencito es dinámico, ni es jovencito, ni es nada de nada. A veces, para reforzar su carácter infantil o juvenil, no sea que los telespectadores vayan a confundirlo con un adulto o un chico fuera de onda, lleva bajo el brazo alguno de los instrumentos imprescindibles al efecto: un monopatín, un radiocasete, un balón de baloncesto e incluso un bate de béisbol, que como todo el mundo sabe es un deporte popular y ampliamente extendido en Europa. (No sé si captan la fina ironía. Béisbol. Europa. ¿Entienden?)

En fin. Capten o no capten, lo grave es que el niño de las narices empieza a aparecérseme también por la calle, y eso es algo más de lo que están acostumbrados a soportar mis nervios. El otro día me lo encontré en un semáforo, cruzando por delante con la maldita gorra, una mochila color verde fosforito a la espalda y una cazadora naranja y azul cobalto rotulada Arkansas Lakers, Bullshit Brokers, o algo por el estilo. Y he de confesar que sólo la presencia próxima de una pareja de la Policía Nacional me disuadió de saltarme el semáforo en rojo y llevármelo por delante. Menos mal que al día siguiente pude desquitarme, un poco, cuando volví a encontrarlo en la cola de Pryca. Esta vez era mucho más bajito, y la gorra de color butano iba rotulada US Marine Corps, pero estoy dispuesto a jurar que de él se trataba. El caso es que mientras la madre pagaba con la tarjeta de crédito, aproveché para darle media docena de collejas disimuladas justo debajo de la visera, y eso tuvo la virtud de relajarme un poco.

Todo el mundo sabe, a estas alturas, que para ser feliz en la vida hay que tener físico y estilo anglosajón estadounidense de América. Los papas deben parecerse a Kevin Kostner -Mario Conde ha dejado de ser una buena referencia- y las mamas han de optar entre el modelo rubia elegante y el de morena atractiva. En todo caso, cualquier tipo de felicidad resulta impensable si el papá mide 1,60 y usa boina con rabito, o si ella tiene aspecto de haber nacido en Triana en vez de en el seno de una familia acomodada de Nueva Inglaterra o entre limones salvajes del Caribe.

En cuanto a los niños, hasta ahora los modelos válidos eran dos: nórdicos para bebés, rubios y con ojos azules, y travieso-pecoso-anglosajón para los más creciditos. Todo iba bien, e incluso habían logrado acostumbrarnos a eso, hasta el punto de que conozco familias de yuppies, o como se diga ahora, que consideran una auténtica desgracia tener hijos con aspecto meridional, porque el fin de semana, junto a la barbacoa, desentonan.

Pero lo de la gorra es excesivo. Tanto, que a veces sospecho -es imposible, lo sé, pero lo sospecho-que ese niño de mis pesadillas no es uno, sino varios. Es decir, que no se trata de un solo pequeño cretino haciendo oposiciones a futuro gran cretino cuando sea mayor, sino de varios niños, todos y cada uno con su gorra de béisbol, atravesada con idéntica, desenfadada, informal y picarona gracia. Una gracia sólo comparable a la de la madre y el diseñador que los parió.

13 de marzo de 1994

lunes, 7 de marzo de 1994

Morito, paisa


De vez en cuando se salen de una curva y se matan quince, y por la cuneta se desparraman las sandalias, la cazuela del cuscús y la bicicleta para el sobrino Hassanito. Antes iban siempre así, quemando etapas hacia el norte, o rumbo a Algeciras por vacaciones. Ahora muchos se quedan aquí: albañiles, basureros, peones en los campos o los invernaderos del sur. Buena parte de ellos son ilegales, pero temo decepcionar a los lectores. Hoy no me pide el cuerpo hacer demagogia barata sobre el pobre morito que se ahoga en el Estrecho y el malvado español que le restriega su opulencia por el morro. Eso se lo dejo a los cantamañanas que tienen la Verdad sentada en el hombro y siempre saben quiénes son los buenos y quiénes son los malos de todas las películas.

Pero volvamos al moro. A quien, por cierto, nadie se atreve a llamar en público por ese hermoso y antiguo nombre histórico, sino con los eufemismos norteafricano, musulmán, magrebí -que es moro dicho de otra forma y cosas así, que suena todo mucho más solidario y menos xenófobo. Aunque de puertas adentro todos los sigamos llamando moros. Como mi amigo Ángel, que fue timador callejero durante casi cuarenta años de su vida, y suele quejarse amargamente, entre caña y caña de cerveza, de la cantidad de morisma que se tropieza ahora en su antiguo oficio, desplazando a los manguis nacionales en modalidades como distribución de chocolate, tirones de bolsos y atracos a punta de navaja.

Yo, fíjense, estoy de acuerdo con Ángel. En esto de que me atraquen soy de lo más xenófobo, y prefiero que me ponga la navaja en el cuello un chorizo nacional antes que uno de afuera. Sobre todo por el idioma. Así que me parece muy bien que a los magrebíes, norteafricanos, moros, o lo que sea, que deciden resolver por su cuenta y a las bravas la distribución de riqueza norte-sur, los agarre la policía por el pescuezo y los reexpida a Tánger. Donde -allí sí- me parece de perlas que atraquen a sus turistas. Porque los turistas, sobre todo algunos que conozco, están exactamente para eso. Para ser atracados e ir a quejarse y complicarles la vida a los cónsules y a los secretarios de embajada, que suelen ser bastante capullos.

Pero la mayor parte de los moros que uno se cruza por la calle no son así. Vienen, lejos de su tierra, a buscar una vida mejor a costa de soledad y de humillación. Los vemos con sus raídas chaquetas y sus gorros de lana, oliendo a hambre, a miedo y miseria. Soñando con volver a su tierra conduciendo un flamante coche de segunda mano, con regalos para deslumbrar a la familia y los vecinos, con esa bicicleta de Hassanito que a veces se queda tirada en la cuneta. Uno se los cruza como fantasmas solitarios el día de Aid al Faír, la noche del Cordero que es su Nochebuena, con la certeza de que esa noche darían lo poco que poseen, el jergón en el semisótano, los cuatro ahorros y la mitad de sus sueños, por estar en Xauen con la familia, rodeados de padres, críos, parientes y vecinos, con calor en el corazón, y no en esta tierra fría, hostil, donde para comer hay que ser el morito bueno que dice sí, jefe, sí, paisa. Donde te basta mirar a los ojos de cualquier cristiano, de cualquier español, para leer en ellos el desprecio y la desconfianza. Donde, ya en la misma frontera, los policías se dirigen a ti con el más grosero tuteo, como si en Marruecos los hombres fueran siervos o delincuentes, y las mujeres fueran putas.

Sin embargo llevamos la misma sangre, hecha de historia y de siglos, de mutuo conocimiento, guerras, matanzas, olivos y sal mediterránea. Buena parte de los españoles, incluido el arriba firmante, estamos más en nuestra casa, el sol nos calienta más los huesos y el corazón, en un cafetín de Tetuán o un mercado de Nador que en la plaza mayor de Bruselas o en los cafés de Viena. Ustedes piensen lo que quieran, pero a menudo me reconozco en mi paisa, el moromierda, más que en esos bastardos anglosajones que se ponen ciegos de alcohol para destrozar bares, o esos alemanes que se me antojan marcianos, o esos mingafrías escandinavos que se suicidan porque se aburren.

Prefiero Marruecos a esa Europa pulcra y bien afeitada que trabaja por sentido del deber, que procrea sin pasión, que mata sin odio. Nada de todo eso vale la mirada de Mohamed, o Cherif, cuando, con sólo tres palabras pronunciadas en su lengua -la Paz, hermano-, consigues que el rostro se le ilumine en una sonrisa radiante y agradecida.

6 de marzo de 1994

domingo, 27 de febrero de 1994

Los ladrones eran gente honrada


Hay quien se va a un monasterio del Tíbet o se apunta a un curso de recuperación del Yo con un psicólogo argentino. La terapia del que suscribe consiste, de vez en cuando, en encerrarse en casa un fin de semana con el vídeo y buena provisión de películas españolas de mediados de siglo, o sea, los años cincuenta hasta el sesenta y pocos, más o menos. La frontera suele trazarla la aparición del color en el cine de la época, pues la España que busco encaja más con el sobrio blanco y negro. Hace un par de días me administré un tratamiento intensivo: Historias de la radio, Plácido, Los económicamente débiles y El tigre de Chamberí.

Aquel cine, salvo raras excepciones -Plácido y algunas otras-, no era del todo real. Se inventaba una España inexistente y mojigata donde triunfaban las virtudes del trabajo, la sumisión a la autoridad, la familia, el municipio y el sindicato; donde los ladrones se volvían honrados, los novios se casaban por la iglesia, los huerfanitos encontraban una monja buena y los pecadores iban al cielo en el último minuto, como el Tenorio. Aquellas películas mentían igual que siempre mienten el cine, la sonrisa de los políticos y la letra de los boleros. Y ocultaban, bajo sus historias con final feliz, una realidad más oscura: la España de los sinvergüenzas y los mercachifles triunfando sobre la otra de alpargata y pobreza: la de los eternos vencidos con o sin guerras civiles. La España de quienes cada mañana se levantaban a partirse el lomo para llegar a fin de mes y ponerles por Reyes unos juguetes a los críos; dispuestos a encajar, resignados, una nueva humillación y una nueva derrota, en esta tierra ingrata en la que Dios, como dijo aquél, nos dejó el hambre y se llevó el pan.

Sin embargo, aunque esa España de celuloide rancio fuese ficticia, sus protagonistas no lo eran. Aquellos españolitos peinados hacia atrás y vistiendo camisa blanca demasiado ancha, el cura o el boxeador encarnados por José Luis Ozores, el golfo chuleta Tony Leblanc, el pobre repartidor Cassen, los vividores José Luis López Vázquez o Manolo Gómez Bur, la dulce Gracita Morales, sí eran reales; existían de verdad. Cierto es que la censura encorsetaba las historias, pero no pudo hacer lo mismo con los personajes. Su picaresca, sus sueños, vocabulario y talante sí eran auténticos, como lo eran la amistad, la ternura, el humor o la tristeza, la desesperanza del pobre diablo que intentaba salir adelante, sobrevivir.

Eran simples y entrañables aquellos españoles de a pie, trabajadores de sol a sol siempre acogotados por la autoridad competente; desgraciados buscándose la vida, endomingados para el fútbol o los toros, soñando con el billete de veinte duros que les permitiera deslumbrar a la novia, pagar una letra, comprar una muñeca de cartón o una bicicleta.

Aquel cine ocultó y manipuló muchas cosas, pero tengo la sospecha de que en alguna forma nos hacía mejores como individuos. Alentaba en sus personajes, hasta en los más golfos, un fondo de honradez y bondad. Había curas paternales, comisarios honestos, guardias civiles comprensivos, vecinos solidarios, usureros que descubrían tener buen corazón. Había más piedad hacia los semejantes, solidaridad en el dolor o la desgracia; y eso no siempre era fruto del guión, sino que estaba en los actores, en los personajes, porque también estaba en la calle. Aquellos infelices ingenuos que hoy, al verlos en el vídeo, nos arrancan una sonrisa de desdén o ternura, eran quizá mucho mejores de lo que somos ahora nosotros. Porque tenían corazón y tenían alma.

También el público era mejor, porque en realidad estaba compuesto por los mismos personajes que desfilaban por la pantalla, y en ellos se reconocía. O lo que es más importante, deseaba reconocerse. Ese público lloraba la desgracia y reía con las risas, y aplaudía el triunfo de la bondad y el fracaso del mal. Algo que en este tiempo de adultos lúcidos, de gente mayor de vuelta de todo, ya ni siquiera hacen esos monstruos resabiados que en España disfrazamos de yanquis de telecomedia y seguimos llamando niños.

Ésa es mi deuda con aquellos viejos actores que encarnaron, a menudo sin proponérselo, la vida cotidiana, los sueños y las esperanzas de la generación de mis padres y mis abuelos. Gracias a ellos puedo percibir todavía lo más entrañable que hubo en ellos y en aquel mundo suyo que, con lo bueno y lo malo, desapareció para siempre. Llevándose con él una España sombría, en blanco y negro; pero también hermosas palabras que hoy nadie pronuncia porque carecen de sentido.

27 de febrero de 1994

domingo, 20 de febrero de 1994

El héroe jubilado


No supo morir a tiempo como deben morir los marineros: agarrados a un obenque del barco en pleno temporal, de un navajazo en Rotterdam o de coma etílico en una casa de putas de Puerto España. Acaba de cumplir sesenta y cinco años y es un triste jubilado que vendió su orgullo y su libertad por un plato de lentejas. Porque en este tiempo en que todo se manipula, todo se esteriliza y se convierte en materia comercial, cuando uno no sabe morirse a tiempo se expone a jubilarse como patética sombra de lo que fue. Eso, para decepción de los niños que una vez fuimos y que todavía, en ocasiones, sobreviven con un reproche en nuestra mirada de adultos. Porque los héroes deben morir o permanecer eternamente fieles a sí mismos, pero no deben cambiar nunca. Cierto es que el cansancio y la vejez son lógicos. Pero nadie les ha pedido a los héroes que sean lógicos. Sólo que sean héroes.

Popeye nació a finales de enero de 1929. Su autor, Elzie Segar, lo creó rudo y ácrata, con un carácter lúcido, seguro de sí mismo, siempre listo para pelear, y tanto él como los personajes de su entorno disparaban, en sus palabras y actitudes, sarcasmo, acidez, críticas más o menos veladas contra una sociedad en la que no terminaban de sentirse a sus anchas. Era una banda peculiar, llena de singulares relaciones y equívocos que le daban a todo mucho picante.

Olivia —nuestra Rosario— tenía un novio llamado Ham, pero era Popeye quien la ponía como una moto. Y Olivia terminó por ser la novia eterna del marinero, en una unión larga y tormentosa, llena de celos, peleas y reconciliaciones, que se mantuvo durante sesenta años sin que mediase en ella el sagrado vínculo del matrimonio. En cuanto a los otros personajes, tampoco eran precisamente lo mejor de cada casa. Como Wellington Wimpy, flemático y amoral, siempre dispuesto a vender a su mejor amigo por una buena pila de hamburguesas. O Cocoliso, el hijo de Popeye, cuya aparición original en una caja de zapatos no bastaba para disimular, sino que acentuaba, las sospechas sobre su origen. O Poppy, el descastado padre del héroe, que también era marino y lo abandonó de pequeño, y que después, al ser hallado por su hijo, resumía sus ideas sobre la progenie y la familia con un No me gustan los parientes del que estaba ausente cualquier remordimiento.

A fin de cuentas todos ellos eran individuos fieles a sí mismos, consecuentes y honestos en sus actitudes: no disimulaban sus inquinas ni defectos, no contaban milongas ni se disfrazaban de hermanitas de la caridad, como tantos otros personajes de acrisolada y estomagante virtud. No eran buenos ni malos. Simplemente eran lo que eran, y les importaba un bledo escandalizar a los mojigatos o que la sociedad biempensante les negase el derecho a mojar los dedos en agua bendita.

¿Eres hombre o ratón?, le preguntaba Rosario a Popeye cuando él se negaba a implicarse en un acto heroico. Soy marinero, respondía éste. Y quedaba zanjado el asunto. Popeye era eso, un marinero que veta el Mundo con la lucidez tolerante y distanciada del hombre de mar al que todo lo de tierra firme resulta un poco ajeno, y sólo se echaba al coleto una lata de espinacas y sacudía estopa cuando a él le parecía oportuno hacerlo. Era él quien elegía sus amigos, y sus enemigos.

Después pasó el tiempo y Popeye se convirtió en estrella del cine y la televisión. En un personaje para público infantil. El y sus singulares compadres terminaron como todo suele terminar hoy en día: producto de consumo general, papilla indiferencia a base de puñetazos y musiquitas. Y en 1987, los censores y los meapilas que criticaban el rechazo de Popeye a la institución familiar obtuvieron su revancha: Popeye casado con Rosario Y Cocoliso inscrito en el Registro Civil.

Sesenta y cinco años después de que apareciese por primera vez en la tira diaria del Thimble Theatre, Popeye llega a la edad de la jubilación con un chalecito en Hollywood, entre el de Aladino —que ahora se llama Aladdin, el mentecato— y otro donde la Bella y la Bestia, también casados por la iglesia, son felices y comen pastel de manzana. Y lo imagino apoyado en el marco de la ventana, mirando pasar las nubes que le recuerdan otros cielos y otros mares, cuando él era solo un marinero curtido, duro y ácrata. Cuando, a la vuelta de un viaje, en las noches de puerto y botella de ron, estrechaba a Rosario hasta el amanecer en sus brazos varoniles, tatuados con el ancla de los hombres libres.

20 de febrero de 1994

domingo, 13 de febrero de 1994

Personajes de opereta


Los cascos azules españoles destacados en Bosnia los llaman japoneses porque llegan, se hacen una foto y se van. Los hay de todo tipo, de variopinto pelaje y procedencia: parlamentarios, intelectuales, ministros, presidentes de gobierno, periodistas que pasaban por allí, tontosdelculo en general y media docena de etcéteras más. Sus incursiones bélicas duran entre uno y tres días, pero a ellos les basta ese corto período de tiempo para captar las claves esenciales del asunto. Al cabo cogen el portante y se largan, dispuestos a explicarle al mundo los horrores y los entresijos de una guerra que ellos han vivido -con grave riesgo de sus vidas- en primera persona del singular.

A veces uno llega, es un suponer, de Mostar, o de Sarajevo, sucio como un cerdo, y cuando se baja del Nissan blindado y cruza el vestíbulo del hotel de Medjugorje o Split, en busca de una ducha y una comida decente de retaguardia, se los encuentra allí, con chaleco antibalas y casco y expresión intrépida, jugándose la vida a treinta o cincuenta kilómetros del tiro más cercano. Es curiosa la obsesión que demuestran todos y cada uno de ellos por creerse en peligro, viviendo arriesgadamente los azares de la guerra y la aventura, aunque allí donde suelen ir, o los dejan ir, el peligro no exista en absoluto.

Recuerdo, por ejemplo, la imagen ralentizada en la tele de un ingenioso humorista bajito, caminando por las calles de Sarajevo -donde estuvo diez minutos- con un chaleco antimetralla mimetizado, con el fondo de una canción tierna que hablaba de niños y de vamos a querernos todos y demagogias así. Y recuerdo al mismo fulano amenazando con ir también a Somalia, donde ignoro si terminó yendo o no, porque no he seguido muy de cerca las apasionantes peripecias de su curriculum. Recuerdo entre otras cosas -en mis pesadillas- a cierta defensora del pueblo vestida de casco azul de la señorita Pepis diciéndoles a los soldados: «Cuando volváis a España, si es que volvéis, estáis todos invitados a mi casa». Lo dijo así, literal, en plan yupiyupi chicos, de modo que imagínense el choteo del respetable, con las conchas que te da una mili en Bosnia. Como recuerdo también la decepción de un conocido presentador televisivo -hasta esa fecha buen amigo mío- cuando, después de que me narrase sus excitantes sensaciones tras hallarse por primera vez bajo el fuego, le expliqué que los disparos que había estado oyendo toda la noche eran tiros al aire de los croatas borrachos de rakia que celebraban la Nochebuena, y que la guerra de verdad se hallaba cincuenta kilómetros al norte, en Mostar. Lugar al que, por cierto, no mostró deseos de desplazarse en absoluto.

Entre los domingueros de la guerra hay también militares de alta graduación que se dejan caer por allí en visita de inspección, del tipo hola qué tal, chavales, y todo eso. Se les reconoce en el acto por el aire paternal, la cámara de fotos y por el uniforme, casco y chaleco antimetralla, que llevan impecablemente limpios y nuevos. Son los que se ponen de pie en las trincheras para que les expliquen dónde está el enemigo, o los que pisan las cunetas de las carreteras y los caminos de tierra por si queda allí alguna mina sin estallar. Hace un mes vi cómo por culpa de uno de ellos que se empeñó en hacerse una foto en los puentes de Bijela, los francotiradores estuvieron a punto de cargarse a uno de los paracaidistas que le daban escolta.

Después, cuando se largan con su circo y sus fotos a otra parte, uno cree que se ha librado por fin de semejantes cantamañanas, pero esta en un error. A tu regreso a España abres los periódicos y te los encuentras a todos allí, explicándole al mundo los horrores de la guerra. Algunos incluso escriben libros que compro y hojeo con manos temblorosas y atención suma, a ver si me entero de una puñetera vez de lo que ocurre en Bosnia. Pero la guinda del pastel la puso cierto programa televisado, cuyo conductor estuvo exactamente tres días muy lejos de cualquier disparo real o imaginado, y que mostraba las imágenes de un charquito de sangre, argumentando que había dudado mucho en ofrecer esa imagen, pero que decidía emitirla -tras consultarlo con su conciencia porque era algo que no solía verse en los informativos españoles. Mi cámara y amigo José Luis Márquez, que lleva tres años cubriendo la guerra de los Balcanes y a veces se despierta soñando con la morgue de Sarajevo o las calles de Mostar, todavía se está partiendo de risa con la horrorosa imagen del charquito.

13 de febrero de 1994