domingo, 6 de febrero de 1994

Mi amigo el espía


No es uno de esos fontaneros chapuzas a los que pillan siempre pinchándole el teléfono a Mario Conde, o que salen con nombres, apellidos y alias en los ajustes de cuentas entre grupos de poder que utilizan los periódicos como campo de batalla. No es un espía corrupto, ni chismoso, ni de los que harían chantaje y fotos a la amante del ministro si en este país los ministros se atrevieran -que no se atreven, por si las moscas- a tener amantes. Ni siquiera es un ex sargento o algo así de la Guardia Civil. Mi amigo es un espía de verdad, un profesional que ejerce su oficio para el organismo oficial correspondiente desde hace la pila de años. Tiene su correspondiente graduación militar, que a estas alturas y por escalafón es muy respetable, aunque no ejerce de tal en su vida pública, sino que viaja bajo diversos nombres y oficios, como en las películas y las novelas de John le Carré. Novelas que, por cierto, lee.

A veces, cuando salta un escándalo sobre espionaje nacional y se nos llena la olla de basura, de husmeadores de andar por casa tipo Pepe Gotera y Otilio, de bocazas que se van de la lengua por cuatro duros, de tercería en mezquinos ajustes de cuentas entre políticos y banqueros, o periodistas, pienso en mi amigo y decido que todo esto resulta injusto. Esa imagen de confidentes de tren de cercanías, de chivatos de a veinte duros, de escoria oliendo a calcetín usado que suele difundirse a raíz de estos asuntos, no se corresponde con la realidad. O a toda la realidad. Porque, aparte el indudable menos con elenco de golfos, mangantes, correveidiles, fantasmas y personal vario que los servicios secretos -CESID, Benemérita, etcétera- recluían para trabajar en las diferentes, entrecruzadas y complejas cañerías y desagües varios del Estado hay otras gentes a las que no podemos meter en el mismo cazo.

Por esos azares del oficio y de la vida, de vez en cuando se encuentra uno, en lugares perdidos de la mano de Dios, a compatriotas cuya edad, talante y algún detalle adicional permitirían situar por su nombre en las relaciones del escalafón militar, si dispusiéramos de un nombre auténtico al efecto. Así conocí a media docena de ellos: uno en cierto lugar insólito entre las fronteras de Malawi y Mozambique, otro en el Líbano -donde nos mataron a un amigo común, el embajador Pedro de Arístegui-, un par en los Balcanes y otro en un país caluroso y tropical cuyo nombre me callo. Eran tipos normales, individuos que trabajaban por su país -por ese concepto para unos difuso y para otros muy claro al que llamamos España- y lo hacían a menudo en condiciones difíciles, incluso peligrosas. Un par de ellos se convirtieron en amigos y uno, especialmente, en muy amigo mío. Ése es mi amigo el espía. Amistad que proclamo aquí, con la cabeza muy alta, en estos tiempos en que la palabra espía -Quevedo lo fue, por ejemplo- es sinónimo de tanta mugre y de tanta mierda.

Mi amigo y el que suscribe vivimos juntos un par de peripecias divertidas, a las que asistí como testigo: desde una incursión nocturna en territorio enemigo, africano y ecuatorial, en compañía de una hermosísima joven de piel oscura, hasta el día en que, muerto de risa, vigilé la puerta del despacho de cierto embajador mientras él fotocopiaba, entre pasos de baile, documentos confidenciales que al día siguiente viajaban a España en valija diplomática. El azar y su habilidad, combinados, lo colocaron entre los protagonistas de algunos acontecimientos históricos de la última década, cuya confianza ganó y utilizó al servicio de su país. Durante estos años bebí martinis con él, escuché sus neuras y sus problemas conyugales, y llegué a apreciar a ese vagabundo inteligente, caballeroso y patriota, con un profundo sentido del humor y una extraordinaria lucidez sobre la condición humana.

Ahora está en un lugar donde se juega la vida a menudo, y ni siquiera tiene derecho a lucir medallas. Por eso, a veces, cuando miro el telediario o las páginas de los diarios y veo que el mundo se agita y que ocurren cosas, creo reconocer, a veces, su mano o su presencia en ellas. Entonces levanto un vaso y brindo a la salud de mi amigo, el espía tranquilo. Sé que un día volverá, y lo harán general o -lo más probable- lo enviarán a un despacho de chupatintas, como suele hacerse en nuestra ingrata tierra para premiar los servicios prestados. Pero nadie le quitará aquella noche de gloria que vivió junto a la valiente princesa de piel oscura.

Ni nadie podrá quitarle mi amistad y mi respeto.

6 de febrero de 1994

domingo, 30 de enero de 1994

Matar la gallina


Ocurrió hace unos días, en un conocido restaurante de esos de toda la vida, con mucho lujo y tenedores, donde tienen el cinismo de cobrarte mil doscientas pesetas por unos huevos fritos con morcilla. Era una comida de trabajo y estábamos preocupados porque el organizador no había tenido tiempo de reservar mesa, y aquello solía estar de bote en bote. Llegamos a las tres y cuarto, mas para nuestra sorpresa no había ni un alma. La entrada fue como el Santo Advenimiento: los camareros parecieron despertar de pronto para tirarse en plancha a nuestro paso, toda cordialidad y sonrisas. Y un detalle: cuando una de las damas se quitó el abrigo y volvió a ponérselo porque tenía frío, la encargada -elegante, falda corta y medias negras, muy profesional y siempre al quite- acudió solícita, para disculparse porque acababan de encender la calefacción hacía sólo unos minutos. Es decir, a nuestra llegada.

No es una anécdota. Cualquiera a quien su trabajo lleve a visitar de vez en cuando cierto tipo de restaurantes, conoce la crisis que les está sacudiendo en mitad de la cresta. Mientras que hace sólo un par de años era preciso reservar con mucha antelación, ahora uno puede dejarse caer por cualquier sitio con la certeza casi absoluta de que dispondrá de las mejores mesas. Eso, naturalmente, siempre y cuando siga dispuesto a pagar las atroces cifras que, con crisis o sin ella, los citados locales siguen escribiendo, contumaces hasta el suicidio, en el margen derecho de su infame carta de precios.

Lo de la crisis, y los parados, y todo eso, no es un cuento chino. Hay crisis de verdad, crisis general en la economía de los españoles, aunque sólo la aceptemos de boquilla y sigamos empeñados en vivir a todo trapo, a base de rebotar letras y hacer juegos malabares con el final de mes y la familia. Hay crisis, pero bloqueamos las carreteras con los Audis y los Bemeuves y los Opeles en todos y cada uno de los trescientos puentes anuales que se hacen en este país de irresponsables, y formamos colas en los grandes almacenes, en las gasolineras, en el día de los Enamorados -permitan que me chotee con las efemérides-, en las compras de Navidad, en los viajes a Estambul todo incluido en paquete turístico, en la tapadera Jurásica o en cualquier otra película de moda que Hollywood y sus sicarios locales hayan decidido obligarnos a ver, por el morro, este invierno. Pero esos signos externos son falaces. El peón del tablero, quien no tiene otro remedio que bailar con la música que le tocan, sabe que hay crisis. Lo sabe en primera persona de indicativo mientras oye tocar a degüello alrededor, en el puesto de trabajo ajeno o en el propio, cada vez más claro y más cerca. Pero sigue intentando vivir como si nada, empeñado en emular a los alfiles, los caballos y las torres tal y como aparecen, o cree verlos aparecer, en las revistas ilustradas y en los anuncios de la tele.

Y mientras tanto, los reyes y las reinas, los que dirigen de verdad el juego, han ordenado a sus administradores, a sus directores generales y a sus machacas, entre despido y despido, recortar gastos y dejarse de tanta comida y tanto gasto absurdo. Y cuando en este país que vive para que lo vean, para pintarla en el fin de semana, para envidiar y ser envidiado, las empresas les dicen a sus altos ejecutivos que la tarjeta oro ni tocarla, es que las campanas doblan a muerto. Y que además doblan en serio.

De todos modos, lo de los restaurantes caros sólo viene a cuento como anécdota significativa, no porque sus problemas vayan a quitarnos especialmente el sueño. Porque una cosa es lamentar los apuros económicos del comercio en general, sobre todo de los pequeños industriales que, acosados por todas partes, se ven obligados a cerrar, y otra muy distinta solidarizarse con la crisis de los templos gastronómicos de muchos tenedores, esos que a veces tienen al lado otro más modesto, de la misma empresa, para que puedan comer los chóferes de sus clientes. Los que durante años fueron un excelente negocio, merced a la estupidez y el esnobismo de quienes podían permitirse, con cargo a la empresa, pagar cuatro mil pesetas por un lenguado y veinte mil por una botella de vino. Los restaurantes que convirtieron ese sector de la hostelería española en uno de los más caros de Europa y que han conseguido, con tanto estirar la cuerda, retorcerle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro.

Si tan mal les va, que bajen los precios. Y si no, que las mil doscientas por esos huevos fritos las pague su padre.

30 de enero de 1994

domingo, 23 de enero de 1994

Los nuevos padrinos


He de confesar que me caían bien. Al principio llegué a atribuirles una especie de halo romántico, ya saben, hombres intrépidos al margen de la ley, burlando las tasas fiscales y la legislación establecida. Algunos de ellos se convirtieron en amigos míos, y era emocionante salir a cazarlos en noches sin luna con las turbolanchas o el helicóptero del Servicio de Vigilancia Aduanera por la bahía de Algeciras o las rías gallegas, conociendo, a menudo, los rostros y la vida de quienes pilotaban las pequeñas planeadoras que nos cegaban con el aguaje de su estela a cuarenta nudos sobre el mar.

Resultaba imposible evitar cierta retorcida admiración por su imagen de proscritos, o su valor. Eran como los herederos de aquella casta de hombres morenos de sol y mar, los contrabandistas de coplas y leyenda. Me hacía gracia su forma de vida, sus peculiares relaciones y el mutuo respeto que se detectaba entre ellos y sus adversarios de la Benemérita y de las lanchas fiscales. A fin de cuentas se trataba de matar el paro y el hambre dándoles una dentellada a los impuestos del Estado, que en sitios dejados de la mano de Dios no adopta la imagen de padre, sino de enemigo. Después de todo, se trataba de tabaco.

Pero de aquello hace diez años, y los tiempos han cambiado. Donde cabía una caja de rubio americano, cupieron muchos kilos de hachís y ahora cabe una fortuna en cocaína. Algunos, los más avispados o con menos escrúpulos, lo descubrieron pronto. Poco a poco todo se hizo más turbio, más sucio. Ya no eran familias que se buscaban la vida, sino traficantes en busca de amasar una fortuna. Ni siquiera daban ellos la cara, sino jóvenes mercenarios sin nada que perder y todo por ganar.

En las rías gallegas, el silencio de los bares se hizo hostil. En el campo de Gibraltar dejó de sonar la guitarra de la copla, y los viejos contrabandistas se bebieron el último carajillo con los viejos guardias civiles que los habían combatido y comprendido a un tiempo. Y llegó una nueva generación, y empezaron a circular los Porsches y los Mercedes con alerón deportivo y cristales tintados, y a los pueblos que habían vivido del contrabando con dignidad empezó a pudrírseles el alma.

Ahora, a pesar de las Nécoras y los Bogavantes, son ellos quienes mandan, o están en camino de serlo. Ahora son ellos quienes reparten dinero, dispensan favores, se ganan las voluntades y, poco a poco, tejen la tela de araña de los servicios mutuos y la interdependencia que es la madre de todas las mafias que en el mundo han sido. Ahora son ellos quienes compran las mejores casas, quienes blanquean el dinero en negocios de fachada respetable, quienes mandan a sus hijos a los mejores colegios para que de mayores sean abogados economistas, conozcan todos los trucos del oficio, y sigan imponiendo, a base de tener a sueldo a la escoria de la navaja y la paliza fácil, su ley ante la impotencia o la pasividad cobarde, interesada o cómplice, de no pocas fuerzas vivas locales.

Porque eso de las fuerzas vivas tiene su tela. Molestaban al principio sus aires de analfabetos ascendidos a nuevos ricos, sus mujeres de chándal, tacones y joyas caras, que iban a la compra del supermercado con el Bemeuve nuevo de trinca y sus Vanesas y Jonatanes cayéndoseles los mocos. Que si dónde vamos a parar, se decían de tienda a tienda. Quién ha visto a esta chusma y quién la ve, apedreando a los guardias y sin ningún respeto a la autoridad ni a la decencia. Y con esos aires que se dan en la peluquería, ellas que no saben ni deletrear el Diez Minutos.

Pero después llegó la crisis, y resulta que los clientes que tenían viruta de verdad, al contado, eran ellos. Y de pronto todo fueron pase usted por aquí, y sonrisas de directores de sucursal bancaria, y palmaditas en la espalda, y los gremios de comerciantes locales mirando para otro lado y poniendo el cazo. Y los vendedores de coches y de fuerabordas doblando el espinazo como si acabaran de ponerles bisagras en el lomo. Y ciertos prohombres y padres de la patria locales, por eso del paro, y los votos, haciendo la vista gorda y dando cuartelillo, y denunciando las pérfidas campañas de prensa contra la pacífica comunidad local, e insinuándoles a los delegados del Gobierno y a la Guardia Civil que, bueno, que vive y deja vivir. Que donde se mueve dinero, la economía funciona y mejor no meneallo.

Mientras tanto en las playas, con cajas de Winston vacías, los críos juegan a contrabandistas y guardias. Y ninguno, salvo el tonto del pueblo, quiere ser guardia.

23 de enero de 1994

domingo, 16 de enero de 1994

Los Balcanes


Nunca intento explicarlo. Quizá porque soy, ante todo, un reportero, y resulta más fácil narrar hechos que analizarlos. Ya saben: aquí una bomba, aquí un muerto, aquí un hijo de la gran puta. Lo que pasa es que estoy cansado de que me lo pregunten y poner cara de ignorancia mientras encojo los hombros, como si eludiera la responsabilidad.

Imagino que, en el fondo, lo que ocurre es que no llego a diferenciar esta guerra de las otras, porque en realidad es la misma barbarie. Desde Troya a Mostar, o Sarajevo, siempre se trata de la misma guerra. Cuando lo de Troya yo era todavía muy joven, pero en los últimos veinte años he visto unas cuantas. No sé qué les contarán otros. Pero yo estaba allí, y les juro que siempre es la misma.

Los Balcanes fueron zona de frontera. En ese lugar estaba la línea de confrontación entre los imperios austrohúngaro y turco, y las poblaciones de uno y otro lado fueron, durante siglos, verdugos y víctimas en las diversas tragedias que deparó la Historia. Soldados y funcionarios imperiales, fugitivos que se refugiaban en el otro lado, musulmanes cristianizados, cristianos islamizados. Eran guerras a la manera clásica, con esa escuela oriental siempre eficaz y devastadora: represalias, pueblos pasados a cuchillo, mujeres violadas, cosechas incendiadas. Ya saben. Lo han visto en las películas y lo recordarían ustedes —aquí también lo hubo— de no ser porque el paso del tiempo cerró heridas que allí, en la extinta Yugoslavia, sangran todavía. Al fin y al cabo, hace sólo cien años Sarajevo era todavía turco.

Quizás ahí esté la madre del cordero. En Europa, las hogueras de la Inquisición, la toma de Granada, el tributo de las cien doncellas, la noche de San Bartolomé, la conjura de los Boyardos, Crécy, Waterloo, los náufragos de la Invencible asesinados en las costas de Irlanda, el dos de Mayo, son asuntos lejanos, tamizados por el tiempo, asumidos como parte de un pasado que ya no tiene vínculo físico con el presente.

El actual hombre europeo, bien porque comprende la Historia o bien porque la ignora, no suele respirar por heridas abiertas. Pero en los Balcanes la memoria es más reciente. Los bisabuelos de quienes ahora combaten, aún se acuchillaban en nombre de la Sublime Puerta o de la Viena imperial. La cuestión serbia encendió la Primera Guerra Mundial, y durante la Segunda, las atrocidades de ustachis croatas por una parte, y de chetniks serbios por otra, dejaron bien fresca una tradición de agravios y de sangre. No es casual que en esa tierra, incluso antes de la guerra -de esta guerra-, las mujeres fueran tristes y los hombres tuviesen ya muy mala leche.

Pero hay que entenderlos. Después de todo, cada familia cuenta con un bisabuelo degollado por los turcos, un abuelo muerto en las trincheras de 1917, un padre fusilado por los nazis, la ustacha, los chetniks o los partisanos. Y desde hace tres años, a eso hay que sumarle una hermana violada por los serbios en Vukovar, un hijo torturado por los croatas en Mostar, un primo hecho filetes por los musulmanes en Gorni Vakuf.

Y ése es el problema. Que allí cada fulano lo tiene todo muy fresco, muy reciente. Por eso los Balcanes entraron teñidos en sangre en el siglo XX y entrarán del mismo modo en el XXI. El nacionalismo serbio, todos esos intelectuales que ahora pretenden lavarse las manos tras parir criminales como Milosevic y Karadzic, manipularon esos fantasmas para enfrentar entre sí a un país que no deseaba la guerra y que, a pesar de ello, fue empujado a hacerla a sangre y fuego. Los métodos más sucios fueron impuestos en práctica, ante la pasividad cómplice de una Europa incapaz de dar un puñetazo a tiempo sobre la mesa y frenar la barbarie. Esa diplomacia europea sin pudor y sin redaños, gratificando la agresión serbia con la impunidad, hizo que primero croatas y después musulmanes bosnios se subieran al carro de la limpieza étnica y el degüello. Puesto que la canallada es rentable, se dijeron, seamos canallas antes que víctimas.

Por eso los Balcanes están anegados en la sangre y en la mierda, y van a seguir estándolo mucho tiempo. Esa es la causa de que uno sienta tanto malestar y tanta vergüenza cada vez que se ve en la necesidad de explicar el tema. Respecto a los Balcanes, prefiero ser reportero y limitarme a contar lo que pasa. Mejor eso que analista lúcido y desengañado. O que ministro de exteriores comunitario, camuflando el cobarde fracaso de Europa con risitas idiotas y absurdos mensajes de esperanza.

16 de enero de 1994

domingo, 9 de enero de 1994

Conozco al asesino

Es rubio, con ojos claros, bien parecido. Tiene nueve años y es muy posible que su padre, un querido y viejo amigo, me retire el saludo después de leer esta página. La última vez que lo vi -al hijo- estaba arrodillado sobre la alfombra, con el mando de la videoconsola en la mano, pendiente de la pantalla del monitor como si le fuera la vida en ello. Y estoy seguro de que, para su percepción del mundo exterior, lo que le iba en ello era, sin duda, la vida.

Jugaba serio, concentrado, prieta la mandíbula, con un rictus de tensión acumulada que de vez en cuando liberaba con una inclinación de hombros, hacia adelante, coincidiendo con la pulsación de cada disparo. Me impresionó la seriedad, la concentración profunda con la que encaraba el juego. Pero sobre todo me impresionaron sus ojos. Tenían una expresión helada, fija; una determinación homicida que ni siquiera se alteraba cuando, en la pantalla del monitor, un enemigo saltaba en pedazos. Realizaba su labor de exterminio con sistemática aplicación, y ésta no parecía responder al placer de jugar, sino a un impulso interior, a una necesidad más oscura y profunda.

En la pantalla, siguiendo los mandatos electrónicos que el niño le enviaba, el trasunto virtual del pequeño luchador, una especie de Rambo cruzado con guerrero ninja, daba saltitos por un estrecho túnel lleno de trampas mortales, esquivaba barriles que rodaban hacia él, disparaba con un arma contra enemigos que brotaban de innumerables puertas, lanzaba patadas y golpes de kárate contra sus enemigos al compás de una música monótona y obsesiva, una especie de tirurirulí que se aceleraba en los momentos de peligro y bajo cuya cadencia el niño inclinaba más los hombros y disparaba con mayor celeridad, con letal eficacia.

Lo estuve mirando largo rato, fascinado por la situación. Recuerdo que en un aeropuerto, observando a una especie de energúmeno corpulento de cinco o seis años, pelo cortado a cepillo, cuello de toro y manos como pequeños jamones, que empujaba haciendo caer al suelo una y otra vez a un hermano algo más pequeño, me dije que algunos tiernos infantes ya anuncian, desde niños, la futura mala bestia que serán con el paso del tiempo. Pero si en el pequeño monstruo italiano -el aeropuerto era el de Roma- el anuncio era de simple, directa brutalidad, el caso del hijo de mi amigo y su videoconsola resultaba más inquietante. En su gesto obstinado, en el pulso firme con que pulverizaba cualquier obstáculo que se interpusiera en la pantalla, no había pasión, ni odio. Ni siquiera brutalidad. Apretaba el gatillo, los botones del mando, y mataba -eliminaba electrónicamente- con tan intensa concentración, que me pregunté si para él habría diferencia entre el mundo ficticio de la pantalla y el mundo real en que respiraba.

Se lo hice notar a mi amigo. «Tienes un exterminador nato», le dije. Respondió casi halagado, con una broma, y ambos seguimos observando al crío que continuaba su juego ajeno a nosotros y a cuanto le rodeaba. Pero al cabo de un instante vi que el padre encendía un cigarrillo y me miraba de soslayo, incómodo.

Me pregunté qué ocurriría si en ese instante pusieran un arma real en las manos del niño y le dijesen: «Adelante, continúa. Es sólo un juego». Ahora que la guerra se lleva a cabo por control remoto y medios electrónicos, si sentaran a niños ante pantallas de ordenador y los invitasen a disparar sobre tanques, aviones y hombres de verdad, es muy probable que los jovencísimos artilleros no fuesen capaces de notar la diferencia. Resulta extraño que en estos tiempos de eficacia y bajos costos, a nadie se le haya ocurrido todavía utilizar a niños para operar ordenadores en la guerra real, pues su capacidad de reflejos y de aprendizaje los hace superiores a los adultos en el manejo de este tipo de armas. Aunque todo llegará, sin duda. Por muy estremecedor que sea, todo llega.

Reflexionaba sobre eso cuando de pronto, en la pantalla del monitor, el pequeño Rambo mezclado de ninja cometió un error, o quizá lo cometió el niño que manejaba los mandos de la videoconsola. El caso es que el héroe electrónico fue pulverizado a su vez, y el tirurirulí de la música se transformó en una melodía fúnebre. Entonces el niño crispó las manos sobre el mando y lo arrojó al suelo, sobre la alfombra, mientras sus ojos inexpresivos, claros y fríos se levantaban hacia su padre y hacia mí, como si buscaran un responsable.

Y yo pensé: hoy he visto a un asesino.

9 de enero de 1994

domingo, 2 de enero de 1994

Carta a un imbécil

Querido imbécil: No llegarás a comerte las próximas uvas, porque de aquí a un año estarás muerto. Y cuando digo muerto quiero decir muerto de verdad, criando malvas para los restos. No palmarás, te lo comunico, de forma heroica, ni útil, ni siquiera natural. Habrás fallecido estúpidamente, a ciento ochenta y en un cambio de rasante, o una curva, justo cuando pongas para ti mismo cara de duro de película y des gas, intrépido, jaleado por música imaginaria o real, creyéndote el rey del mambo.

Lo peor del asunto, discúlpame, no será tu pellejo; que al fin y al cabo -salvo para ti mismo y algún familiar- no valdrá gran cosa al precio a que lo vas a vender. Lo malo es que te llevarás por delante, quizás, a gente que ningún interés tiene en acompañarte en el viaje: acompañantes incautos, la familia que vaya de vacaciones en el coche opuesto, el peatón, el camionero que trabaja para ganarse la vida. Sería más práctico y más limpio, ya puestos a eso, que acelerases hasta doscientos y te estamparas en bajorrelieve contra una pared, que es un gesto más íntimo y considerado. Pero sé que no lo harás así, porque en lo tuyo no hay voluntad de hacerte pupita. Cuando llegue será de forma imprevista, y aún tendrás tiempo de poner ojos de esto no me puede ocurrir a mí antes de romperte los cuernos y quedarte, como dicen los clásicos, mirando a Triana para los restos.

Llevo varios años viéndote pasar a mi lado por carreteras y autovías, abonado al carril izquierdo, dándome las luces para que te deje, en el acto, franco el paso. A veces te pegas a un palmo del parachoques trasero, confiando siempre, ante mi posible frenada, en la sólida mecánica de tu sangre fría. En la intrepidez de tu golpe de vista y en el valor helado, sereno, que tanta admiración despierta a tu alrededor y, en especial, en tí mismo. Guapo. Machote. Que eres un virtuoso.

Mira, voy a confiarte un secreto. Somos tan frágiles que te temblarían las manos si lo supieras. Todo cuanto tenemos, que parece tan sólido y tan valioso y tan definitivo, se va al carajo en un soplo, en un segundo, al menor descuido nuestro y al menor guiño del azar, la vida, la condición humana. Basta un insecto, un virus, un trocito de metal en forma de metralla o bala, una gota de agua o aceite sobre el asfalto, un estornudo, una cualquiera de esas bromas pesadas con las que el Universo se complace en pasar el rato, y tú y todo lo que tienes, y todo lo que representas, y todo lo que amas, y todo lo que fuiste, lo que eres y lo que podrías haber sido, se va al diablo y desaparece para siempre sin que vuelva nunca jamás.

Así nos iremos todos, claro. Pero unos se irán antes que otros. Y a ti, querido, te toca en 1994 la papeleta. Claro que a lo mejor me mato yo antes. O a lo mejor me matas tú. Pero yo sé que eso puede ocurrirme cualquier día, en cualquier sitio, porque mi condición es mortal. Mientras que a ti ni siquiera se te ha pasado por la cabeza. Lamento no poder comunicarte las circunstancias exactas en que efectuarás -afortunadamente- tu último adelantamiento. Ignoro si tu nombre quedará sepultado en las estadísticas de operaciones retorno, puentes o fines de semana, o si merecerás tratamiento individual, tal vez con foto de hierros retorcidos y pies asomando bajo una manta -siempre se pierde un zapato, recuerda, no uses calcetines blancos- en las páginas de un diario o, incluso, con suerte, en un informativo de la tele. Pero las circunstancias de tu óbito me traen al fresco. Como ya sabes que no suelo cortarme en esta página, diré que ni siquiera me importas tú. Hay quien afirma que toda vida humana es sagrada, y puede que sea cierto. Pero no resulta menos cierto que ya he visto desaparecer unas cuantas vidas, y que algunas me parecen menos sagradas que otras.

En cuanto a la tuya, y me refiero a tu vida personal e intransferible -salvo que creas en la reencarnación-, allá cada cual si quiere pagar tan caro el dudoso placer de cabalgar caballos de hojalata que devoran a su jinete. Y no vengas con eso del amor al riesgo y el vivir peligrosamente. Conozco a mucha gente que sabe perfectamente, de grado o por fuerza, lo que es riesgo y la vida peligrosa. Gente que sí merece que derramen lágrimas por ella cuando le pican el billete, en lugar de lamentar la desaparición de fulanos como tú; de tipos incapaces de valorar la vida que poseen y que por eso la malgastan. Qué sabrás tú del riesgo, capullo. Y de la muerte. Y de la vida. Que tengas buen viaje.

2 de enero de 1994

domingo, 26 de diciembre de 1993

Manolo estuvo aquí


Lo vi escrito con rotulador grueso, hace unos días, en uno de los muros de El Escorial: Manolo y Miriam estuvieron aquí el 6-8-93. Ignoro quiénes son los tales Manolo y Miriam, y por qué el hecho de que estuvieran allí y no en otro lugar merecía ser inmortalizado ensuciando estúpidamente una fachada de piedras venerables. Sin embargo, basta echar un vistazo alrededor para comprobar que cantidad de personas armadas con rotulador, spray u objeto inciso-punzante, el hecho de estar en tal o cual sitio, o en un sitio cualquiera, les parece solemnidad suficiente como para que el resto de los mortales nos enteremos de su nombre o de sus opiniones.

Nada tengo contra la libertad de expresión, yo que además soy periodista. Ni tampoco contra la libertad de afirmación personal. Pero amo algunos edificios, algunas calles, algunas viejas piedras y algunos paisajes por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia sobremanera, cuando voy a su encuentro, encontrarme sobreimpresos, a golpe de spray o rotulador, los nombres, los pensamientos o las chorradas de individuos, a menudo anónimos, que maldito lo que me importan.

Hay un ministro francés de la Francia que propuso en fecha reciente subvencionar una exposición sobre grafitis y pintadas callejeras, desde el metro hasta los monumentos históricos, argumentando que también eso es arte y es cultura. Y recuerdo haber oído en la radio glosar semejante gilipollez a un representante de cierto ayuntamiento español de la España, jaleando tímidamente la idea, prudente pero dispuesto a no parecer, por si menos moderno y dinámico que el franchute. Claro, sí. Reconozco que la contracultura también es una forma de cultura, farfullaba el fulano. Y ahí quedó la cosa.

Lo peor, se dice uno cuando escucha a semejantes sopladores de vidrio, no es la barbarie de los ignorantes o estúpidos, a quienes siempre es posible educar o inspirar sentido común. Lo malo en este tipo de cosas es la demagogia de whisky de medianoche -es rentable erigirse en apóstol de lo marginal desde la mesa de un bar caro y de moda- y el coro de cantamañanas que se apunta a un bombardeo con tal de salir en la foto, por si las moscas.

La cultura, creo, es un todo común que no se parcela en patrimonio de unos o de otros, y lo que atenta físicamente contra cualquiera de sus manifestaciones no se llama cultura, sino barbarie. No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras, un edificio, un cuadro, un lugar, hayan sobrevivido a los siglos y a los hombres, y de pronto llegue alguien con su spray y nos cuente con letras de dos palmos que a él Felipe González se la machaca, que Volkswagen está en lucha, que José Antonio presente, que si los curas y frailes supieran, que a Blackshit la sociedad le importa un carajo, o que el imbécil de Manolo y su prójima estuvieron aquí. Todas ésas son opiniones, pero no son cultura. Y que las pongan en mi conocimiento utilizando la fachada de la catedral de Burgos, un fresco románico, el Parque Güell o el pedestal de Felipe III, es algo que me repatea el hígado. En ese tipo de cosas, soy absolutamente conservador. Incluso reaccionario: suelo reaccionar con un profundo cabreo.

Lo que me deja atónito es la cantidad de gente que permite que ocurran esas cosas y no reacciona. Los respetables líderes del ejercicio intelectual, por ejemplo, que tan agudamente explican y justifican. Los jueces que consideran el asunto poco importante para sus togas. Los cagamandurrias que salen por la radio, o por donde sea, diciendo que sí, que claro, que hay muchos tipos de cultura. Y los cómplices pasivos: quienes vemos a Manolo manejar el rotulador o el spray, y no se lo quitamos de las manos con buenas razones o con una buena estiba de palos, por miedo a que nos llamen entrometidos, intransigentes o violentos. Éste es el país del miedo a que te llamen algo. Como si fuera lo mismo confundir la velocidad con el tocino.

No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada de El Escorial. Sentenciado a un mes de trabajos forzados en una imaginaria -y deseable- brigada de limpieza por haber sido sorprendido, in fraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de honrar el lugar con su presencia.

26 de diciembre de 1993

domingo, 19 de diciembre de 1993

Kalashnikov


Como tantas otras cosas, al Kalashnikov se lo cargó la perestroika. Ustedes saben que el Kalashnikov es un fusil de asalto comúnmente conocido en sus modalidades AK-47 o AKM, que sirve para disparar muchos tiros aunque llueva, haga calor, hiele o el arma esté llena de barro. El Kalashnikov es una especie de todo terreno de los artilugios bélicos, barato, simple y resistente, cuya imagen -recuerden su conocido y característico cargador curvo- se ha asociado, durante décadas, a los movimientos revolucionarios y de liberación, a las guerrillas de más de medio mundo.

La primera vez que lo vi en persona, al natural, fue en 1974. Lo empuñaba un guerrillero palestino y le hice una foto. Reconozco que contado así, en frío, suena fatal. Pero he de matizar en mi descargo que, por aquel entonces, un Kalashnikov era para un joven reportero lo que para un músico un Stradivarius. Añadiré, para los meapilas, que gustan de justificaciones morales y cosas así, que esa arma, por aquel entonces, era prácticamente el símbolo de los muchos pueblos que aún creían poder ganar su libertad a tiro limpio. Ignorantes, dicho sea de paso, de que las libertades se ganan a tiro limpio y se pierden después del último tiro, cuando los revolucionarios toman el palacio presidencial y llegan los truhanes, los mangantes y los mercachifles emboscados, Pasa jubilar a los de la escopeta y hacerse cargo ellos de la situación.

El caso es que, cuando todavía eran soviéticos, los rusos se forraron a base de inundar de Kalashnikov los mercados de armas internacionales. Salían en cajas rotuladas, por ejemplo, como maquinaria industrial, con destino oficial a Burundi, y luego aparecían en manos del Vietcong, los Tupamaros, la guerrilla angoleña o el Polisario. El Kalashnikov le puso fondo sonoro a la historia de medio siglo XX. Sostuvo utopías y perpetró atrocidades. Tradujo a su lenguaje brutal, inapelable, lo mejor y lo peor, el heroísmo y la barbarie del hombre, del ser humano a cuyas manos y pensamiento servía. Durante muchos años vi a innumerables hombres y mujeres dormir abrazados a su Kalashnikov como abrazados a un sueño: palestinos, sandinistas, farabundos, eritreos, mozambiqueños, muyahidines, bosnios. En la última imagen que se conserva de Salvador Allende, momentos antes de su muerte en el palacio de la Moneda, aquel presidente gordito, consecuente y valeroso lleva un casco de acero en la cabeza y empuña un Kalashnikov AK-47. A mi amigo Belali Uld Maharabi, saharaui, que había sido cabo del ejército español hasta que España le escupió a la cara, lo mataron en Uad Ashram en 1976 con un Kalashnikov en la mano. Y en algunas fotos que hice por ahí, por esos mundos, hay guerrilleros desharrapados y valientes que levantan el Kalashnikov en alto, como una bandera.

Y ahora abro un periódico y resulta que la factoría de Tula, una de las dos que fabricaban ese fusil en la antigua Unión Soviética, está en plena reconversión porque, en los últimos años, las ventas han caído en picado, de 200.000 a 40.000 unidades anuales. El fin de la guerra fría, la desmilitarización de la antigua URSS y su liquidación como gran potencia internacional les han dado la puntilla a las exportaciones masivas de antaño. No porque no haya guerras que absorban la producción, sino porque la fragmentación actual de los escenarios bélicos se nutre de otros arsenales más localizados: armas de antiguos ejércitos reconvertidos en milicias, intercambios entre vecinos, etcétera. O sea: yo te doy los fusiles de la antigua policía ucraniana y a cambio tú me das el monopolio del tráfico de heroína, y cosas así.

En cuanto al resto del mundo, casi todas las viejas revoluciones ya triunfaron; luego sería una estupidez hacerlas otra vez. Cierto es que en la mayor parte de los sitios muy pocas cosas han cambiado, y por algún curioso fenómeno físico sigue detentando el poder una cantidad increíble de hijos de puta. Pero la revolución, lo que se dice la revolución, ya está hecha y a menudo enterrada. Basta darse una vuelta y ver los monumentos al héroe desconocido, al soldado del pueblo, a la independencia. Ver, por ejemplo, a Pinochet ejerciendo de abuelito venerable; a los ejecutores de Ceausescu vendiéndonos una moto pintada de verde, como si no los hubiéramos visto a todos ellos jaleando al conductor igual que si fueran palmeros finos.

Me van a perdonar ustedes, pero siento nostalgia del viejo Kalashnikov. De aquellos tiempos en que se levantaba como una bandera de libertad y todos creíamos saber contra quién dispararlo.

19 de diciembre de 1993

domingo, 12 de diciembre de 1993

Cuento de Navidad


Erase una ciudad grande, como las de ahora, y la policía les había precintado el piso, y ya no tenían para pagar una pensión. Exactamente igual que en los cuentos de Navidad que tienen como protagonistas a desgraciados como ellos. Hacía un frío del carajo, dijo él mientras buscaban un portal en condiciones. Había un abeto iluminado al final del bulevar, donde El Corte Inglés y sus luces se confundían con los semáforos, con el destello frío y trágico de una ambulancia que pasaba en la distancia, demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda, con destellos de tragedia urbana. Las ambulancias y los coches de policía y los de pompas fúnebres, se dijo él viendo desaparecer el destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con mala leche.

Lo mismo aquella noche la ambulancia iban a necesitarla ellos. Porque, como ustedes ya habrán adivinado, la mujer, la joven, estaba fuera de cuentas, o casi. Caminaba con dificultad, entreabierto el abrigo sobre la barriga, llevando en una mano la Adidas llena de ropa para el que venía en camino, y en la otra una maleta de esas que, a fuerza de haber ido a tantos sitios, ya no tenía aspecto de ir a ninguna parte.

-Me cago en todo -dijo él. Y ella sonrió, dulce, mirándole el perfil duro y desesperado, el mentón sin afeitar. Sonrió dulce porque lo quería y porque estaba allí, con ella, en vez de haber dicho adiós muy buenas y buscarse la vida en otra parte, con otra chica de las que no se equivocan al anotar con lápiz rojo días en el calendario.

De vez en cuando se cruzaban con transeúntes apresurados, de esos que siempre aprietan el paso en Navidad porque tienen prisa en llegar a casa. Una mujer de edad se apartó de él, mirando con desconfianza su aire sombrío, la mugrienta mochila que cargaba a la espalda, los bultos atados con cuerdas, uno en cada mano. Después un yonqui flaco y tembloroso les pidió cinco duros y, sin obtener respuesta, los siguió un trecho por la acera, caminando detrás, con aire alelado y sin rumbo fijo. Un coche de la policía pasó despacio, silencioso. Desde la ventanilla, los agentes les echaron un desapasionado vistazo a ellos y al yonqui antes de alejarse calle abajo.

-Me duele otra vez -dijo ella.

Como era previsible desde que empecé a contarles esta historia, buscaron un portal para descansar. Había uno con cartones en el suelo y un mendigo, hombre o mujer, que dormía envuelto en una manta, bulto oscuro en un rincón que apenas se movió con su llegada. Entonces a ella le dolió otra vez. Y otra. Y él miró a su alrededor con la angustia pintada en la cara, y sólo vio al yonqui flaco que los miraba de pie en la entrada del portal. Entonces buscó en el bolsillo y le arrojó su última moneda de veinte duros.

-Busca a alguien que nos ayude -le dijo-. Porque ésta quiere parir.

Entonces ella empezó a llorar y gritar y él tuvo que cogerle la mano y ahuecarle un nido entre las piernas con su propio chaquetón y volver a mirar en torno con resignación desesperada. Y sólo vio la entrada del portal vacía y un semáforo con la luz roja fundida, alternando ámbar y verde, ámbar y verde. Y al mendigo que se levantaba debajo de la manta donde había estado durmiendo con un perrillo, un chucho pequeño y mestizo entre los brazos, y se acercaba a mirarlos con curiosidad, mientras el perro lamía con suaves lengüetazos una de las manos de la chica. Y él, sosteniendo la otra entre las suyas, blasfemó despacio y a conciencia, en voz baja, hasta que sintió sobre los labios la mano libre, los dedos de ella.

-No digas esas cosas -le susurró, crispada la voz por el dolor-. O nos castigará Dios.

Él soltó una carcajada seca y amarga. Entonces llegó el yonqui con un policía, uno de los que antes habían pasado en el coche. Y ella sintió, de pronto, una presencia nueva, cálida, un llanto pequeño y débil entre las piernas. Y exhausta, en un instante de lucidez y paz, se dijo que quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto. Como en los cuentos de Navidad que leía cuando niña.

Él sacó un arrugado paquete de cigarrillos y fumaron los cuatro hombres, mirándola, mientras a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia aproximándose. Entonces ella se durmió dulcemente, agotada y feliz, sintiendo latir entre los muslos ensangrentados aquella nueva vida aún húmeda y tibia. Y alrededor, protegiéndolos del frío, les daban calor el perrillo, el mendigo, el yonqui y el policía.

12 de diciembre de 1993

domingo, 5 de diciembre de 1993

El pianista del Sheraton


Se llamaba Emilio Attilli, era bajito, educado y pulcro, y parecía recién salido del viejo celuloide: cincuentón, bigote fino y recortado, pelo teñido peinado hacia atrás con esmero, chaqueta blanca con pajarita y zapatos de dos colores. Tocaba el piano en el bar del Sheraton de Buenos Aires en unos tiempos agitados en que por allí circulaban individuos de variopinto y siniestro pelaje: torturadores profesionales, traficantes diversos, periodistas, montoneros supervivientes, chivatos de la policía, prostitutas de lujo y turistas gringos. Ajeno a todo ello, cruzando entre las mesas como si su impoluta chaqueta blanca lo preservara del ambiente, Emilio Attilli llegaba cada noche ante su piano, y durante cuatro o cinco horas interpretaba melodías lentas y tiernas, de esas que sirven para acompañar el tercer Martini de la noche porque hablan de amores perdidos, tristezas infinitas y nostalgias.

En realidad tocaba sobre su propia vida. A esa hora en que los camareros barren el suelo y colocan las sillas sobre las mesas, Emilio Attilli se soltaba la pajarita del cuello y sonreía, melancólico, recordando su juventud en la orquesta de Xavier Cugat, Hollywood, Las Vegas, los casinos de La Habana precastrista. Sus recuerdos eran dilatados y brillantes: había conocido a las estrellas del cine, a los astros de la canción. Había amado -aquí la sonrisa se acentuaba, a un tiempo vanidosa y discreta- a una conocida y bellísima actriz cuyo nombre, Rita, sólo pronunciaba en voz baja cuando al filo de la madrugada, el alcohol, el humo de cigarrillos y la compañía le arrancaban jirones agridulces de la memoria.

Las chicas, las prostitutas de lujo que andaban a la caza en el bar del hotel, lo adoraban. Las trataba con exquisita cortesía, igual que a las otras, las presuntamente respetables. Durante las horas de espera, sentadas a una mesa al acecho de un hombre de negocios o de un traficante de misiles Exocet que les arreglara la noche en dólares, las mujeres, algunas de ellas maduras bellezas, bebían sus refrescos escuchando El tiempo pasará, o Fascinación con la mirada fija en la inmaculada espalda blanca o el perfil latino del viejo pianista. Creo que las hacía soñar, que les devolvía parte de su propia estimación. En ocasiones, cuando una de ellas bajaba tras un intercambio comercial satisfactorio, le mostraba su simpatía en forma de copa de champaña que un camarero depositaba junto al teclado y que Emilio Attilli, sin dejar de tocar, agradecía con una leve inclinación de cabeza y una levísima, casi imperceptible sonrisa que le torcía un poquito aquel bigote suyo que, según afirmaba, le había copiado descaradamente, décadas atrás, su amigo Clark Gable. Tocaba por cuatro pesos y vivía en una oscura pensión de la calle Corrientes. Era tímido y pacífico, pero una vez lo vi negarse a interpretar el himno patriótico que le exigía un comandante de paisano ostentoso y borracho, e invariablemente rechazaba las copas ofrecidas por los clientes que no le caían bien, incluidos millonarios y policías. Durante los tres meses que lo traté, jamás escuché de sus labios una opinión a favor o en contra de nada, hacia los demás o hacia sí mismo. Tan sólo, tras cerrar la tapa del piano, entornaba los ojos, encendía un cigarrillo americano, y recordaba. «La dignidad de cada uno -dijo en una ocasión- son sus recuerdos». Y bebía en silencio, sosteniendo entre los dedos el tallo de su copa de champaña o Martini, mientras los camareros barrían el suelo entre bostezos y alguna furcia solitaria lo observaba desde la última mesa, diciéndose quizá que, en otro tiempo y en otro lugar, tal vez en otra vida, aquel pianista cincuentón, menudo y amable la hubiera hecho feliz.

Volví, años después, al bar del Sheraton, para encontrar un nuevo pianista. Nadie pudo decirme qué había sido del otro, y nunca supe el nombre de la pensión de la calle Corrientes donde tal vez quedara noticia de su paradero. Como tantas cosas, la imagen de Emilio Attilli está ahora suspendida en mi pasado, uno más de esos fantasmas que llevas contigo y que a veces acuden de forma imprevista a su cita con la ternura y la memoria.

No sé si mi amigo el pianista del Sheraton tenía importancia suficiente para justificar este artículo. Tal vez -sospeché siempre- su Hollywood fue imaginario y su nombre sólo apareció impreso en pequeños programas de cabarets y hoteles a tanto la hora. Pero si, como él decía, la dignidad son los recuerdos, sus recuerdos eran hermosos y bien merecen estas líneas. Eso es más de lo que puede decirse de muchos hombres y mujeres que conozco.

5 de diciembre de 1993

domingo, 28 de noviembre de 1993

Don Juan y Borja Enrique


Agoniza noviembre, y con él esa hoja de calendario que, en otro tiempo, siempre se abría, a víspera de Difuntos, con la representación teatral de don Juan Tenorio. Supongo que recuerdan, escenarios aparte, aquellos Estudio 1 de la tele, donde el burlador sevillano malvado y satánico se encarnaba, año tras año, en las facciones de sucesivos galanes -Paco Rabal, Fernando Guillén, Juan Luis Galiardo, Pepe Martín-, y donde la virginal inocencia de doña Inés iba desde la jovencísima ternura de María José Goyanes a la sospechosa ingenuidad de los ojos claros de Emma Cohén, pasando por la densa femineidad, apenas disimulada por el hábito, de las espléndidas Elisa Ramírez o Fiorella Faltoyano.

Quizá lo de malvado y satánico sea una exageración. En realidad don Juan Tenorio era un niño de papá malcriado y perdonavidas, que hoy podría llamarse, por ejemplo, Borja Enrique, y al que veríamos ponerse hasta arriba de coca en los discobares de moda, con el aparcacoches vigilándole el Toyota Célica en la puerta. El mismo Zorrilla, autor del drama, calificó a su personaje de bravucón inocente y desvergonzado, y esto sitúa mejor el personaje, un joven bala perdida, que las artimañas escénicas de viejos zorros con la sien plateada; esos Donjuanes maduros que la escena tradicional consagró como arquetipos, aunque el personaje original de Zorrilla, según todos los indicios, no tuviese más allá de veinte o veintipocos años, edad en la que, hacia el siglo XVII, un joven español de buena familia perpretaba calaveradas antes de sentar cabeza y casarse -como el pobre don Luis Mejías- merced a un buen braguetazo.

Espectador fascinado y fiel de la obra de Zorrilla, caí en la cuenta de la auténtica personalidad de don Juan gracias, precisamente, a uno de esos dramas televisados y a un actor, Juan Diego. Era habitual que, al desenmascarar a don Diego Tenorio en la Hostería del Laurel, los maduros galanes que encarnaban al don Juan tradicional exclamasen, espantados: ¡Válgame Cristo, mi padre! Juan Diego, entonces joven actor, innovó el asunto diciendo lo mismo, pero no con el tradicional horror del hijo ante las canas venerables, sino con el desdén y el descreído fastidio del joven que desprecia al aguafiestas que viene a echarle un sermón. Aquel Mi padre, sin signos de exclamación, de Juan Diego equivalía perfectamente a un la jorobamos con aquí, el pelmazo de mi viejo, y reconciliaba al personaje del burlador con el tiempo presente, devolviéndole una frescura y una actualidad de ahora mismo.

Quizás, lamenta uno, el Tenorio se cayó de las carteleras de los teatros y de las programaciones de televisión, reducido como mucho a parodias infames y a montajes experimentales de dudoso gusto y eficacia, porque al personaje lo mataron los maduros galanes que lo interpretaban a la antigua. No por culpa de ellos, a los que sigue siendo un placer escuchar en las viejas grabaciones de antaño, sino porque ese don Juan galán y sacrílego, a caballo entre la seducción y la virtud inocente y las puertas del infierno, ya no se lo cree nadie. Entre otras cosas porque hoy hasta la más mojigata de las novicias estallaría en carcajadas ante las tácticas del don Juan de toda la vida, y porque hay, sin duda, más perversidad en la inocencia de una doncella que en la vanidad arrogante de un estúpido varón -llámese don Juan o llámese Borja Enrique-, que se cree el rey del mambo.

Puede que aquél Válgame Cristo, mi padre de Juan Diego marcase, en su momento, una oportunidad des-aprovechada de renovar tan entrañable personaje, trasnochado pero todavía apasionante, devolviéndonoslo con la intención original del propio autor. Sería hermoso recobrar ese drama irregular, lleno de ripios y recursos del oficio, pero con un ritmo maravilloso y unos diálogos que restallan como latigazos en el escenario y subyugan, sin remedio, al que sea capaz de escuchar los versos con atención. Tal vez aquella otra visión del don Juan, la del joven de buena familia del XVII, encanallado, presuntuoso y no tan lejano, en espíritu, al superficial engominado de discobar de moda que nos tropezamos hoy en día, permitiese recuperar esa joya de la escena española que se nos murió entre bostezo y bostezo. El Tenorio no se actualiza vistiéndolo en Adolfo Domínguez, sino haciendo ver, bajo los modos y maneras versificados de aquel golfo sevillano de hace tres siglos, el mismo encanallamiento, el vacío y la irresponsabilidad que hoy sobrevive, con mucha más vulgaridad y en prosa, en el imbécil de Borja Enrique.

28 de noviembre de 1993

domingo, 21 de noviembre de 1993

El síndrome Viracocha


Una vez, en Nicaragua, me quisieron pegar un tiro hablándome todo el rato de usted. Eso me gustó -no lo del tiro, sino el tratamiento-. Se trataba de un oficial, un teniente de los rangers somocistas en operación de búsqueda y destrucción de guerrilleros del FSLN. Yo estaba donde no debía estar: un lugar llamado el Paso de la Yegua, donde era difícil distinguir a los sandinistas de los campesinos, porque una vez muertos y alineados en el suelo todos se parecían una barbaridad. También, para irritación del milite al mando del asunto, hice un par de fotos que no debía hacer. Así que se vino para mí, desenfundó la Colt 45 y dijo aquello de:

-Disculpe, señor. Si no me entrega el carrete, ahorita mismo lo ultimo.

Dijo eso o algo por el estilo -han pasado quince años-, pero recuerdo perfectamente el señor y el tono respetuoso, no forzado sino espontáneo, natural, con que aquel hijoputa puso en mi conocimiento su resolución de levantarme la tapa de los sesos. Y es curioso. Cada vez que he viajado a Hispanoamérica, desde la Tierra del Fuego hasta el Río Bravo, he reencontrado siempre, para bien o para mal, el mismo tono de cortesía en los mejores y los peores hombres y mujeres con quienes me crucé: víctimas, verdugos, prostitutas, taxistas, amas de casa, funcionarios, paramilitares, campesinos. Independientemente de su buena o mala voluntad, de su brutalidad, crueldad o ternura, detecté siempre idéntico formalismo verbal: por favor, si es usted tan amable, tendría la bondad, señor, muchas gracias. Ahora acabo de dar una vuelta por México, una especie de peregrinación al pasado de nuestra Historia y nuestra sangre, y una vez más me sorprendieron, por contraste, ese tipo de cosas. Hasta cierto bigotudo patrullero con cara de azteca que exigía, sombrío, un soborno -su mordida para olvidar cierta presunta infracción de tráfico, mantuvo en todo momento un tono que, en lo formal, era amenazador pero impecablemente correcto:

-Esto tenemos que arreglarlo, señor. De alguna manera. Usted estacionó mal y delinquió.

Y la verdad es que resulta curioso. Allí, en las viejas colonias, a pesar de todos los recelos y los viejos prejuicios nunca olvidados, España continúa siendo una referencia válida en la que se admira, sobre todo, lo formal. Sorprende la lealtad a esa idea de la madre patria cortés y caballerosa, a ciertos modales que en otro tiempo los indiecitos admiraron en los orgullosos conquistadores que los esclavizaban, reencarnación de Viracocha a quienes, con el tiempo, se esforzaron en imitar cuando llegaron a la madurez y la independencia, haciéndolos suyos, mandando a sus hijos a estudiar a España cuando podían, adoptando la lengua, los usos, las actitudes atribuidas a quienes fueron sus colonizadores, sus dueños, a veces sus padres y a menudo sus enemigos.

A través de los siglos, la referencia siguió siendo válida y se mantuvo el estereotipo: orgulloso como un español orgulloso, educado como un español educado, culto como un español culto. La idea se mantiene hoy de modo instintivo en todas las capas sociales, aunque a estas alturas sea completamente falsa. Fiel a un fantasma muerto mucho tiempo atrás, Hispanoamérica rinde culto a ciertos modos y maneras que sigue creyendo propios de los españoles, ignorando -por suerte para ella- que esos modos y maneras hace mucho que dejaron de practicarse aquí. De ahí la pena que causan, a veces, esos hispanoamericanos que viajan a España en busca de la tierra y las gentes de que les hablaron sus abuelos. Matrimonios ancianos que te cruzas en la plaza del Callao de Madrid, recién robado el bolso ella, maltratados por un camarero, engañados por un taxista o despreciados por un policía. Aturdidos de descubrir que a este lado del Atlántico cualquier mala bestia se atribuye alegremente, para sí o para otros, el título de señora o caballero. Que bocazas analfabetos elevados al rango de alcalde, director general o diputado imparten lecciones de cultura y modales. Y que el usted y el hágame el favor fueron desterrados, hace tiempo, en beneficio de la grosería más elemental y el compadreo más infame, como si todos hubiésemos guardado, juntos, cerdos en la misma porqueriza. Con todo el respeto que nos merecen los cerdos.

Y es que a veces uno prefiere que lo balaceen, como dicen allí en Hispanoamérica, hablándole de usted, a que le tiren el café por encima, tuteándolo, como hacemos aquí. En la madre patria.

21 de noviembre de 1993

domingo, 14 de noviembre de 1993

Viriato y el tambor del Bruch

Engañado he vivido hasta hoy, amigo Sancho. Resulta que Sagunto no fue una heroica resistencia de los iberos contra Cartago, sino el primer hito de la autonomía valenciana. Resulta que Viriato no fue, cual rezan los antiguos textos de Historia de España, un pastor lusitano que combatió contra Roma, sino un adalid de la independencia de la ribera del Tajo. Resulta que Lope de Aguirre, ese espléndido animal que sembró de sangre y quimeras la ruta de El Dorado, no era un mitómano vascongado con toda la crueldad y la grandeza del alma hispana, sino un nativo de Iparralde Sur con grupo sanguíneo específico que inventó la puñalada en la nuca. Resulta que Jaume I el Conqueridor -como su propio nombre indica- no fue rey de Aragón sino de Cataluña, y que los almogávares vengaron a Roger de Flor saqueando Atenas y Neopatria bajo la bandera de la monarquía catalana, bandera que los aragoneses se han apropiado por la cara. Resulta que Rodrigo de Triana no era un sufrido y duro marinero de la española Andalucía, sino que el ceceo con que gritó ¡Tierra a la vizta! se lo debía a su auténtica nacionalidad que era la bereber-andalusí. Resulta que, a pesar de las apariencias, Agustina de Aragón, Daoiz y el tambor del Bruch no combatieron en la misma guerra, sino en tres guerras distintas que no deben confundirse, a saber: la que los aragoneses hicieron contra Francia por su cuenta y sin consultar a nadie, la del centralismo madrileño contra el centralismo napoleónico, y la de Cataluña de tú a tú contra otra potencia europea.

Los viejos y venerables textos ya no sirven de nada. Basta darse una vuelta por ahí, visitar cualquier museo o monumento histórico y pedir un folleto y escuchar al guía local, para comprobar hasta qué punto de aquí a poco tiempo no nos vamos a reconocer ni nosotros mismos. Nunca se ha manipulado tanto y tan impunemente como ahora, bajo el pretexto de borrar anteriores manipulaciones. Así, entre tanto neohistoriador local y tanto soplador de vidrio están dejando la Historia de España, la que -a pesar de sus errores y lagunas- aprendimos en los libros y con tanto orgullo nos explicaban nuestros padres y nuestros abuelos, hecha un bebedero de patos.

Las bibliotecas siguen ahí, pero los libros se destruyen, se esconden y se reescriben según las necesidades del momento. Las huellas físicas se restauran a capricho, se borran las inscripciones inconvenientes y se sustituyen por otras más acordes a la nueva realidad histórica. Y cuando no existen, mejor. Así se pueden crear, sin problemas, símbolos centenarios encargados a artistas del diseño de moda que, si el presupuesto da para ello, pueden, incluso, recubrirlos con la pátina formal correspondiente para que den la impresión de haber estado ahí desde siempre.

La táctica no es nueva. Los apóstoles de la intolerancia, los grandes manipuladores de los pueblos y las banderas suelen recurrir a este eficaz sistema: el nazismo con la cultura europea, o el nacionalismo serbio en los Balcanes, sin ir más lejos. La Historia, la que se escribe con mayúscula, ha sido siempre el principal objetivo, porque es el más molesto y lúcido testigo. Frente a los intereses locales, de tiempo y de situación, lo que une a los pueblos es la historia vivida en común: los asedios, las batallas, las gestas, las victorias, las derrotas, las esperanzas, las desilusiones, los héroes, los mártires, las iglesias, los castillos, las catedrales, los cementerios. Ésa es la espina dorsal, hecha de sufrimientos y de alegrías, de lucha y trabajo, de años y de siglos, sobre la que se encarnan el respeto, la convivencia, la solidaridad.

Sin Historia somos juguetes en manos de los bastardos que cifran su fortuna en llevarnos al huerto. Rotos el pasado y la memoria, asfixiado el orgullo común, ¿qué diablos queda?... Sólo el escozor de las ofensas, que también las hubo. Sólo la desconfianza y miedo, resentimiento, y esa bilis amarga que nutre el alma negra de las contiendas civiles.

Sí, Sancho amigo. Manipular la Historia es aún más bajo y miserable que utilizar las armas de la etnia, o de la lengua, porque si éstas apuntan al presente y al futuro, lo otro va royendo todo aquello que hizo posible que ni lenguas ni etnias fuesen obstáculo para que diversos pueblos y naciones vivieran en paz y trabajasen juntos. Por eso me inspiran tanto recelo y tanto desprecio esos aprendices de brujo, esos historiadores subvencionados y mercenarios que se venden, por treinta monedas de plata, a los caciques locales que les llenan el pesebre.

14 de noviembre de 1993

domingo, 7 de noviembre de 1993

El cartero ya no llama dos veces


En otro tiempo fueron mis héroes. Los imaginaba como en las películas en blanco y negro, caminando inclinados contra el viento por llanuras cubiertas de nieve, cargados con su zurrón de cuero, dispuestos a entregar la carta aun a costa de su salud y de su vida. Traían las buenas noticias y también las malas, y a menudo compartían la alegría y la pena de los destinatarios. Diálogos del tipo: «Lo siento, Manuel, estoy seguro de que el chico murió como un hombre», o: «A ver, traiga, que se la leo. Querida hermana. Espero que al recibo de la presente... ».

Uno los veía o imaginaba así, haciendo cuestión de honor la entrega de la carta encomendada, aunque en el sobre sólo figurase un nombre confuso y una calle, o un pueblo. Y recuerdo por Navidad, cuando había ruido de zambombas y villancicos, al cartero demorándose unos minutos en el vestíbulo, el zurrón repleto de cartas a los pies, mientras mi abuelo le daba el aguinaldo y una copa de anís, o coñac. En aquel entonces pertenecían al grupo de adultos que un niño respetaba: médicos, maestros, militares, curas, guardias y carteros.

Estaban los carteros rurales, que caminaban por la nieve, el barro, y bajo la lluvia. Estaban los carteros urbanos, que subían con denuedo escaleras y escaleras, doblados bajo el peso de su carga. Estaban los carteros de oficina, que distribuían los sobres que echábamos al buzón en cajetines para su envío a lugares lejanos, con nombres sonoros como Shanghai, Moscú, Beirut, La Habana, y aún había otra categoría, la más solemne: los carteros reales, que trabajaban en diciembre con los Reyes Magos.

Ésa era la palabra: magia. Antaño, los carteros aparecían revestidos con los signos que los dioses les otorgaban para reconocerlos como mensajeros de la palabra y el sentimiento, el amor, la solidaridad, la comunicación entre seres separados por la distancia y la vida. Había algo mágico en su presencia y sus atributos: gorra, insignias, zurrón. En cualquier caso, su llegada significaba siempre un estremecimiento de expectación, de incógnita a punto de resolverse. Entonces una carta era siempre incertidumbre y promesa. Por eso amábamos y temíamos a un tiempo a quien nos la entregaba con el respeto debido al objeto que en sus manos portaba. Durante muchos años ésa fue mi imagen del cartero, el hombre que siempre llamaba al timbre dos veces y convertía en cuestión de honor el simple hecho de entregar un sobre.

Una vez conocí a uno de ellos, un viejo cartero jubilado, que me aseguró precisamente eso: en treinta y ocho años de vida profesional nunca dejó sin entregar una carta. Quizá hubiese algo de bravata en la afirmación, mas comprendí lo esencial: ninguna carta le fue nunca indiferente.

Hizo siempre lo que pudo por cumplir en su trabajo, y ése era su orgullo.

Pero los tiempos cambian, y los héroes están cansados. De pronto te enteras de la existencia de un par de carteros que, por exceso de trabajo, dejaron sin repartir miles y miles de cartas. O de aquel otro que las tiraba directamente a la basura o las quemaba, sin más, porque no daba abasto. Ahora que el correo trae más publicidad y extractos bancarios que noticias de la gente a la que quieres, resulta que entre las deficiencias de ese monstruo inhumano que es la Administración y la incuria de algunos elementos que la sirven, uno echa un sobre a cualquier buzón y el gesto se parece mucho a lanzar una botella al mar. Esperemos, te dices cruzando los dedos, que caiga en buenas manos.

Hay honestas excepciones, por supuesto: carteros o empleados de Correos que todavía hacen de su trabajo cuestión de pundonor profesional. Pero abunda más el funcionario que maneja cartas -sueños, esperanzas, vidas- como podría cortar chuletas de cordero. El individuo que las deja en tu buzón igual que podría echarlas a la basura o tirártelas a la cara, y que en ocasiones realmente lo hace. En esta España nuestra donde hemos olvidado la alpargata del viejo cartero rural y todos somos tan dinámicos y tan europeos y tan guapos de logotipo y diseño, hay demasiadas cartas que se pierden, cartas que nunca llegan, cartas que permanecen, para siempre, amarilleando a la deriva en ese limbo estúpido, en ese purgatorio vago e impreciso que es el mar de los sargazos de los Correos españoles. Y cuando uno tiene algo importante o urgente que echar al buzón recurre, qué remedio, a una agencia de mensajeros. Que, naturalmente, se están forrando.

La verdad es que añoro a mi viejo cartero de uniforme azul. Aquel que siempre llamaba dos veces y era mi amigo.

7 de noviembre de 1993

domingo, 31 de octubre de 1993

El soldado Vladimiro

Una vez conocí a un héroe. No era alto ni apuesto, ni le pusieron medallas, ni salió en primera página de los periódicos, ni en el telediario. Nadie aplaudió su hazaña, y ni los políticos ni los generales ni los mangantes que explotan en su provecho las virtudes ajenas hicieron discurso al respecto. Se llamaba -espero que se llame todavía- soldado Vladimiro. Tenía veinte años y se ocupaba de la ametralladora de 12,70 de un blindado de los cascos azules españoles en Bosnia central. De soldado tenía lo justo: no le gustaba la guerra, ni la vida militar. Se había alistado por si se presentaba la ocasión de ver mundo. Después pensaba regresar a la vida civil y estudiar idiomas. Eso, precisamente, lo convertía en un elemento valioso para sus jefes y compañeros legionarios: hablaba un poco de ruso, que es al bosnio lo que el castellano al portugués. Por eso estaba asignado al BMR del coronel Morales, el jefe de la agrupación Canarias. 
 
Vladimiro era uno de esos soldados vivos y listos que se buscan la vida como nadie, que se esfuman de pronto y, cuando todos creen que han desertado, reaparecen con dos gallinas y una hogaza de pan para sus compañeros. Allí, en el valle del Neretva, Vladimiro llevaba niños en brazos, repartía tabaco a los ancianos, daba sus raciones de campaña a las mujeres que lloraban junto a los escombros de sus hogares. Y yo vi de noche, cuando se hallaba de centinela, acercársele la gente agradecida para traerle un trozo de pan, una taza de té, incluso una desvencijada hamaca para que pudiera hacer sentado su turno de guardia. 
 
Una noche el soldado Vladimiro fue un héroe, aunque posiblemente ni siquiera él mismo lo sepa. Intenten imaginar el cuadro: oscuridad, disparos de francotiradores, trazadoras que pasan recortando esqueletos negros de edificios. Hay tensión en el ambiente, y por uno de esos azares de la guerra, aquellos a quienes los legionarios vinieron a socorrer se convierten, de pronto, en adversarios. El coronel Morales, que manda la columna, decide ir, solo, al puesto de mando bosnio para solucionar la crisis. Eso es meter la cabeza en la boca del lobo; en medio de enorme confusión, entre musulmanes armados y muy nerviosos, el coronel ordena por radio a su segundo, un comandante, tomar el mando si no regresa. Vladimiro se ofrece a acompañarlo, pero Morales le ordena permanecer a cubierto en el BMR. Después se aleja en la oscuridad, rodeado de amenazadores milicianos. 
 
Y es entonces cuando el soldado Vladimiro se remueve inquieto, y en la penumbra interior del blindado nos mira a los que estamos dentro. Sus ojos reflejan un pensamiento: no se trata de que el coronel le caiga bien o mal. Simplemente es su coronel, y le avergüenza verlo irse solo. 
 
De pronto, lo vemos mover la cabeza como si acabara de tomar una decisión. Precipitadamente, con nerviosismo, se mete dos granadas en los bolsillos. Requiere un Cetme y comprueba el cargador. 
 
-No, si ya verás -murmura como para sus adentros, mientras amartilla el arma-, ¡Esta noche nos van a inflar a hostias! 
 
Le tiemblan las manos y la voz. Pero aun así, con esas manos que le tiemblan, abre el portillo del blindado, se cala el casco, aprieta los dientes para morderse el miedo y echa a correr en la oscuridad detrás de su coronel. Cuando una hora más tarde Morales sale del puesto de mando de la Armija, lo encuentra sentado en las sombras de la escalera, con el Cetme en la mano, esperándolo. Entonces el coronel, que es un legionario bajito, duro y con mala leche, le echa una bronca tremenda por incumplir sus órdenes. Después se encamina hacia la columna de vehículos, siempre escoltado por su tirador, que le sigue cabizbajo. 
 
-¡La próxima vez que desobedezcas una orden te voy a meter un paquete que te vas a cagar, Vladimiro! -le dice. Después, el coronel se detiene y, aún con gesto hosco, saca un paquete de cigarrillos y le ofrece uno. Y mientras lo hace disimula una sonrisa en un extremo de la boca. 
 
Ocurrió exactamente así. No sé qué otras cosas buenas o malas hará Vladimiro el resto de su vida. Pero aquella noche, en Bosnia central, su coronel le ofreció un cigarrillo y yo me prometí dedicarle este artículo. Hoy, supongo, habrá regresado ya a España. Y tal vez, cuando entre en la discoteca de su pueblo -es flaco y con granos en la cara- las chicas, que prefieren a los guaperas apuestos, a los bailones que marcan paquete, ni siquiera se fijen en él. 
 
¡Qué sabrán ellas!... ¿Verdad, Vladimiro? 
 
31 de octubre de 1993 
 

domingo, 24 de octubre de 1993

Mortimer y los dinosaurios


Nadie obliga al ratón a buscar el queso en la ratonera, pero a fin de cuentas en el asunto del ratón juegan su instinto y su astucia, en un duelo que a veces se resuelve con un ¡chas! y ratoncitos al cielo, y a veces no. Cualquier ratón tiene su oportunidad, y hay roedores de tacto fino, con mucha mili a cuestas, que mordisquean el queso y se largan sin que llegue a funcionar el resorte. Pero entre los humanos es distinto. Con toda nuestra vitola de seres racionales, hasta cuando no hay queso metemos el hocico en la ratonera. En realidad somos tan previsibles en nuestra estupidez, que apenas tiene mérito llevarnos al huerto.

Verbigracia. Imaginemos que hay un fulano llamado Mortimer, al que no conoce ni su padre, y un productor decide promocionarle como cantante de fados. En una primera fase de la promoción, y a cuenta de los primeros beneficios, se invita a varios selectos periodistas, empresarios, famosos e individuos clave a una velada a base de fados en un lugar de muchas estrellas, y se pone en su conocimiento que el fado es la música del futuro, la que el público viene pidiendo desde hace décadas. Que el fado es un fenómeno de masas. Que el fado es la leche.

Debidamente engrasado el invento, no les quepa duda de que, durante varias semanas, y por reacción en cadena, prensa, radio y televisión entraremos al trapo, titulando a toda plana: Vuelve el fado, La saudade está de moda, Llega la fadomanía, y cosas por el estilo. El tema será portada de suplementos -incluido éste-, el público se abalanzará sobre los compactos y casetes hábilmente dispuestos en los grandes almacenes, las discotecas y discobares -Broker's, Borja's, Cretin's, etc-machacarán fados entre copa y copa, y los domingueros invadirán la Lisboa antigua y señorial, dispuestos a llorar a lágrima viva en las tascas del Barrio Alto.

Conseguido esto, se pasa a la segunda fase: el anuncio de que el genial cantante de fados va a hacer una gira por España. Da lo mismo que Mortimer haya sido hasta unos días antes representante de cosméticos en Nueva Gales del Sur, porque si las vallas publicitarias, los anuncios a toda página en los diarios y las entrevistas en televisión dicen que Mortimer es un cruce de Amalia Rodríguez, Mike Jagger y Julio Iglesias, les aseguro a ustedes que Mortimer arrasa y podrá correr por el Retiro con gafas del sol y guardaespaldas alejándole admiradores y fotógrafos a puñetazos, mientras colas de público pernoctan en el Vicente Calderón para conseguir entradas del concierto. Por supuesto aparecerán imitadores de Mortimer hasta en la sopa, y terminaremos odiándolos a él, a los imitadores, al fado y a la madre que los parió. Pero, entre tanto, alguien se habrá hecho multimillonario.

Nuestro amigo Mortimer es un caso de ficción -de momento-, pero los ejemplos prácticos abundan, sobre todo en lo que se refiere a cantantes italianos -"Chica, ven, libérate de tus padres, a cien, a cien por horaaaa..."- y a los estrenos cinematográficos. Hagan memoria y recuerden Una proposición indecente, con Robert Redford ofreciéndole una pasta a la mujer de aquel calzonazos por compartir espasmos durante un rato. La película era infame y no hay quien se acuerde de ella, pero allí estábamos todos haciendo cola. Por no hablar de los instintos básicos de Sharon Stone, que pulverizaron taquillas y elevaron a la categoría de semidiosa erótica a una moza que, por muchas vueltas que se le dé, circunscribe su talento a interpretar personajes de lo que el vulgo llama una -con perdón- chocholoco cualificada.

Y ahora le toca el turno a los dinosaurios, esos simpáticos, enormes y desgraciados bichos prehistóricos que ya ocupaban la imaginación de tantos niños antes de todo este desmadre y toda esta intoxicación. Esos enanos sabihondos -como mi sobrino Fernando, que tiene diez años, y a los ocho era capaz de identificar un huevo de pterodáctilo- encuentran ahora que todo cristo entra a saco y manipula sus aficiones y sus sueños. Poco importa que sólo sea una moda, y que pronto algún avispado productor invente un nuevo Mortimer que haga olvidar éste. Para los auténticos aficionados -mi sobrino y su cofradía de jóvenes colegas veteranos, de pioneros iniciados que antes de toda esta tontería ya intercambiaban cuentos, cromos, vídeos y libros raros como misterios de una sociedad secreta- los triceratops y los Tiranosaurios Rex ya nunca serán lo que fueron, tras pasar por las sucias manos de los proxenetas que los han puesto, con bolso y ligas de colores, en mitad de la calle a hacer la carrera.

24 de octubre de 1993

domingo, 17 de octubre de 1993

Oxford y la guerrilla


Abro el diccionario Oxford de la lengua inglesa y una palabra sonora, hermosa, afilada como una navaja española me salta a la cara: guerrilla. Y es curioso: veinte años de asistir a carnicerías de variopinto pelaje deberían tenerlo curado a uno, o casi, de estremecimientos patrioteros. Quiero decir que, a estas alturas, la razón suele imponerse al instinto de la tribu, y resulta difícil ver, bajo cada discurso, bandera o fanfarria del tipo nosotros y ellos, ya me entienden, otra cosa que un hijo de perra con galones o corbata que diseña monumentos al soldado desconocido o compone himnos dispuesto a forrarse, emboscado en un despacho de retaguardia, a costa de la sangre y del dolor de los demás. Claro que a lo mejor uno ha pasado demasiado tiempo en los bosques donde crecen las cruces de madera y resulta un descreído recalcitrante, y tras todas esas arengas y discursos tan nacionalistas y tan sublimes, incluso tras los camelos geopolíticos, las gilipolleces étnicas y las tergiversaciones de la Historia urdidas como estrategia, puede ser tan resabiado que no vea legítimas aspiraciones, nobles sentimientos patrióticos que de ese modo se manifiestan. Digo yo que a lo mejor. Es un suponer. O sea.

Pero me desvío de la cuestión. Lo que pretendía decirles es que si alguien no vibra precisamente con la cosa patriotera de lágrimas y churundata es el que suscribe; y eso quiero dejarlo claro antes de ir al grano. Y el asunto es que la nueva edición del diccionario Oxford recoge entre sus 97.600 vocablos, 851 palabras españolas e hispanoamericanas de uso corriente en inglés. Y que entre amigo, gazpacho y otros castizos términos por el estilo, guerrilla reluce con luz propia.

Total. Que uno medita un poco y se dice que hay que fastidiarse, que también podíamos los españoles haber dado al mundo en general y al diccionario ése en particular otra palabra menos bárbara, algo que no oliese tanto a sangre y a degollina. Ternura, por ejemplo. O morriña. O monchetas. Pero no. Resulta que mientras los norteamericanos aportan cocacola, o software, y los franchutes foie-gras, los españoles contribuimos con guerrilla (aunque, bien mirado, peor lo tienen los italianos, cuya palabra más internacional es mafia).

En fin, que uno se lo plantea y dice, a luz de la razón y de todo eso, que no es para sentirse orgulloso el hecho de que guerrilla sea el vocablo español con más solera internacional. Uno se lo dice y se lo repite a sí mismo. Y por eso me avergüenza tanto la sonrisilla involuntaria -guasona, atravesada, y con mala leche, o sea, muy española- que se me puso en la boca cuando le eché el ojo al vocablo, instalado como un tajo de cuchillo entre tanto sereno término anglosajón: Guerrilla. El jodío palabro suena tan español que hace daño. A fin de cuentas, nuestros tatarabuelos, o sea, ustedes y yo, lo acuñamos echándonos al monte con la manta, el trabuco y la cachicuerna, interrumpiendo momentáneamente la tarea secular de ponernos zancadillas unos a otros y acuchillarnos a conciencia para unir esfuerzos degollando franceses: Esos gabachos que nos están tocando mucho las narices con tanta liberté, tanta egalité, y tanta fraternité, paseándose arriba y abajo como Pedro por su casa, dictando leyes, piropeando a las mujeres sin ofrecer tabaco a los hombres, y raptándonos al futuro Fernando VII, que aunque fuese un perfecto hijo de puta, era nuestro hijo de puta.

La palabra guerrilla la regamos bien con sangre para que echara raíces, llevando a ella lo peor y lo mejor de nuestro instinto y nuestra casta, lo más brutal y lo más sublime, desde los goyescos descamisados que escupían a los fusiles que los ejecutaban por rebelión -a veces en ajuste de cuentas entre los propios españoles-, hasta los lobos carniceros que, en los riscos de Despeñaperros, acosaban a los correos franchutes que picaban espuelas por los desfiladeros, agachada la cabeza y rogándole a Dios que los guerrilleros no los capturasen vivos. Guerrilla. Me fascina y me estremece, al mismo tiempo, esa palabra terrible que dejamos como patrimonio a las lenguas que se cruzaron en nuestro camino. Y me estremece por lo mismo que me fascina. Porque reconozco en ella, muy a mi pesar, el peligroso impulso de independencia y crueldad, de heroísmo brutal e inútil, de navaja fácil, de anarquía, emboscada y golpe de mano que sigue latiendo en la sangre de mis paisanos, que es la mía. A pesar del siglo XXI que está en puertas. A pesar de Oxford, de Europa, y de la madre que los parió.

17 de octubre de 1993

domingo, 10 de octubre de 1993

Las postales de Mostar


Ocurrió en Mostar, una de esas mañanas tranquilas en que hasta los más canallas se cansan de darle al gatillo y entonces, como un milagro, durante unas horas dejan de caer bombas. Cada vez que eso ocurre, el silencio se extiende como algo extraño, inusual, y entre las ruinas que bordean la calle principal de la ciudad emergen sucios y pálidos fantasmas que se mueven sin rumbo fijo junto a los escombros de las que fueron sus casas. Desde hace meses viven en los sótanos sin comida ni luz, bebiendo agua contaminada que, en los momentos de calma, recogen del Neretva. Cuando los bombardeos cesan durante un rato, se les ve asomar entre las derruidas escaleras que vienen del subsuelo, igual que topos parpadeando ante la luz exterior de la que desconfían y bajo la que dudan en aventurarse. Por fin uno de ellos, una mujer desesperada cuyos hijos se hacinan en el miserable refugio, reúne valor suficiente y sale a la calle, en busca de algo de comida que llevarles, con un patético recipiente de plástico que espera llenar con agua sucia del río. Poco a poco, la calle principal de Mostar se llena de otros espectros como ella, escuálidos y exhaustos.

Era una mañana de ésas en Mostar, con el sol tibio recortando los esqueletos ennegrecidos de los edificios y aquel olor peculiar de las ciudades en guerra, a piedra y madera quemadas, cenizas y materia orgánica -basura, animales, seres humanos-pudriéndose bajo los escombros. Ese olor que no encuentras en ninguna otra parte y que te acompaña durante días pegado a tu nariz y a tus ropas, incluso cuando te has duchado veinte veces y hace mucho tiempo que te has ido. Era una de esas mañanas sin muerte inmediata, y durante unas horas la expresión de la gente que se movía por la calle no era de temor, sino sólo de cansancio, con esa mirada vacía y distante que se les queda a quienes viven, día tras día, en la antesala del infierno.

Era uno de esos días en que la guadaña, embotada, descansa mientras la afilan de nuevo, y tú estabas sentado en los escombros de un portal, aprovechando la tregua, con ese consuelo egoísta que proporciona el hecho de ser testigo y no protagonista, y llevar en el bolsillo un billete de avión que, tarde o temprano, te permitirá decir basta y largarte de allí. Era un día de ésos, y tú pensabas escribir este artículo sabiendo de antemano que podrías teclear durante horas, días y meses seguidos, sin parar, y nunca lograrías transmitir, a quien te leyera, el inmenso desconsuelo y la soledad que sentiste momentos antes, visitando las ruinas de una casa abandonada, destrozada por las bombas, en cuyo salón de muebles astillados, cortinas sucias hechas jirones, un cuadro en la pared atravesado por impactos de metralla, estaban por el suelo, pisoteadas entre cenizas y deformadas por el sol y la lluvia, docenas de fotos de un álbum familiar. Una pareja joven que se abraza sonriendo a la cámara. Un anciano con tres niños sobre las rodillas. Una mujer aún joven y guapa, de ojos fatigados, con una sonrisa lejana y triste como un presentimiento. Niños en una playa, con salvavidas y una caña de pescar. Y un grupo en torno a un árbol de Navidad donde reconoces a los niños, al anciano y a la mujer de los ojos tristes mientras te preguntas dónde están todos ellos y cuántos sueños, cuánto amor y cuántas ilusiones deshechas, asesinadas, yacen ahora en esas fotos ajadas y sucias, entre las cenizas que manchan tus botas al caminar sobre ellas evitando pisarlas como quien evita pisar la losa de un sepulcro.

Era -es- un día de ésos. Y tú estás sentado entre los escombros del portal pensando en las fotos. Y entonces llega un hombre en camiseta y zapatillas, un anciano que camina despacio, con dificultad, y se sienta a tu lado a descansar un momento. Tiene el pelo gris y va sin afeitar, con barba de cuatro o cinco días. En las manos sostiene un pequeño mazo de tarjetas postales, y al principio crees que pretende cambiártelas por un cigarrillo o una lata de conservas, pero pronto descubres que no es así. Habla un poco italiano, y al cabo de un instante desgrana su historia, que tampoco es una historia original: un hijo desaparecido, una mujer inválida en un sótano, la casa en el otro sector de la ciudad, perdida para siempre. Te caen bien su gesto resignado y la dignidad con que relata sus desdichas. Después te enseña las postales, una a una. Postales manoseadas de tanto repasarlas una y otra vez. Mira, amigo, así era Mostar, antes. Mira qué hermosa ciudad. El puente medieval, las calles en cuesta. Las dos torres antiguas. Ya no están las torres, finito. Terminado. Tampoco este edificio existe ya. Kaputt, ¿comprendes? Mira, aquí estaba mi casa. Bonita plaza, ¿verdad...? El anciano señala al otro lado del río. Estaba allí, en esa parte. Vieja de cinco siglos, mírala en la postal. Ya no existe, no queda nada.

Por fin suspira, se levanta y, antes de alejarse, reordena cuidadosamente, con extraordinaria ternura, ese mazo de postales que es cuanto le queda de su ciudad y de su memoria.

-¡Barbari! -murmura-. ¡Nema historia! Y aún reúne valor suficiente para esbozar una sonrisa.

10 de octubre de 1993

domingo, 3 de octubre de 1993

Los últimos artistas


Son los dinosaurios de una era en extinción. Algo así como los últimos de Filipinas en versión nacional y castiza. Se los puede uno encontrar hacia el mediodía, a la hora del aperitivo, en cualquier bar de esos baratos que hay cerca de las plazas de toros, las estaciones de ferrocarril y los muelles de los puertos de mar, con restos de gambas y servilletas de papel arrugadas al pie de la barra de zinc, entre fulanos que venden lotería, bidones de cerveza a presión, tapas del día anterior y moscas de toda la vida. A menudo van vestidos con excesiva corrección para los tiempos que corren, incluso con cierta elegancia entre hortera y tierna. Se les reconoce, con frecuencia, por su forma de beberse el vino o el botellín mientras echan un tranquilo vistazo alrededor, con la discreta y atenta mirada del cazador profesional al acecho, como ellos dicen, de un julai al que darle la castaña, o de un policía -un madero- de cuya trayectoria hay que apartarse discreta y rápidamente, como quien no quiere la cosa.

Sus fotos y huellas dactilares están en los archivos de todas las comisarías: piqueros, trileros, timadores, expertos en colocar el anillo de oro chungo que esconden en un pañuelo. Tipos capaces de darle todavía, a estas alturas, el tocomocho al patán sin escrúpulos o a la jubilada ambiciosa. Son la aristocracia de la vieja España cutre, ahora circunscrita a las películas en blanco y negro de Pepe Isbert y Tony Leblanc. Tramposos que ejercieron, con virtuosismo y cierta peculiar ética, un oficio que ahora se extingue esa forma de buscarse la vida cuyo secreto se basaba en vocación, dotes naturales, habilidades, experiencia y cara dura. Algunos de ellos, los mejores, llegaron a ser clásicos en la vida entre sus pares, como Luisa, alias Celia -era clavadita a Celia Gámez-, que inventó el beso del sueño hace cuarenta años, cuando narcotizaba a sus conquistas para aligerarles la cartera en las pensiones de las Ramblas. O Pepe el de la Venta, especialista en hacerse pasar por apoderado de toreros famosos, que dejaba pufos de miles de duros en los hoteles baratos. O el legendario Paco El Muelas, hoy jubilado en Burgos, que además de inventar el timo del telémetro fue autor de la más espectacular y limpia obra de arte que recogen los archivos policiales: la venta de un tranvía municipal, el 1001, a un paleto forrado de pasta que quería invertir en Madrid.

Eran otros tiempos. Hoy, los paletos conducen Mercedes y Audis y Bemeuves, son diputados o concejales de Cultura, y son ellos los que tienen peligro y te dan el tocomocho a poco que te descuides. En cuanto a los timadores de antaño, su edad media se establece ya, como en las reservas apaches, sobre los cincuenta años. Las generaciones jóvenes carecen de paciencia para aprender cómo utilizar el pico -dedos índice y medio- para hacerse con la cartera, o cómo abordar a un matrimonio portorriqueño en la plaza del Callao o las Ramblas de Barcelona y convencerlos para que se jueguen cinco mil duros a los triles o los inviertan en estampitas. Ahora, se lamentan los artistas finos, cualquier yonki hecho polvo, cualquier inmigrante ilegal en paro, puede dar un tirón o una siria en una esquina y hacérselo mejor que un timador o un carterista honrados de toda la vida en una tarde de trabajar la feria de Sevilla o la cola de un cine de Valencia. Asco de tiempo en que la violencia es más rentable que la habilidad, el pundonor profesional y la vergüenza torera, y donde la chuli, el fusko y la recorta son herramientas de trabajo más rápidas y eficaces que los dedos hábiles y el talento.

Muy lejos están, se lamentan los clásicos cuando los invitas a una caña, aquellos filigranas capaces de quitarle las herraduras a un caballo al galope. Esos años heroicos en que Amalia La Verderona cobraba cinco duros por matricularse en su pintoresca academia de Chamberi, donde impartía clases a niños para hacerse los subnormales en el tocomocho, o practicar de piqueros con un maniquí lleno de cascabeles que sonaba al primer error. Ahora no hay lugar para eso, y resulta más cómodo un navajazo entre dosis y sobredosis, en un cajero automático. Y es que, como dice Paco el de la Venta, que fue watermanista -ladrón de estilográficas-, timador con relojes chungos y trilero, «ya no se respeta ni lo más sagrao».

A veces uno paga unas cañas y los escucha en silencio mientras desgranan el rosario de sus recuerdos y sus nostalgias, viejos triunfos que rememoran con sonrisa contenida y chulesca, orgullo legítimo por lo que fueron y ya no son. Están acabados y lo saben, porque nada tiene que ver este mundo con aquel otro que conocieron. Sin embargo ahí siguen, manteniendo el tipo acodados en la barra, fumando rubio al acecho de un incauto que todavía entre a por uvas y les devuelva fugazmente su talento y su autoestima. En esas tascas de barrio convertidas en trincheras donde libran su última batalla contra el tiempo, condenados a extinguirse, fieles a sus retorcidos códigos de honor y de conducta, incapaces de adaptarse y sobrevivir. Sin seguridad social a la que nunca cotizaron, con hijos enganchados a la droga y las mujeres que los desprecian en su fracaso. Lamentando haberse equivocado en la vida porque el timo, la estafa chachi que pudo jubilarlos para toda la vida, no se ejecuta dando el careto en la calle con talento y sangre fría, sino en los despachos de los bancos y transfugándose en las listas electorales, con corbata y una estilográfica. Pero esa lección la aprendieron demasiado tarde.

3 de octubre de 1993